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ÉTICA GENERAL El arte de vivir

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Presentación del tema: "ÉTICA GENERAL El arte de vivir"— Transcripción de la presentación:

1 ÉTICA GENERAL El arte de vivir
Cuando las personas se enfrentan con la ética los normal es que piensen que nos metemos en una asignatura que les va a decir lo que tienen que hacer. Y lo ven desde la perspectiva de que el profesor les va a “comer el coco”. Pero la ética no es eso: fundamentalmente es pensar y aprender a vivir bien, a vivir los mejor posible. Por eso hemos escogido las palabras de “el arte de vivir”, porque: - vivir es lo único que tenemos - pero no todos saben vivir: es más, frecuentemente vemos a muchas personas que están gastando inútilmente sus vidas, o –lo que es peor- tiran sus vidas en el desastre.

2 Prólogo Situación actual de la ética La acción humana
El arte de vivir (la vida buena) La virtud La racionalidad práctica Las normas morales

3 Situación actual de la ética
Los debates éticos: diálogos entre sordos La ética dominada por el emotivismo: Pérdida del sentido de la verdad La libertad como autonomía El relativismo y la sociedad pluralista Las discusiones sobre temas éticos, que se producen en la actualidad parecen debates entre sordos, pues cada uno de los interlocutores defienden sus posturas, como si fueran fruto de decisiones personales no del todo racionales, lo que hace imposible la búsqueda de la verdad entre todos: - Así el debate sobre cuándo es justa una guerra determinada, podemos escuchar posturas tan diferentes como: a) cuando consigue más bienes que males, y se distingue entre combatientes y no combatientes; b) las guerras no son buenas pero es necesario estar preparados para ellas, incrementando el armamento, pues es el único modo de conseguir la paz: si quieres la paz, prepara la guerra; o c) las guerras entre las grandes naciones son siempre malas por ser muy destructivas, pero si es una guerra para liberar a un grupo oprimido -especialmente en el tercer mundo- entonces la guerra es justa, e incluso necesaria. Y lo mismo ocurre en un debate sobre el aborto, donde se defiende que: a) el aborto es un derecho de la mujer, pues tiene derecho sobre su cuerpo, y por eso debe estar legalizado; b) el aborto es malo, pues yo no puedo querer para los demás lo que no quiero para mí, y yo no puedo desear que mi madre me hubiese matado cuando yo era un feto; sin embargo esta regla no me obliga a propugnar una ley contra el aborto; c) el aborto es un asesinato de un inocente, por eso es malo y debe ser prohibido por las leyes O un debate sobre la salud y la enseñanza, etc. Lo que está ocurriendo en este panorama es que se ha impuesto una teoría ética denominada el emotivismo, para la cual “los juicios morales no son nada más que preferencia, expresiones de actitudes o de sentimientos, en la medida en que estos poseen un carácter moral o valorativo”, son sólo expresión de nuestros sentimientos con el objeto de que otros los compartan. Cuando uno dice “esto es bueno” lo que quiere decir es “yo apruebo esto, hazlo (apruébalo) tú también”, o algo semejante a “¡bien por esto!”. Esta postura es racionalmente inaceptable pues nos confunde sentimientos valorativos con verdad racional. Así un profesor puede gritar con un gran enfado ante un error cometido por un alumno suyo “¡siete por siete son cuarenta y nueve!”. El contenido de la frase no tiene nada que ver con el sentimiento de enfado con que se emite la frase. No obstante el emotivismo tiene sus raíces en las que ha influido en primer lugar la desconfianza de los protestantes hacia la razón humana, y posteriormente todos los intentos de la Ilustración de fundamentar racionalmente la moral, con una fundamentación que condujese a tener certeza de lo que moralmente se debe hacer. En la cultura actual, junto con el emotivismo existe: 1) Una auténtica pérdida del sentido de la verdad, considerar que no existe la verdad o que no estamos en condiciones de conseguirla, no importa como sea, quizás lo único importante es que cada uno siga lo que considera su verdad. 2) Una exaltación de la libertad, considerada por Kant como autonomía total de la persona. Es una libertad que propone sus certezas ante la verdad; y se impone ante la naturaleza haciendo todo lo que quiere, sólo hace falta que pueda técnicamente hacerlo. 3) La filosofía se ha dejado impreganar de los parámetros la posmodernidad que rehúye de las grandes “certezas”, los metarrelatos o cosmovisiones que elaboró la Ilustración y que ahora se consideran un totalitarismo de la razón, y opta por el “pensamiento débil”. 4) La cultura se ha dejado impregnar del relativsmo (no hay verda sino sólo opiniones), y eso es lo mejor para respetar por completo la libertad autónoma, en una sociedad que actualmente es pluralista.

4 Capítulo I La ética filosófica
El hombre es un ser ético Es irrepetible No está determinado en su actuar Tiene unas tendencias que le llevan a alcanzar su plenitud No es intercambiable Va haciéndose a sí mismo con su actuación La reflexión sobre ese hecho puede ser Personal: individualmente - socialmente (literatura, cine, consejo) Filosófica: investigando cuál es la vida buena a nivel individual y social, los principios que la regulan y la justificación racional de la misma El hombre es un ser ético. Esto es un hecho: 1) El hombre es irrepetible: - La persona no se encuentra determinada, como los animales, por una serie de normas biológicas que le hacen actuar para autoconservarse y para que la especie no desaparezca. Está, como el animal, unido a su especie y también nota tendencias que le llevan a cuidarse a sí mismo y a que la especie humana perviva, pero tiene ante esas mismas tendencias una libertad que el animal no posee. - Pero además el hombre nota en su interior otras tendencias le señalan unos bienes “personales” inmateriales, a los que dirigirse, como son el saber, la contemplación de la belleza, la amistad, etc. Y se produce el fenómeno claramente comprobable, que cuando hace cosas que se le han mostrado como buenas se siente interiormente satisfecho, y cuando no las hace o hace algo que le ha parecido malo, se siente culpable. Se trata por tanto de tendencias, que parecen dirigirle al hombre hacia el alcance de su plenitud, y que no se imponen necesariamente al hombre, sino libremente. 2) Lo anterior nos lleva a firmar que la persona humana no es intercambiable, como sí lo son los animales. Se puede cambiar un pollo por dos gallinas, o una gallina por una perdiz, etc., pero esto no puede hacerse con el hombre: nadie puede decir te cambio a mi madre por tu hija, o te cambio mi hermana por tu hermana. 3) Pero quizás el fenómeno de que cada persona es única se pone más de manifiesto al observar cómo cada persona con su actuar libre se va haciendo a sí misma a lo largo de su vida. La Ética como reflexión filosófica La ética aparece por tanto como la reflexión filosófica sobre esos hechos que tan fácilmente comprobamos todos. Aunque lógicamente, antes de la reflexión filosófica, aparece una reflexión personal - que puede ser individual: que es la que realiza cada persona cuando decide cuál es el proyecto de vida que es el que le parece más adecuado para alcanzar su plenitud, cuáles son los bienes que le parecen mejores, y comienza a desplegar su propia conducta (el conjunto histórico de sus actos voluntarios), la que le parece más adecuada para alcanzar dicho proyecto. Y a la vez reflexiona sobre el mejor modo de organizar la sociedad, el mejor modo de crear un ambiente social en el que cada uno pueda alcanzar su propia plenitud, y esto en el ámbito de la humanidad global, de un Estado, de una ciudad, o de una comunidad de vecinos o de profesionales. - pero también puede realizarse socialmente en común con otras personas, fundamentalmente en el ámbito de la literatura y del cine, y en el ámbito de la petición de consejo. La reflexión filosófica que realiza la ética no pretende en absoluto sustituir esas reflexiones personales y sociales, sino investigar sobre las mismas, confrontar unas con otras, y sobre todo explicar cuál es el mejor modo de vivir, de lograr la plenitud de la vida, de alcanzar la felicidad. Por eso se puede decir que la ética es la investigación sobre cuál es la vida verdaderamente buena -la mejor vida humana- en los diversos niveles (personales y sociales), y cuáles son los principios que deben regular la conducta para alcanzar esa vida. Y todo ello justificarlo racionalmente, pues eso es lo propio de la filosofía.

5 Partes de la ética filosófica
La ética general La acción voluntaria El deseo de alcanzar la felicidad Las virtudes y los vicios La razón práctica y sus reglas La ética especial La ética persona: el bien propio de la persona realizado por el propio agente La ética social que estudia el bien común (de la política, la economía, la familia, las profesiones) Este estudio filosófico se suele agrupar en dos bloques: La ética general, que estudia: 1º. La acción voluntaria, entendida dentro del proyecto vital que cada persona se traza para sí misma, con los bienes que se intentan conseguir. 2º. El deseo de alcanzar la felicidad con el propio proyecto vital. 3º. Los hábitos que las acciones libres crean en la persona: las virtudes y los vicios. Especialmente interesa a la ética las virtudes, que son las que refuerzan la capacidad humana para dirigirse al bien, para alcanzar la propia felicidad. 4º. Y finalmente hay que estudiar la razón práctica y sus propias reglas internas, pues es ella la que conoce el bien y dirige la acción hacia dicho bien. Y la ética especial, que estudia los diversos bienes a los que se dirige el actuar humano, y de esa forma se divide en dos grandes bloques: 1º. La ética personal: el bien propio de la persona realizado por el propio agente. 2º. La ética social: que consiste en el estudio sobre el “bien común” del grupo social que se trate, que es aquel bien que es perseguido por el conjunto de los individuos que componen dicho grupo. Y así hay: a) Una ética política, en la que se estudia el modo de conseguir el bien común político: establecer leyes, sanidad, etc. b) Una ética económica, que aborda el modo de organizar económicamente la sociedad para conseguir el bien común económico; a ella le corresponde la organización de los impuestos, algo muy distinto del deber de pagarlos, que es de la ética personal. c) Una ética familiar: que aborda la estructura que la familia debe darse a sí misma y los objetivos que debe proponerse. Y d) Las diversas éticas profesionales: que abordan el modo conseguir el bien común de la propia profesión. Y así estudia la estructura y reglas adoptadas por cada comunidad profesional (médicos, farmacéuticos, etc.). Antes de seguir adelante conviene decir que hay dos modos de enfocar la ética, de enfocar el modo de conseguir el bien de la vida humana: el enfoque de la primera persona, es decir la perspectiva del sujeto que actúa, y el enfoque de la tercera persona, que consiste en ponerse en la perspectiva del espectador que contempla la acción del hombre (bien sea la perspectiva del legislador o la del juez) que mira la actuación de los demás y dice cómo se debe actuar. Según el enfoque que se adopte así aparece un tipo de ética u otra. El enfoque de la tercera da origen a una ética de los deberes, que se estructura distinguiendo los deberes personales, los deberes familiares y los deberes políticos. Es el enfoque clásico de muchos manuales de ética, y tiene la ventaja de dar una explicación muy pedagógica y fácilmente inteligible por personas que no son especialistas en la materia. Pero esta ética tiene el grave inconveniente de presentarse como si la ética se tratara de un conjunto de mandamientos que parece que impiden nuestra libre iniciativa. El enfoque desde la primera persona (que es el que adopta Santo Tomás y también Aristóteles en la Ética a Nicómaco) da origen a una ética como estudio del mejor modo de vivir cada uno y la sociedad, de lograr la felicidad personal y colectiva. Y siguiendo este enfoque lo que aparecen no son las diversas clases de deberes, sino los diversos “fines bienes” a los que mira el sujeto que actúa: el bien propio del agente (ética personal); el bien común político (ética política); el bien familiar (ética familiar); el bien de cada profesión (ética profesional).

6 Relación con otros saberes
La antropología Estudia como es el hombre La ética estudia cuál es el “bien fin” del mismo hombre La Metafísica Estudia al hombre en cuanto ente que tiende a su bien propio, que es el de la razón (ente racional) A la ética no le interesa el hombre en cuanto ente sino en cuanto bueno a través de su obrar La Ética estudia por tanto el núcleo mismo del ser humano, y por eso es lógico que tenga muchas relaciones las otras disciplinas que se refieren al hombre. En primer lugar se relaciona con la Antropología filosófica, que estudia cómo es el hombre, mientras que la ética estudia cuál es el “bien fin” del mismo. Por eso la relación entre ambas deber ser estrecha. A la ética le interesa mucho la actuación humana y la razón práctica que dirige esa actuación. También le interesa conocer la influencia que tiene en el actuar humano la sensibilidad, los conflictos que se producen entre la razón y los sentimientos. Para todo ello necesita de la Antropología. Sin embargo se diferencian la Antropología y la ética en cuanto que lo propio de la ética es que al captar que su actuación humana libre tiende a buscar un “fin bien” se pregunta por cual es el verdadero “fin bien” del hombre, en el cual esté su felicidad, y cómo es posible lograr una actuación fuerte, capaz de lograrlo. También se relaciona la ética con la Metafísica, que estudia al hombre en cuanto ente. Y se fija en que todo ente tiende a su propio bien, que es el que le corresponde a su propia forma de dicho ente. Y como la forma propia del hombre es la de animal racional, su actuación buena será la que sea conforme a la razón. Esta función reguladora de la razón es de gran importancia a la ética No obstante la ética se diferencia de la Metafísica pues a ella no le interesa el hombre en cuanto ente sino el hombre en cuanto bueno a través de su obrar. Es decir el hombre en cuanto capaz de hacer de su vida una vida plena.

7 Relación con otros saberes
La Psicología Estudia las acciones humanas desde sus leyes naturales (salud, enfermedad) La ética estudia las acciones humanas en cuanto se dirigen al bien total del hombre La Sociología Estudia los actos del hombre para clasificarlos La ética los estudia valorándolos La Psicología estudia también las acciones humanas, pero las aborda desde la perspectiva de sus leyes naturales, por eso habla de enfermedad o salud, equilibrio o desequilibrio, etc. A la ética le interesa mucho conocer este campo (la influencia de las pasiones, la existencia de mecanismos inconscientes, la influencia del cansancio sobre el actuar, etc.) pues sino se convertiría en una disciplina abstracta, desencarnada. No obstante debe tener precauciones en su relación con la Psicología, pues hay escuelas psicológicas muy en boga que explican el acontecer psíquico desde una perspectiva mecanicista, sin dar cabida a la libertad, y con estos enfoques la ética, que estudia la actividad humana libre, se encuentra en un callejón sin salida. La diferencia de la ética con la Psicología está clara, pues la ética no se queda en el estudio de la acción humana en sí misma, si es una acción sana o enferma, sino que se centra en cómo conseguir, a través de esa actuación, el bien total del hombre. También la Sociología estudia los actos de hombre, tiene el mismo objeto material que la ética. Pero se diferencian también en su objeto formal: la Sociología describe, clasifica y mide los hechos sociales, mediante métodos empíricos (estadísticas, encuestas, etc.), pero queda fuera de sus posibilidades meteorológicas establecer lo que los hombres deben hacer. El problema viene cuando la sociología traspasa su frontera con la filosofía, y da una interpretación valorativa de esos datos.

8 Relación con otros saberes
La Teología moral Estudia el actuar humano y el modo de alcanzar su plenitud Pero desde el punto de vista de la revelación La ética Estudia lo mismo pero desde el punto de vista de la razón Y por último se puede decir que se relaciona con la Teología Moral, que también estudia el actuar humano y el modo de alcanzar con él la plenitud, aunque lo hace desde perspectiva de la revelación. La ética lo estudia sólo desde la razón, no obstante le ayuda mucho el conocimiento de la Teología Moral, que le dará luz para profundizar sobre campos concretos de la acción humana y del fin del hombre. A su vez la Moral necesita de la reflexión racional par fundamentar los contenidos de la revelación y lograr la unidad interior del hombre entre su razón y su fe, evitando planteamientos fundamentalistas o voluntaristas.

9 Capítulo II Antropología de la acción
Las antropologías actuales esencialmente son 2: Los que consideran al hombre como un simple animal evolucionado que debe ser respetado sólo condicionalmente: aquí no cabe la ética La que lo considera un ser espiritual respetado por sí mismo Partimos de que la persona es un ser único formado por cuerpo y espíritu, en el que domina el espíritu Esto se refleja en la acción Los sentidos atraídos por sus bienes específicos La razón (abierta al ser) conoce lo concreto que presentan los sentidos La voluntad (abierta al bien) conoce el ser-bien concreto presentado por la razón, que tiene que elegir ese bien concreto pero dirigida por la razón Panorama de las diferentes lecturas que se realizan hoy día sobre el hombre (fundamentalmente se reducen a dos: la secular y la transcendente). a) Las concepciones antropológicas actuales se puede decir que fundamentalmente son dos: - La “secular”: para la cual el hombre es el punto de llegada de una larga evolución, es decir es un simple animal aunque muy extraordinario. El hecho de su ser extraordinario hace que debe ser respetado, pero ese respeto es solo condicional; si hay algo interesante (por ejemplo un posible avance en la investigación científica, un modo de evitar nuevos gastos al Estado, etc. Entonces está justificado no respetarlo. Para esta antropología no ninguna diferencia cualitativa entre los animales y el resto de la creación. No hacen distinción entre el espíritu y la materia. No se distingue entre las personas y las cosas. En esta antropología la ética no tiene voz propia. - La “transcendente” que es la que reconoce el primado del espíritu sobre la materia. La criatura que Dios ha creado debe ser respetada por sí misma. Aquí partimos de que el hombre es un cuerpo espiritualizado o un alma encarnada en un cuerpo, formando una unidad; pero en esa unidad lo que le da forma, lo que es dominante, es el espíritu, y a él pertenece la razón. Esta forma de ser del hombre tiene su reflejo en la acción humana, en la cual lo primero que se produce es una atracción de los sentidos por sus bienes específicos, e inmediatamente después entra en juego la razón y la voluntad. La razón humana conoce siempre una realidad particular, ésta o aquella cosa, ésta o aquella persona, y la conoce en cuanto que es. Nuestra capacidad cognoscitiva se extiende a todo lo que es, a la totalidad del ser. Y al no poder abarcarlo en esta vida, en la que nuestro conocimiento está condicionado por la experiencia sensible, la razón siempre está insatisfecha. A su vez la voluntad tiende dinámicamente a la totalidad del bien, al bien como tal. Pero para que la voluntad quiera algo es necesario que aquello haya sido antes conocido; y como la inteligencia no capta la totalidad del ser sino este o aquel ser, la voluntad no quiere la totalidad del bien como tal, sino este o aquel bien. Por tanto nos encontramos con que en esta vida sólo pueden ser queridos seres (bienes) limitados, finitos. Y con frecuencia comprobamos que decidirse por uno de ellos supone renunciar a otro. De esta manera ningún bien puede determinar nuestra decisión, porque ninguno de ellos puede imponerse de manera tal que necesariamente sea querido y asumido. Con esto hemos llegado al núcleo esencial de la elección libre: el acto libre es el acto en el cual y mediante el cual la persona humana quiere un bien, simplemente porque su voluntad ha decidido que aquel bien es su bien, en vez de otros bienes. Pero este acto no es un acto ciego, sino que está iluminado por la razón, que le indica a la voluntad cuál es el verdadero bien de la persona. Efectivamente, al estar la razón dirigida naturalmente al ser, a la realidad, tiende a conocer el “verdadero ser o bien”, tanto de las cosas como del propio hombre. Y al ser una facultad espiritual no puede enfermar ni envejecer. Por eso cuando se habla de la razón se acude a la metáfora de la luz. La luz no puede ser utilizada para oscurecer, sino para iluminar, para hacer visible las cosas, aunque sea más fuerte o más débil, incluso aunque se obstaculice, se filtre o se desvíe. Esta conexión que existe entre la razón y la voluntad, que hacen que el hombre pueda actuar libremente, pero a la vez guiado hacia la verdad, tiene su fundamento, su raíz última en la creación. Y con ello no es pasarnos a la teología, pues la creación es una verdad al alcance de la razón humana, aunque no es el momento de entrar en dicho razonamiento, sino de afirmar que el acto humano libre es posible porque el Creador ha creado a la persona humana como persona y no como cosa: es decir como ser capaz de autodeterminarse, pero conociendo mediante su razón su propia verdad (conocida como el eco de la llamada que Dios le dirige para que sea en su verdad). No obstante esta exigencia de la verdad del hombre es una exigencia muy distinta de otras exigencias, ya que no admite excepciones, es decir no puede violarse sin que el hombre se dirija hacia el “no ser hombre”, a ser un mal hombre. Y a la vez es la exigencia más frágil que existe pues la persona siempre puede rechazarla, disponiendo de sí misma en sentido contrario. Para que la exigencia de la verdad del hombre se imponga sobre su acción es necesario que la acción humana esté dirigida por la razón. Y hay que tener en cuenta que lo que puede obstaculizar la razón, y por tanto provocar la irracionalidad, son fundamentalmente las pasiones y la voluntad. Y también las influencias exteriores pues el hombre es un ser histórico.

10 Antropología de la acción
En el hombre encontramos impulsos sensibles (pasiones): afectos o sentimientos según su proximidad con el espíritu No son malas pues dirigen al hombre a su propio bien humano Pero para eso deben estar orientadas por la razón, que ejerce un gobierno político sobre ellas Pero lo esencial del acto libre es la voluntad, capacidad para lo que se quiere: Si se deja guiar por el bien que le presenta la razón, se abre al bien Pero también puede (por orgullo, miedo a los medios, etc.) querer otra cosa, incluso querer lo que le presenta una pasión, aunque la razón se lo presente como un mal para la persona en su totalidad A. Las pasiones y su influjo. En el hombre encontramos impulsos sensibles, que son movimientos de nuestras inclinaciones sensibles que se dirigen a los objetos captados por los sentidos. A estos impulsos los denominamos pasiones, en cuanto que son sentidas “padecidas” por la razón y la voluntad. También se les denomina emociones o afectos, según su relación más estrecha con lo sensible o con lo espiritual, aunque todas ellas están unidas a los órganos corpóreos. Estos impulsos pueden ser de atracción o de repulsa. Los clásicos identifican dos facultades sensibles responsables de las aspiraciones sensibles: el deseo (apetito concupiscible) y el valor (apetito irascible). Ante un objeto captado por los sentidos como bueno, nace el afecto del amor (“inclinarse a un bien que todavía no se posee”), o de la alegría (gozo por un bien poseído). Y si el objeto es captado como un mal provoca la huida, y los afectos de odio (ante un mal todavía no presente) o la tristeza (si el mal está presente). El apetito irascible se refiere al bien y al mal en cuanto se pueden obtener o evitar con fatiga, o al mismo esfuerzo para obtenerlo o evitarlo. Y sus actos y los afectos correspondientes ante el “bien arduo”, que se llaman esperanza y audacia; y la relación con los males evitables con esfuerzo se llaman valor, miedo e ira. Las pasiones eran vistas por la ética estoica como algo que era necesario neutralizar. Pero esto es equivocado pues las pasiones son fenómenos humanos, que pertenecen a la realidad de la persona y hay que integrarlos como principios que son del propio actuar del hombre, que debe ser un actuar racional. Las pasiones son tendencias sensibles que dirigen al hombre en un sentido específico hacia el bien humano, pues abren al hombre al bien, aunque sin jerarquizarlo (lo que es propio de la razón); por eso cuando el hombre no tiene pasiones, en su actuar falta la connaturalidad afectiva al bien, y se tiene que hacer dicho bien sólo por el sentido del deber o por la pura razón. El que actúa “desapasionadamente” corre el peligro de actuar sin corazón. Por eso eliminar las pasiones es reducir la actuación humana a algo raquítico. Pero las pasiones deben estar orientadas en la dinámica de la razón, en el sentido que actúan como fuerza cognoscitiva e impulsora, pero necesitan integrarse en la razón que es la que tiende hacia el bien del hombre en cuanto hombre. Esto significa que también en cuanto tales, las pasiones interfieren en la racionalidad y ejercen un influjo obstaculizante sobre la voluntad en cuando aspirar guiado por la razón. Este influjo de las pasiones sobre la voluntad es indirecto, pasa a través del influjo sobre el juicio de la razón. Lo mismo que la pasión ordenada subraya el juicio de la razón y le muestra el camino, la pasión desordenada, puede tirar hacia su tendencia la valoración de la razón (un ejemplo puede clarificar esto: una persona normal parte de que “no es bueno comer dulces cuando no se puede”; “esto es un dulce”; pero como no puede comerlo ahora “no como este dulce; sin embargo un goloso pone en primer lugar la premisa: “todo lo dulce es delicioso para comer”, y esta premisa determina la acción de comer el dulce que tiene delante siempre). Esto desemboca en el error en la elección, a lo que habitualmente se llama voluntad débil, aunque no es tanto debilidad de la voluntad como error del juicio de la razón sobre aquello que “aquí y ahora” es bueno. La consecuencia clara es que la voluntad sigue el juicio de la razón que ha sido transformado por la pasión, por eso se puede decir que el que obra mal es un ignorante. Las pasiones no obran directamente sobre la voluntad. La voluntad puede rechazar el influjo de las pasiones, y hacer que prevalezca en el goloso el juicio de razón, que dice que “no es bueno comer dulces cuando no se puede”, pero cuando el juicio de elección está falsificado, la voluntad no puede dejar de prestar su consentimiento. Es posible no obstante que el impulso pasional tenga tanta intensidad, ocupe tanta energía psíquica y tanta atención afectiva, que la voluntad no sea capaz de intervenir. En este caso la excitación pasional no es voluntaria, y se puede considerar como un “hecho” y no como una acción humana. Con esto no se quiere decir que una acción pasional sea inmoral. El criterio para conocer la moralidad de la pasión es su conformidad a la razón, y no su grado de intensidad. Los cónyuges realizan el acto de unión carnal sobre la base de la atracción sexual. En este caso cada uno de ellos “es dominado por un deseo bueno, que es conforme a la razón”, el cual “a causa de la intensísima sensación de placer” suspende a la razón, dice Santo Tomás (para él esta suspensión de la razón es un defecto, y opina que conservar el juicio de razón ante un intenso placer, lo hace más perfecto; por eso, concluye, que antes del pecado original el acto conyugal debía ser mucho más placentero, ya que debía haber en él una mayor compenetración espiritual). Es decir el criterio para valorar moralmente una pasión es cuando el acto sea voluntario. Y son voluntarios cuando son elegidos directamente por la voluntad. Y las pasiones se valoran según el objeto de la acción, que es obra de la razón. B. La voluntad y su libertad. La voluntad es “la parte razonable del alma” que consiste en el aspirar, y no a una cosa sino a muchas, pues es una facultad abierta (aunque tiende necesariamente a la felicidad) que no está determinada. En ella se basa realmente la libertad del hombre, la capacidad de hacer lo que quiere. No obstante se puede hablar, en base a la voluntad de dos tipos de libertades: a) Cuando la voluntad se deja guiar por lo que la razón le presenta como bien, entonces la voluntad se abre al bien, a la verdad, y el hombre actúa en verdad, que es lo que denominamos humildad. b) Pero la voluntad también es capaz de controlar su propio querer, siendo capaz de no querer aquello que la razón le propone como bien, prefiriendo otra cosa. Eso puede ser por muchos motivos: por orgullo, por independencia, por miedo a los medios (por ejemplo quiero recuperar mi salud, y sé que el único medio para curarme es someterme a una operación, pero tengo miedo a la operación y concluyo con que no quiero operarme). En todos estos actos sigue manteniéndose vivo el aspirar a la felicidad, pero mediante la elección de medios no razonables, que me alejan de mi propia felicidad. Además la voluntad posee dominio sobre las demás facultades del alma, ella es la que impera en todas las acciones del hombre: a) En primer lugar sobre la propia razón. “Conozco porque quiero”. La voluntad puede guiar a la razón en base a su “no querer”, que lo ha elegido como bien, mediante alejarse (Ojo que no ve corazón que no siente), o a través de una instrumentalización de la razón: “esto es bueno porque yo lo quiero”. Y así la razón se sitúa al remolque del orgullo. b) En segundo lugar domina sobre las pasiones, de forma indirecta, influyendo en el juicio de la razón, haciendo que este juicio se someta a la valoración de la sensibilidad. Pero también puede influir directamente sobre las pasiones, suscitándolas, a través de la imaginación sensible, o fantasía. Con esto vemos que la voluntad es la que domina el actuar humano. Y si ella es buena toda el actuar humano será bueno. Pero será buena en cuanto dependa de la razón, pues es la razón la que “pone” los objetos de los actos. Por eso cuando la voluntad aspira según la razón, estamos ante una voluntad buena, y en caso contrario ante una voluntad mala. C. La historia Pero además la persona humana decide libremente dentro de la historia. Lo cual supone dos cosas: 1º. Que la persona sufre las influencias de las fuerzas económicas, sociales, políticas: nace en definitiva dentro de una cultura, lo que origina con frecuencia que la voluntad recta se encuentre ante un contexto en el cual otras libertades humanas han decidido contra los valores éticos, y la voluntad recta no puede aprobar esas situaciones. Así nos podemos encontrar en situaciones muy diversas: - Que nos encontremos con un mal que no puede impedirse. En cuyo caso habrá que denunciarlo, si es posible, o al menos desaprobarlo. - Que la persona realice una acción buena pero con un efecto malo. Sólo podrá realizarse cuando haya motivos proporcionalmente graves, y cuando el efecto bueno se sigue directamente y no a través del efecto malo. - Cuando la acción de la persona coopera con otra en la realización de un mal. Nunca puede hacerse una acción queriendo el mal al que coopero, sólo puedo cooperar cuando hay motivos suficientes que deben ser juzgados según la gravedad del mal que se realiza. 2º. Y también quiere decir que la misma persona desempeña un papel creador en relación con la historia que está viviendo, aportando fundamentalmente lo que hace en cuanto homo humanus (que es mucho más importante que lo que hace en cuanto homo faber, u homo technicus, etc.) Es la realización del valor moral lo que constituye la aportación decisiva del hombre a la historia. Por eso es un contrasentido hablar de que hay que llegar a compromisos en temas morales “por exigencias históricas”. Ese compromiso sería la negación de la libertad.

11 Características del acto libre
Autodeterminación La acción humana repercute en primer lugar en la misma persona que la realiza Esto es lo propio del mecanismo de la acción libre Fin ultimo La acción libre está movida por la voluntad la cual necesariamente está movida por la búsqueda de un bien en el que haya puesto su objetivo de felicidad Vamos a bordar aquellas características del acto libre que son esenciales a la hora de realizar el estudio moral del mismo, que es lo centra nuestro estudio. A. Autodeterminación La acción humana libre es una acción que repercute en primer lugar a la persona misma que la realiza. Es una acción que nunca se limita a realizar una obra exterior, sino que modifica lo exterior y rebota en el mismo hombre cincelándolo (si miento, soy yo el que me hago mentiroso; si digo la verdad soy yo el que me hago sincero; si hago acciones mezquinas me hago mezquino, si hago acciones magnánimas, me hago magnánimo.). El hombre es el beneficiario o la víctima de sus propias acciones. No se puede evitar que el hombre se premie o se castigue con su propia actuación. Esto se produce así por el mismo mecanismo de la acción libre. Cuando una persona elige este bien en vez de aquel otro es que ella misma la que decide que éste bien es un bien, un valor, para sí misma: es el bien para mí que ahora quiero, que ahora decido ser. Lo elijo porque me he hecho yo más disponible a su fuerza motivante. Si elijo faltar a la lealtad a un amigo por dinero, es porque el bien del dinero, según aquello que yo he decidido ser, ejerce una fuerza atractiva más fuerte que el valor de la amistad; y al revés, si elijo la amistad, en vez del dinero, es porque la amistad tiene para mí una fuerza mayor que el dinero. Por tanto se observa como en el acto libre la persona no toma sólo una decisión respecto a su acción, sino respecto a sí misma, dispone de sí misma. Por eso se puede decir que el “objeto” de la acción humana libre es la propia persona que actúa. Sin actos libres no hay autodeterminación, y con los actos libres nos autodeterminamos. Y esta autodeterminación comienza de hecho con el primer acto libre que realiza la persona. Con un ejemplo se puede entender mejor: un niño puede no mentir porque si es descubierto disgustaría a su madre, o para evitar ser castigado; pero el día en que un niño decide por sí mismo, por primera vez en su vida, no mentir porque está mal, ese día capta la distinción entre el bien (que debe ser realizado por ser bien) y el mal (que debe ser evitado porque es mal); además se da cuenta que el mal de mentir es superior al mal del castigo o de cualquier otro; y capta que el bien de decir la verdad es algo exigido por la Bondad subsistente (si el niño ha sido educado cristianamente dirá que no hay que mentir por no disgustar al Señor). Este “primer acto de libertad” no sólo se da en el niño, sino en toda persona que habiendo abandonado el orden moral retorna a él. Esta característica es la que dará origen a la noción moral de virtud, que estudiaremos más adelante. B. Carácter unitario de la actividad: el fin último o felicidad. La acción humana libre está movida por la voluntad, la cual necesariamente tiende a la felicidad, aunque al no estar determinada a encontrar la felicidad en una cosa concreta, puede dirigir su actuar hacia bienes muy diferentes, en uno de los cuales juzga que alcanzará la felicidad. Así se explica la unidad de cualquier conducta humana, y si no fuese así, no se entiende. Evidentemente el sujeto puede equivocarse y poner su objetivo en la posesión de algo que le parece que es ese bien pleno, capaz de proporcionarle la felicidad, y sin embargo eso no lo sea, y por tanto no pueda proporcionarle la felicidad a la que aspira, pero lo que está claro es que ese bien es el que unifica toda la conducta del sujeto. Por ejemplo una persona se levanta a las 6 de la mañana libremente, si le preguntamos por qué lo hace la respuesta inmediata es porque tengo que llegar puntual al trabajo, si le seguimos preguntando por qué tiene que llegar puntual al trabajo responderá que porque si no lo hace le echan; si seguimos preguntando llegaremos a un último motivo que unifica todo su actuar. Este motivo puede ser muy diverso: tener prestigio en su profesión, ganar dinero para divertirse, tener poder, etc. pero siempre habrá un fin último que dé sentido a toda la actividad humana, un bien que lo considera autosuficiente para él. ¿Se puede decir que la felicidad es el fin último del hombre? Se discute con cierta frecuencia sobre si se puede decir que el fin último del hombre es la felicidad o no. Y en este sentido hay que puntualizar que no se puede decir que sea la felicidad si nos estamos refiriendo a ella como la experiencia psicológica de estar contento, de estado placentero. Pues si bien es verdad que la felicidad es un estado rico en gozo y lleno de placer, la felicidad misma no consiste esencialmente en el placer. Eso se observa en la vida normal. Por ejemplo, si la música de Mozart nos produce un gran placer, cuando ponemos un disco de Mozart no aspiramos al placer sino a escuchar la música aquella. Además la felicidad concebida como placer, huye cuando se intenta alcanzar directamente. Sólo cuando se busca un bien, es cuando -por sorpresa, se encuentra uno la felicidad-, y sólo cuando el bien es perfecto, se sigue la felicidad o plenitud perfecta. Esto lo explica muy bien Lewis cuando explica su itinerario hacia Dios a través de la experiencia estética, en su libro Cautivado por la alegría. El placer en cuanto objeto de una intención es ya una “intención oblicua”; por eso sólo el hombre, y no los animales, pueden comportarse de forma hedonista. Aquí está un punto clave: las personas lo que queremos alcanzar es un bien práctico, una actividad, y no el gozo que produce dicha actividad. De hecho nuestro deseo se apaga, no porque gocemos, sino que gozamos porque nuestra aspiración se apaga. Precisamente porque nos atrae la actividad y no el gozo es por lo que dice Aristóteles que ninguno puede elegir vivir toda la vida con la inteligencia de un niño, aunque el gozo del niño sea el más grande, ni alcanzar el placer mediante una acción torpe, aunque de no hacerla sobrevenga algún dolor. Si el hombre se dirigiera a conseguir ese estado placentero a toda costa lo único que lograría es ver como se le escapa entre las manos, y nunca la alcanza. Pues la felicidad como experiencia psicológica es como el sueño que cuando más se quiere uno dormir, menos lo logra (o como la puerta que se abre hacia fuera y la persona se empeña en abrirla hacia dentro). En este sentido se ha dicho que la persona sólo puede alcanzar esa felicidad mediante el olvido de sí misma, haciendo el bien. Pero si hablamos de felicidad no como experiencia psicológica sino como lo que es bueno para el hombre, aquello en lo que consiste una vida buena, o llena, entonces sí que podemos afirmar que la felicidad es el fin último del hombre. Y además nos encontramos en situación de poder estudiar racionalmente los diferentes modelos de “felicidad” o “vida buena” que cada persona tiene, y juzgar sobre su racionalidad. Lo que está claro es que sin una noción personal de la felicidad, que unifique todo nuestro actuar, no se entiende la actividad humana. El estudio de esta característica de la acción humana nos llevará a abordar cuál es el verdadero bien del hombre, aquel bien que hace que su vida sea buena, sea moralmente buena.

12 Características del acto libre Estructura intencional
Fin o intención que la persona quiere alcanzar con ella El medio u objeto de la acción misma Pero además de lo dicho hay que afirmar que la acción humana tiene una estructura bastante compleja, en la que destaca su intencionalidad. No hay que perder de vista que estamos estudiando la acción humana libre, y no un evento físico. Por ejemplo, cuando vemos a una persona tumbada sobre su cama, no decimos “está tumbada sobre la cama” (eso sería simplemente describir un evento físico), sino que decimos “está reposando”, o “está realizando un ejercicio de yoga”, o “está realizando un ejercicio físico de relajamiento”, es decir describimos la base intencional propia de esa acción, que es lo que denominamos objeto del acto. A lo anterior se puede hacer otra pregunta: “¿por qué lo hace?”, y la respuesta puede ser muy variada: “porque quiere quitarse la ansiedad”, “porque quiere estar relajado para un trabajo importante que tiene que realizar”, “porque no quiere trabajar”, etc. y con ella nos dirá la intención de la persona. Indudablemente la intención abarca a todo: primero a esa estructura intencional propia de la acción (el objeto), y luego a las diversas intenciones que se pueden añadir a ella. Pero es importante hacer la distinción pues con ella estamos describiendo que toda la acción tiene una estructura intencional, y no física. También se puede explicar esa intencionalidad de la acción humana acudiendo a la distinción entre fines y medios. - Una persona quiere alcanzar un fin (intención), como por ejemplo terminar un trabajo, y esa intención es la que pone en marcha la acción (descansar). La intención es como el alma de todo el actuar, y aunque no esté presente de forma actual, lo está siempre de forma habitual. Por ejemplo, si unos padres se están levantando temprano para acudir al trabajo, y lo hacen con la intención de conseguir medios para la educación de sus hijos, esa intención es la que está moviendo todos sus actos, aunque los mueva de manera habitual y no actual. - Y esa intención es la que pone en marcha la acción (objeto) de descansar o de trabajar. A la intención no “sucede” el hecho físico de “estar tumbado sobre la cama”, sino la acción de descansar. Del mismo modo se puede decir que “tomarse una pastilla contra el dolor de cabeza” es una acción intencional, un medio para quitarse el dolor de cabeza, pero si es un niño goloso el que toma esa pastilla contra el dolor de cabeza, no está realizando una acción humana. Con ello se ve como el objeto de la acción es “tomarse la pastilla contra el dolor de cabeza”, y no “tomarse una pastilla”, pues esto último lo que estamos describiendo es una acción física, y no una acción humana, que es lo que se trata de estudiar. A su vez esta acción, elegida como medio para un determinado fin, es una cierta anticipación del bien que se quiere conseguir. El que reposa para trabajar bien, está realizando la acción de reposo como parte de “trabajar bien”. Estamos siempre ante una única acción intencional, un único acto de la voluntad en el cual un medio es querido en razón de un fin. El estudio de la intencionalidad de la acción es clave para calificar moralmente a las acciones humanas de buenas o malas.

13 Capítulo III La moralidad de la acción y la razón práctica
Moralidad = Cómo repercute la acción en la persona La acción se unifica por la dirección a un fin en el que se considera que estriba la propia felicidad Rechazan la noción de felicidad: el relativismo y Kant Discuten sobre el bien en el que estriba la felicidad: El hedonismo La felicidad como vida buena 1. La noción de felicidad que unifica la acción humana. Ya hemos visto que la acción humana es unitaria, porque está unificada por la noción del bien que proporciona la felicidad que tenga cada persona, lo que le llevará a buscar los medios para alcanzar dicho bien. A. Posturas que rechazan la noción de felicidad en moral. Existen dos posturas que no admiten la posibilidad de estructurar la moral en torno a la felicidad, cada una de ellas por motivos muy diferentes: el relativismo y Kant. a. El relativismo El relativismo rechaza la existencia de un bien y de un mal absolutos, pues todo -afirman- es relativo; algo puede ser bueno para uno y malo para otro, o ser bueno hoy y malo mañana y al revés. De esta forma no es posible construir una ética en torno a la noción de bien absoluto, que sea el que alcance la felicidad: cada uno tendrá su propio bien, y cada uno tendrá su propio esquema de felicidad. Es cierto que cada persona considerará de forma diferente el bien en el que estriba la propia felicidad, y por eso hay diversas formas de vivir. Pero lo que no podemos admitir es que sea igual una forma que otra, es decir que no se pueda racionalmente entrar en el estudio de lo que es bueno para el hombre en cuanto tal y lo que es malo, lo que es mejor y lo que es peor. El relativismo es falso porque: 1º. No es verdad la afirmación de que no existe lo bueno y lo malo en sentido absoluto. Si acudimos al lenguaje habitual comprobaremos que los términos bueno y malo los empleamos unas veces de manera relativa de dos maneras diferentes. Muchas veces lo empleamos de una manera relativ, pero también los utilizamos en un sentido absoluto, o sea, sin añadir un "para", o "en un determinado sentido“, si no fuese así no podríamos dialogar. No obstante los relativistas rebaten esta crítica afirmando que si hubiera un bien absoluto no se producirían las diferencias tan grandes que existen entre las diversas culturas (ha habido culturas que han considerado bueno el infanticidio o el matar a los ancianos, siendo así que estamos ante un tema que parece absolutamente malo como el matar). Pero esta afirmación requiere una respuesta adecuada: A) La cultura nace porque el hombre no tiene una naturaleza fija (como el animal) sino abierta: necesita comer, pero para comer el espíritu del hombre que es creativo inventa una riquísima gastronomía. Precisamente en esta diferencia de culturas con sus costumbres propias tiene nacimiento la ética, cuando en el siglo V a. de C. los griegos comienzan a viajar y se encuentran con costumbres fantástica, y comienzan a preguntarse por cuál es la mejor y si existe una regla que sirva para distinguir las costumbres buenas de las malas. Esta investigación la pudieron hacer porque todos poseemos una noción clara de lo que es bueno y malo de forma absoluta. B) Pero es que además las diferencias culturales nos llaman tanto la atención porque las coincidencias son evidentes. Es como si un blanco va a África, y lo que más le choca es que las personas, que son en todo iguales a él, tienen la piel negra. Así pasa en la ética: en todas las culturas la gratitud es buena y el egoísmo malo; todas piden imparcialidad al que debe juzgar; etc. Y no son cosas que se imponen por su utilidad sino porque son buenas en sí. 2º. Además el relativismo en el plano personal es irreal, pues supone afirmar que es lo mismo la fidelidad que la infidelidad, el enriquecimiento injusto que la generosidad, ser un especulador o un filántropo, etc. Lo que nadie está dispuesto a admitirlo, pues contradice la lógica más elemental. Con ello concluimos que sí es posible fundar la moral en el estudio del bien, en el que estriba la felicidad del hombre. b. Kant Kant -y también Max Scheler- no niegan la existencia del bien absoluto, sino que se oponen a estudiar la moralidad de la acción desde la felicidad, fundamentalmente porque consideran que la moralidad de la acción no se puede basar en la tendencia a la felicidad personal, que es una tendencia egoísta. Para ellos la moralidad de la acción hay que estudiarla desde la perspectiva del deber, de manera que la acción es buena cuando la persona hace lo que debe y es mala cuando hace lo que no debe. Este razonamiento de Kant se debe a que considera la felicidad como algo hedonista (aspiración al placer material o espiritual), y en ese sentido tiene razón, pues la felicidad así entendida no puede fundar la moralidad, ni siquiera explicar el propio actuar humano, ya que de la simple aspiración a la felicidad no se deduce ninguna cosa para hacer. Pues la aspiración a ser feliz no es una aspiración a la acción, sino a un estado. Así es posible aspirar a ser feliz, y no hacer absolutamente nada, simplemente porque no logra decidirse por algo que sea bueno y que pueda hacerse sensatamente. Esta condición se llama desesperación. Por eso la pregunta sobre en qué consiste la felicidad, se tiene que responder diciendo qué bien es aquel al que podemos aspirar, que tiene capacidad para hacernos felices. B. ¿Cuál es el bien en el que estriba la felicidad humana? Como ya hemos dicho sobre este punto existe una multitud de opiniones, a las que ya se refería San Agustín, cuando escribió que “Marco Varrone, en su libro sobre filosofía, después de un examen diligente y profundo, pone de relieve tal variedad de doctrinas que cuenta 280”. No obstante las podemos agrupar en dos grandes bloques, que son los que actualmente tienen más difusión: a. El hedonismo. Según el cual la felicidad consiste en la obtención del placer. Esto es algo muy difundido hoy día. Pero si lo analizamos intelectualmente veremos como la felicidad no puede consistir en esto. Efectivamente: El placer, cualquiera que sea el modo en que se experimente, está limitado a la conciencia, y no tiene en cuenta el vivir entero del ser humano (ej. es concebible que una persona experimente un gran placer comiendo un alimento envenenado y luego, como consecuencia de ello muera; por muy placentera que hay resultado la comida no podemos decir que esa experiencia fue buena y que la persona se realizó en ella). Es decir los estados de conciencia no tienen ningún significado ni valor en sí mismos al margen de la vida que reflejan. Como todo placer se limita a la conciencia del que lo experimenta, no puede ser compartido (incluso cuando se busca el placer con otra persona, la experiencia demuestra que lo que hay es una mutua autoabsorción atendiendo cada cual, principalmente, a su propia satisfacción). Esto pone de manifiesto que la obtención del placer no puede ser la realización verdadera, ya que esta no puede ser individualista, ya que nadie se realiza si no es con los demás. R. Nozcik ha propuesto, para demostrar la falsedad de este planteamiento, un experimento mental el de la maquina de las experiencias: se trata de "inventar" una máquina capaz de provocar, mediante la estimulación en el cerebro, todas las experiencias que el sujeto desee, y dejar a esa persona para el resto de su vida "dormida”, unida a esa maquina; de esta manera la persona tendrá el sentimiento de lograrlo todo, de plenitud de satisfacciones. Pero una existencia así ¿es digna de ser deseada por un hombre? Evidentemente no: lo que más importa no es tener experiencias gratificantes sino realizar una vida que sea verdaderamente buena, y dé cumplimiento a las propias potencialidades. El experimento demuestra que, para el hombre, tiene importancia la actividad misma y que la apariencia no es un buen sustituto de la realidad. b. La felicidad como “vida buena”. Esta postura es muy antigua, pues tiene su origen en Aristóteles, y luego fue perfeccionada por Santo Tomás, y es la postura que nos parece más adecuada para enfocar el estudio de la moralidad de la actuación humana. Aristóteles fue efectivamente el primero en desarrollar esta noción de felicidad como “vida buena”, o eudemonia. Y lo hace partiendo de que la actividad humana está unificada por un fin último, algo a lo que cada persona aspira, como aquello con lo que la persona alcanzará la felicidad. Por eso afirma que todos aspiramos a la felicidad como fin último. Pero la felicidad sólo puede ser encontrada en aquello a lo que podemos aspirar racionalmente como fin en sí mismo. Naturalmente podemos aspirar a muchas cosas, como fin en sí mismo, pero no todas según el criterio de la racionalidad; entonces en esas cosas no se podrá encontrar la felicidad. Aquí está la clave de la felicidad. Y para captarla con todo su riqueza conviene hacerlo siguiendo las pautas aristotélicas: - En primer lugar, en su Ética a Nicómaco, antes que el tratado de la felicidad, desarrolla Aristóteles el tratado sobre el placer. Pues piensa que la felicidad debe ser aquello que sea lo más placentero y gozoso. La perfección del placer es indicadora de la perfección de la felicidad: un placer sin tiempo, indivisible, sin cambio, un placer espiritual, que goza con la posesión del amado, es un placer más perfecto, aquel que señala que se ha alcanzado la felicidad. Pero la felicidad misma no consiste esencialmente en el placer, pues entonces aspirar a ser feliz sería igual que aspirar al placer. Pero las personas lo que queremos alcanzar es un bien práctico producido por una actividad, y no el gozo que produce dicha actividad. De ahí que nuestro deseo se apague, no porque gocemos, sino que gozamos porque nuestra aspiración se apaga. Lo que nos atrae la actividad y no el gozo, por eso nadie quiere ser tener toda la vida la inteligencia de un niño, aunque el gozo del niño sea el más grande. Pero el placer no es malo, sino que es algo divino. Aristóteles piensa que los dioses gozan mucho. Y en la perspectiva de la teología cristiana se puede decir que la alegría de una actividad espiritual significa la participación de la criatura en la perfección divina. Pero para saber si un determinado placer es bueno lo que debemos saber es si la actividad, que lo produce, es buena; y para saber cuáles son los placeres mejores deberemos saber cuáles son las actividades mejores. - A continuación desarrolla Aristóteles su tratado sobre la felicidad, la cual debe estar, afirma, en a) un bien que sea perfecto y autosuficiente; b) pero humano, es decir alcanzable por la propia actividad del hombre, pues sino estaría fuera de su alcance; c) y como la actividad propia y más grande del hombre es su razón (algo que nos hace estar por encima del tiempo y del espacio: algo que es divino), ese bien debe ser algo alcanzable por el nous; d) y, por último, esa actividad que alcance dicho bien debe ser una actividad que no requiera nada más que el propio ejercicio; libre de preocupaciones, de fatigas, y llena de libertad y de ocio; una actividad que llene y que no canse; una actividad que no produce nada y a la vez que lo da todo, porque ella sola puede ser llena por sí misma. De las anteriores premisas concluye Aristóteles que esa actividad sólo la contemplación de Dios. Es decir la vida buena es la “vida de teoría” la “contemplación de Dios”, que es el Puro Intelecto que se contempla a sí mismo. No obstante, Aristóteles afirma que como el hombre realiza su actividad en la polis, necesita una serie diversa de actividades, que deben ser guiadas también por la razón. Se trata de una felicidad de tipo humano. Esta es la teoría de la doble felicidad de Aristóteles, que tiene sus limitaciones grandes pues: la felicidad de primera categoría corresponde sólo a los filósofos, que siempre serán pocos, y que además deben ocuparse de otras cosas de la vida. Y también parece bastante imperfecta la felicidad de la segunda categoría. No obstante la verdadera afirmación sobre la felicidad que hace Aristóteles permanece intacta: “en cuanto sea posible, es necesario comportarse como inmortales y hacer todo para vivir según la parte más noble que hay en nosotros”. Santo Tomás, siguiendo a Aristóteles, realiza su estudio distinguiendo dos tipos de felicidades: 1. Se pregunta en primer lugar por “la felicidad perfecta”, el punto máximo hacia el cuál se orienta el “ser activo del hombre”, y dice: - No puede ser un bien exterior al hombre -como son el honor, la riqueza, la fama, o el poder-, pues el deseo de la felicidad nace del interior del hombre, y sólo puede ser satisfecho desde el interior; y además los bienes externos son compatibles con males como la falta de salud, o de sabiduría, o con el mismo ser una mala persona. - Ha de estar por tanto en bienes interiores, que pueden ser de dos tipos: a) Bienes del cuerpo: A) La salud: no puede ser la felicidad, como ningún capitán de una nave tiene como fin conservarla, sino llevarla a un determinado lugar. B) El placer (corporal o espiritual): tampoco puede ser la felicidad, pues el placer es sólo la consecuencia de la posesión del bien, y de esto se trata. Por eso la búsqueda del gozo provoca la frustración y a desear más gozo con el aumento de la insatisfacción. b) Bienes del alma. a) si nos referimos al saber esto o al amar aquello, no puede estar ahí la felicidad, pues el intelecto y la voluntad están abierto al ser y al bien universales, y no les puede “llenar” el saber o el amar algo particular; b) pero si nos referimos a un bien que está fuera del alma, pero que el hombre puede alcanzar con su actividad espiritual, y que es el “bien pleno del hombre”, entonces sí que podemos decir que en ese bien puede estar la felicidad humana. Y, añade Santo Tomás con un razonamiento metafísico, como el intelecto es potencia para conocer toda la verdad, y la voluntad es potencia para amar el Bien Infinito, su objeto propio es Dios, pero no en cuanto Creador o “ser supremo” sino en cuanto Verdad y Bien Infinitos. Pero como en la situación actual Dios no es alcanzable directamente por el entendimiento ni por la voluntad humana, se puede decir que la felicidad perfecta sólo se puede alcanzar después de la muerte. Este es el significado de la frase de San Agustín: “nos hiciste para Ti y está inquieto nuestro corazón hasta que descanse en Ti”. Pero, aunque la felicidad consista en un Bien externo al hombre, como el deseo de felicidad es interior al mismo hombre, y este deseo impulsa al hombre a actuar, hay que afirmar que la felicidad se alcanza mediante una actuación humana. Esta actuación no puede consistir en un acto de la voluntad, pues ni el “querer” o inclinarse hacia el bien, puede ser la misma felicidad; ni el “gozar”, que es una consecuencia de la posesión del Bien. Por tanto la felicidad sólo puede estar en una actividad del intelecto: el conocimiento de la verdad (San Agustín definía la felicidad como “la alegría de la verdad”). Pero como lo propio del intelecto es ir conociendo cada vez mejor lo que son las cosas, él sólo puede conocer que Dios existe, pero no puede captar su esencia, que es lo que le haría ser feliz. Por eso se puede decir que el hombre no puede llegar a ser completamente feliz mientras que no “se una” a Dios, lo que sólo se logra mediante la visión beatífica, la visión de Dios, a la cual podemos saber que aspiramos, aunque no podemos saber en qué consiste (San Pablo lo anuncia como “ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó a nadie por su cabeza, lo que Dios tiene preparado para aquellos que le aman”, en 1Cor 2,9). Con todo esto lo que hemos dicho es que el hombre es naturalmente “capaz” de contemplar a Dios con su intelecto, sin dejar de ser hombre. Pero como el hombre el limitado, y por tanto su capacidad es limitada, y Dios es Infinito; y además el hombre conoce a través de los sentidos y Dios escapa a los sentidos, es necesario que el hombre sea ayudado por Dios, mediante la gracia, para alcanzarle. Aquí debe callar el filósofo y dar paso al teólogo, que habla de la promesa de Dios de ayudar al hombre. Con este razonamiento Santo Tomás llega a la conclusión de que la “felicidad perfecta“ debe ser estudiada por el teólogo. Y la “la felicidad imperfecta”, que “es posible alcanzarla ahora, y consiste ante todo en la contemplación; y secundariamente en las operaciones del intelecto práctico que regula las acciones y las pasiones humanas, como dice Aristóteles en el libro 10 de la Ética a Nicómaco”. Esta es la felicidad que corresponde estudiar al filósofo de la ética. Pero parece un contrasentido llamar a la felicidad “felicidad imperfecta”. No obstante esto no es problema para Santo Tomás, pues lo que denominamos felicidad imperfecta no es más que un estadio que mira a la felicidad perfecta, y en sí misma consiste en “vivir según la razón, que es lo mejor que hay en nosotros”, y es como una preparación y una condición para la felicidad plena, que llegará un día. Por tanto a la ética le corresponde estudiar un fragmento de la vida del hombre, aunque, como ha demostrado la metafísica de la acción, sabe que el hombre tiene un sólo fin, que es capaz de alcanzar con la ayuda de Dios. Y, en cuanto filósofo, le corresponde estudiar la felicidad imperfecta, el estudio del hombre como si no hubiese sido elevado al orden sobrenatural, como si sólo tuviese un fin natural, el que puede alcanzar con las fuerzas humanas. Pero al estudiar al hombre como si no hubiera sido llamado al ordena sobrenatural ¿no estamos estudiando algo irreal? Aristóteles, en cierto sentido, dio la respuesta afirmando que no podemos aspirar a vivir como los dioses, pero que sí que poseemos algo divino en nosotros que es el intelecto -la mejor parte de nosotros-, y debemos esforzarnos en vivir según él, logrando alcanzar una cierta semejanza con la plenamente feliz de los dioses. Santo Tomás responde diciendo que la existencia del deseo de ser feliz no puede ser “vano e inútil”, sino que funda dos maneras diferentes de relacionarse el hombre con la divinidad 1) en el creyente orienta su querer libre con el fin de recibir la ayuda de Dios, sin ningún mérito propio; y 2) en el no creyente hace que se oriente su querer libre a buscar sólo aquella felicidad que puede esperar como hombre, en cuanto finito (es la humildad aristotélica). Esta última verdad es el objeto de la ética filosófica. Con todo ello concluimos, con Santo Tomás, que lo propio de la filosofía ética es centrarse en el estudio de la felicidad imperfecta. Y esto, a simple vista, puede parece algo fragmentario, no interesante. Es cierto que la ética tiene por objeto sólo un fragmento de la vida del hombre, mientras que la teología, que se basa en la revelación, estudia toda la vida del hombre. Sin embargo el estudio de ese fragmento es necesario, pues nos dice como es el hombre verdaderamente existente, y eso sólo se puede alcanzar de una manera genuinamente filosófica. Además la ética pone de manifiesto que la actuación genuinamente humana es una actuación conforme a la razón, que tiene su más alto grado en la contemplación de la verdad (con la que se alcanza “la realización integral del hombre”), y en un grado inferior consiste en enfrentarse con una multiplicidad de bienes humanos, y elegirlos según la razón. También clarifica la unidad que hay en toda la actuación del hombre, pues la felicidad perfecta actúa como fin que unifica todo, y lleva a elegir los bienes conforme a la razón. Pero en esta vida, en el que no se llega a alcanzar esa felicidad perfecta, la actuación humana no tiene como objetivo a Dios (sólo puede tenerlo como el Creador al que hay que reconocer mediante la religión), sino que su objeto es desarrollar una vida conforme a la razón, lo que supone decir que actuar bien (lo que no es otra cosa que alcanzar la multiplicidad de las virtudes) coincide con la felicidad

14 La razón práctica La moralidad surge en la perspectiva de la razón práctica, pues es la que capta lo que es bueno para mi Además la razón práctica es la que única que es capaz de combinar los múltiples elementos de la acción (el objeto y la intención de la propia acción, además de otros elementos) No comparte esta postura el consecuencialismo 2. La razón práctica es la que establece la moralidad. El intelecto funciona siempre partiendo de unos principios inmediatos evidentes, desde los cuales elabora los razonamientos, que le lleva a reconducir a esos primeros principios todo lo que conoce, a través de la percepción sensible. Propiamente el intelecto es una facultad especulativa, pues se aferra al ser, pero se convierte en intelecto práctico cuando dicho conocimiento se extiende al hacer. De ese modo se distingue entre a) el intelecto teórico, que es cuando, partiendo de premisas teóricas llegan siempre a conclusiones también teóricas; y b) el intelecto práctico, que es cuando partiendo de una premisa práctica (yo quiero alimentarme), se apoya en un dato de la experiencia (para alimentarme tengo que comer), y llega a conclusiones siempre prácticas: una acción (tomo alimento). Todo el proceso de los juicios prácticos, aunque hemos señalado los elementos esenciales, es en sí muy complejo. No obstante lo que importa captar es que en él la aspiración a algo (“yo quiero esto”; “esto es bueno para mí”), es conducida al plano cognoscitivo (que es el que me dice “debo hacer esto”), y desemboca en la realización de la acción (“hago esto”). Se trata de un aspirar (algo que se quiere) guiado por la razón práctica, que es como el “ojo intelectivo” del aspirar. Este proceso de la razón práctica se produce también, de un modo parecido (análogo), en el animal, que en base a la percepción sensible, realiza un juicio sensible (“esto es bueno para mí”) que le lleva de forma automática a la acción. Por eso no se puede decir que estemos todavía ante un proceso moral, pues en él la expresión “debo hacer esto” lo que designa principalmente es “esto es bueno para mí”. ¿Cuándo surge entonces la moral? Cuando lo que se capta como “bueno para mí” y por lo tanto “debo hacerlo” es un bien del hombre en cuanto hombre, y la voluntad guiada por la razón lo quiere o lo rechaza (esto no lo puede hacer el animal). Efectivamente, en el proceso de la razón práctica el hombre alcanza dos tipos de bienes: - los bienes prácticos parciales (que los capta en cuanto técnico, como sucede cuando la razón práctica del zapatero capta el bien práctico de los zapatos), - y los bienes prácticos del hombre en cuanto hombre. Por ejemplo: es propio del hombre en cuanto hombre la autoconservación, y para vivir es necesario alimentarse; en este sentido es humano tomar un trozo de pan para vivir; aquí la “autoconservación” es reconocida como un bien humano, como un bien moral. La moral surge, por tanto, en la perspectiva de la razón práctica y no en la perspectiva de las cosas, pues es en el proceso de la acción intencional en el cual la razón capta el bien o el mal de la persona, y lo quiere o lo rechaza. Estamos ante una acción humana y no ante un suceso físico. Por eso se puede decir “matar es moralmente malo”, porque la acción de matar es captada por la razón como contraria a lo propio del hombre que es vivir, y por tanto unida a “es malo para mí, en cuanto persona, matar a otra persona” (sin embargo no decimos que un terremoto que ha ocasionado muertos es un suceso moralmente malo, pues en él no hay intencionalidad). Además como la estructura de la acción es compleja, pues está compuesta por la base intencional de la misma acción (objeto) y la intención del agente, tiene que ser la razón humana la que capte la intencionalidad de la acción concreta que se trate, pues un mismo acto físico puede tener una intencionalidad muy distinta. Mantener relaciones sexuales, coger una cosa, decir unas palabras, son acciones que pueden tener la misma estructura física (coito, coger una cosa, decir unas palabras), pero la estructura intencional de cada acción será distinta, y es ésta la que nos dirá si estamos ante un adulterio o un acto de fidelidad conyugal; si se trata de un robo o pagar lo debido; si estamos ante un acto de veracidad o de mentira, etc. Un ejemplo claro es tomarse una pastilla anticonceptiva (descripción física) puede ser hecho con una finalidad contraceptiva o para regular el ciclo femenino. Es por tanto la razón humana la única que es capaz de combinar y diferenciar la multitud de elementos que se dan (cosas, actos, relación entre ellas, circunstancias, etc.), y establecer la diferencia que hay entre robar un coche, trasladarlo de un sitio a otro, gastar una broma a un amigo, etc. Es decir el contenido de la acción intencional “quitar a alguno el coche”, sólo puede ser formado por la razón. Y al actuar el hombre en base a los juicios de la razón, que son los que formulan lo que denominamos el bien y el mal que el hombre persigue en cuanto hombre, se dice que la razón es la medida de la cualificación moral de los objetos de la acción. No quiere decir esto que la razón sea la medida de lo que verdaderamente es el bien del hombre, pues la misma razón lo que tiene es una luz con la que ilumina la realidad, y esa luz le ha sido dada por el Creador de la misma. Eso es lo que quiere decir que la razón es la medida del bien y del mal humanos. Conocida la base intencional la voluntad será la que lleve al hombre a actuar, a realizar la única acción en la que quedan perfectamente entrelazados el objeto y la intención. Y será la voluntad buena la que se abra al bien y la voluntad mala la que se abra al mal. Lo que sí que debe quedar completamente claro es que la voluntad no puede querer algo bueno y algo malo a la vez, sin convertirse ella misma en mala. Pues la voluntad puede ser más o menos buena, o más o menos mala, pero no puede ser parcialmente buena y parcialmente mala. Por eso se puede afirmar que tanto el objeto como la intención del acto deben ser buenos. Un ejemplo aclarará lo que hemos: el que roba un banco para dar el dinero a los necesitados ¿es un benefactor? No, pues aunque tiene una intención buena, quiere algo que es injusto (robar), y como estamos ante un único acto de voluntad, que, entre lo que quiere, quiere algo malo, la voluntad es mala. Esto resulta todavía más claro si recordamos que la acción humana es inmanente, y que por tanto nos hacemos buenos o malos a través de la actuación. Por eso el que quiere conseguir algo bueno, y lo hace a través de algo bueno, se convierte en una persona buena; pero el que quiere algo bueno (ayudar a los necesitados), y para ello quiere algo malo (robar un banco), se hace a sí mismo malo, pues su voluntad quiere algo malo. Se podría decir que no tan malo como el que roba para darle armas a los asesinos, y sería verdad, su acción es menos mala, pero no deja de ser mala. No obstante una persona así se hace injusto o malo, y por tanto será capaz mañana de robar a aquellos a los que hoy quiere ayudar. El desarrollo de la estructura de la racionalidad será la que nos haga surgir en la moral todo lo relativo al deber, que veremos en el último capítulo. Esta postura no es compartida por una corriente actual que se denomina ética teleológica o consecuencialismo, que distingue entre: . Bienes y males “morales” y bienes y males “no morales”, los primeros son “el hombre en cuanto sujeto libre”, y sus cualidades personales como justicia, responsabilidad, buena fe, etc.; y los males morales son los respectivos no valores de la persona como sujeto libre o las acciones que violan la persona en su calidad de sujeto libre. Esta diferencia es sensata, pues con ella se establece la diferencia entre la esfera del ser y la esfera de actuar: la esfera de lo que sucede y la del actuar libre. - Pero consideran que la acción humana en sí misma, es algo premoral. Así McCormick afirma que decir algo falso será una mentira sólo cuando se diga ante alguien que tiene derecho a conocer la verdad; y Fuchs dice que matar, en sí, no expresa todavía la intención del sujeto moral y, por tanto, en sí no se puede decir que sea bueno o malo moralmente. Es decir para ellos la acción humana es como un suceso natural no voluntario. - Pero como es una teoría moral tienen que dar una regla para saber cuando una acción puede calificarse de buena o de mala. Y para ello acuden a que será “buena” cuando dicha acción procure obtener un máximo de bienes no morales y un mínimo de males no morales (así por ejemplo será lógico matar a X si con ello se puede salvar la vida de 10). En el caso de que no se consiga ese efecto la acción sería “equivocada”. - Esta teoría es inadmisible, pues toda acción es precedida por un querer algo, que se basa en un juicio práctico que reconoce la bondad o la maldad de la misma; y no una bondad o maldad técnica (con esta acción consigo más bienes premorales), sino en un sentido absoluto e incondicionado. Esta es la moralidad que aparece en la praxis humana.

15 Capítulo IV La virtud moral
Al estudiar la ética desde la primera persona se desemboca naturalmente en las virtudes Concepto de virtud moral: El cine y literatura Hábito operativo bueno que capacita a actuar fácilmente de acuerdo con la razón Perfecciona a la sentidos A la voluntad Al intelecto práctico por la prudencia Al estudiar la ética desde la perspectiva de la primera persona -del sujeto agente que actúa- se desemboca naturalmente en el estudio de las virtudes, pues la persona que se ha propuesto como objetivo de su vida alcanzar un bien, en el que sitúa su propia felicidad, va eligiendo en las diversas situaciones, aquellos actos libres que le acerquen a dicho bien, y estas elecciones originan en el sujeto agente unos hábitos electivos determinados. No ocurre lo mismo cuando la ética se aborda desde la perspectiva de un espectador que juzga el comportamiento de los demás. Desde esa perspectiva lo que surgen son las normas morales, las reglas éticas que hacen posible la convivencia humana, y la virtud es algo que queda fuera del estudio ético, y que en todo caso pertenece a las personas individuales. Como la ética moderna se suele enfocar desde la perspectiva de la tercera persona, las virtudes han sido abandonadas, y no son recogidas por los manuales de ética. A ello se ha unido una concepción vulgar que considera a la virtud, y al hombre virtuoso como algo rancio, propio de las novelas del siglo XVIII. Aún así, desde hace unos 30 años, se ha originado en el ámbito anglosajón y alemán un debate sobre la virtud, en el que han intervenido autores de muy diferentes procedencias (literatos, éticos, teólogos, ensayistas, etc.), que, inspirándose en Aristóteles, destacan la importancia y la coherencia de la actuación de la virtud. Así por ejemplo, se ha dicho, si mi amigo se pone enfermo, y voy al hospital superando especiales dificultades para verlo, voy movido por mi cariño a mi amigo, y no por interés o por deber; y cuando mi amigo me dé las gracias yo no diré: "de nada, lo he hecho simplemente por deber”. Esto sería una esquizofrenia. que han reaccionado ante las éticas modernas basadas en el deber, y han descubierto la importancia de la virtud. 1. El concepto de virtud moral. Para acercarnos al estudio de la virtud lo más útil es acudir a la literatura y al cine, que al describir los personajes, nos refieren sus cualidades que les lleva a actuar de un determinado modo. Esas cualidades, que unas veces son aptitudes y otras ineptitudes, son descritas por el novelista como en dos bloques: aquellas que hacen que el personaje realice acciones que no consisten en elecciones libres (es tímido, fuma mucho, sabe cantar bien), y aquellas otras que le hacen capaz de elegir de un determinado modo en las acciones libres (decir siempre la verdad, actuar con falsedad, etc.), y que van unidas con el objetivo que el personaje en cuestión se ha trazado en su propia vida. Y si la novela es buena, pone de manifiesto como el personaje se esfuerza en adquirir, y va desarrollando esas capacidades que le acercan a su propio objetivo de vida (ser una persona que quiere alcanzar la fama, o ganar dinero, o ser fiel a un gran amor); y también describirá cómo los fallos o las faltas de esas capacidades le llevan a veces a no alcanzar el objetivo trazado. O como ese objetivo era equivocado o falso para un hombre. Toda esta descripción dependerá de que el novelista sea bueno, y también de sus propias concepciones de la vida, pero nos pone de manifiesto lo que aquí importa: que el hombre necesita adquirir una perfección en su actuar para alcanzar libremente el objetivo en el que ha puesto su propia felicidad. En las novelas, y también en las biografías, aparece mejor o peor desarrollado el objetivo de “vida buena” que se ha trazado el personaje. Y a veces se describe cómo ese objetivo es inhumano (el ideal de un asesino sádico) o es de una dimensión humana grandiosa (un gran amor, una amistad llevada hasta el heroísmo) o es anodino (una vida gris, en la que la única aspiración es a ir tirando). Nosotros ya hemos abordado en los capítulos anteriores la tendencia a la felicidad, y cuál es el verdadero bien en el que estriba la verdadera felicidad, y en el que consiste por tanto la “vida buena”. Y concluíamos que la felicidad perfecta sólo se puede alcanzar en la vida futura con la contemplación de Dios como Bien, y que en ésta vida sólo cabe una felicidad imperfecta que es actuar de acuerdo con la razón. Pues bien, la virtud es hábito operativo bueno, que lleva al sujeto a elegir y a actuar siempre o casi siempre bien, de acuerdo con la razón, y actuar con perfección, facilidad, espontaneidad y seguridad. Es como una segunda naturaleza. Y, al contrario, el vicio es el hábito operativo malo, que lleva a elegir y a actuar siempre o casi siempre en desacuerdo con la razón. De esta manera el hombre virtuoso es el que va alcanzando con su actuar la plenitud humana, y el vicioso, que posee una voluntad mala o injusta, lo que hace es alejarse de la razón, por eso cada vez va viendo menos. La virtud por tanto perfecciona las potencias operativas humanas con las que el hombre aspira y actúa, y estas potencias son tres: - Los sentidos, que en sí mismos obran espontáneamente, y su “mejor” o “peor” depende de las disposiciones fisiológicas; pero necesitan de la virtud en cuanto que su aspiración debe integrarse en el orden de la razón. - La voluntad también aspira espontáneamente y con constancia al bien del propio individuo (su autoconservación, el reconocimiento de los demás, etc.), pero para aspirar con la misma constancia al bien de los demás necesita de la virtud de la justicia. - El intelecto está naturalmente orientado hacia el conocimiento de los primeros principios, en este sentido no tiene necesidad de ninguna otra perfección. Pero sí que es perfectible en su tendencia a conocer las cosas a través de los sentidos. A) El intelecto teórico es perfectible por: a) la virtud de la sabiduría, que le lleva a comprender la verdad desde las últimas causas, y b) la ciencia, que le perfecciona hacia “abajo”, con las diversas ciencias. B) El intelecto práctico se perfecciona por: a) el arte o la técnica, que es la excelencia de la razón en el hacer artificial, y b) la prudencia, que es excelencia de la razón para elegir la acción buena, “la recta razón de todo lo que ha de hacerse”. Por eso podemos definir la virtud moral como la aspiración del aspirar humano según el orden de la razón, es decir la integración de lo “corpóreo sensible” en la lógica del espíritu. O lo que es igual la armonía interior del hombre y de todas sus aspiraciones conforme a la razón. Por eso la virtud no es un simple saber, ni un “mero deber”, sino una connaturalidad afectiva, un actuar en el que está implicada la afectividad, que está orientada según la verdad. Por eso el virtuoso actúa con gusto, pues su afectividad está orientada según la verdad, y eso es lo que hace que en cualquier situación los afectos -integrados en el orden de la razón- capten lo que debe hacerse en las situaciones particulares. Esto no lo puede hacer sólo el conocimiento racional que es siempre universal. Con esto no queremos afirmar que el saber no forme parte de la virtud, pues no es así, ya que la virtud se puede aprender, pero llega a ser virtud sólo cuando toda la persona (la voluntad y los afectos) queda integrada connaturalmente con el orden de la razón, que se conoce. Por eso el no virtuoso puede también elegir y hacer el bien, pero no lo hará con connaturalidad afectiva, sino por “conciencia del deber”, y sin meter en su actuar los afectos.

16 La virtud hábito de la buena elección del actuar
El núcleo esencial de la virtud está en elegir siempre conforme a la razón Por eso todas las virtudes están conectadas entre sí y la prudencia es el centro de todas ellas La clasificación clásica de las virtudes La formación de la virtud 2. La virtud moral como “hábito” de la buena elección de la acción. En núcleo de la virtud está en que es un hábito electivo, en que sabe elegir siempre conforme a al razón. Por eso la definición que da Aristóteles, y que es tomada por Santo Tomás, es la de “un hábito electivo, que consiste elegir el justo medio con relación a nosotros, determinado por un juicio de la razón, y precisamente como lo determinaría un hombre prudente”. La expresión justo medio ha sido lo que peor se ha entendido siempre, pues ha captado como “mediocridad”, como “no exagerar”, pero lo que Aristóteles califica de justo medio es que los afectos sensibles se conformen a la razón “con relación a nosotros” (la ira puede ser necesaria pero su intensidad sólo puede determinarlo la razón según múltiples circunstancias en las que concurre la acción). Pero el núcleo es de la virtud es ser un “hábito electivo”, tener el hábito o la disposición de elegir bien la acción, que no es hacer siempre lo mismo, sino elegir lo que es bueno en cada caso, por ejemplo elegir callarse puede ser bueno o malo (pues puede ser un acto de sinceridad o de insinceridad, de vileza o de prudencia, etc.) tener el hábito de elegir lo bueno en cada caso es lo propio de la virtud. En este sentido la virtud afecta: 1º) A la voluntad, que es la que elige, la cual debe estar orientada a realizar el fin bueno o racional. Esto supone que es el sujeto el que quiere el bien, y por eso la virtud en primer lugar lo que hace es bueno al que actúa, y en esto consiste la enorme diferencia que hay entre la virtud y la técnica. 2º) A los afectos que también deben estar orientados al fin racional o bueno. Eso supone que una persona virtuosa actúe con espontaneidad, placer y alegría en la realización del bien. Y a la vez pone de manifiesto que la virtud no es una lucha contra la afectividad. 3º) A la razón que ha de estar orientada a elegir bien el fin (que es el núcleo de la acción) y los medios adecuados en cada caso a dicho fin - prudencia -. Por eso la virtud no lleva a hacer siempre las mismas cosas, sino las cosas buenas en cada caso: en un caso callar, en otro hablar, según nos indique la razón. No obstante no se podrá inclinar nunca por elegir “decir algo falso”. 4º) A la misma acción, pues la virtud nos lleva no sólo a hacer una acción buena sino que también determina cómo la hacemos. 3. La conexión entre las virtudes Las virtudes no son perfecciones aisladas sino que forman entre todas un organismo vivo, pues cada una es sólo un aspecto diferente de una unidad compleja, que es la persona, que es la que conduce su vida, en su dimensión histórica. Por eso la prudencia requiere poseer las otras virtudes, y éstas a su vez necesitan de la prudencia para desarrollarse. Cualquier acción virtuosa requiere que se ponga en práctica, junto con la prudencia la templanza, la fortaleza y la justicia. Para explicar la actuación orgánica de las virtudes se ha acudido a diversos esquemas de los cuales el que más se ha difundido es el de las virtudes cardinales (término que proviene del latino cardo: gozne de puerta, y sirve para designar a aquellas virtudes en las cuales se enganchan las demás), según el cual estas virtudes son la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza. Cada una de ellas es un concepto genérico que se refiere a la perfección de una facultad: la prudencia a la razón, la justicia a la voluntad, la fortaleza a la afectividad frente a las dificultades; y la templanza a la afectividad en su tendencia al deseo de los sentidos. A la vez, de cada una de ellas penden otras muchas virtudes, que clásicamente se ha dividido del siguiente modo: - Partes subjetivas, aquellas virtudes que vienen a ser como diversas especies de la correspondiente virtud cardinal. Así se habla de la prudencia familiar, la prudencia social; la justicia conmutativa, la distributiva, la legal; la templanza en el comer, en el beber, en la sexualidad. - Partes integrantes, aquellas virtudes que componen o integran la respectiva virtud cardinal). Así la experiencia es una parte de la prudencia; la generosidad, la paciencia y la perseverancia, son una parte de la fortaleza; la modestia, el pudor, partes de la templanza. - Partes potenciales, aquellas virtudes que hacen posible la respectiva virtud cardinal. Así asociada a la prudencia aparece el saber ponderar, y el buen juzgar; a la justicia: la gratitud, la veracidad, la afabilidad, la magnanimidad; a la templanza, la continencia. Y de una forma paralela se ha desarrollado también un esquema de los vicios capitales, (de la palabra latina caput), que se agrupan en torno a dos fundamentales: - La soberbia, que aspiran de forma desordenada a aspectos de la felicidad. Y recoge a 4 vicios: a) La vanidad que pone la felicidad en la propia excelencia personal. b) La gula la pone en el placer de comer y beber. c) La lujuria en el placer sexual. Y d) La avaricia en el deseo de poseer bienes materiales. - A su vez la avaricia, como deseo desordenado de bienes finitos, agrupa los vicios de: a) La pereza espiritual o acidia, que es la tristeza por el esfuerzo necesario para alcanzar los bienes espirituales a causa de lo que cuestan. b) La envidia que es la tristeza ante los bienes de los demás, pues se aspira a la propia excelencia de modo excluyente. Y c) La ira que es una combinación de la envidia con el afecto de venganza. - Estas clasificaciones clásicas tienen en común la base antropológica realista de cómo es el hombre, y manifiesta que el remedio para todas sus depravaciones está en las virtudes morales. Vamos a detenernos en explicar las virtudes cardinales en sus rasgos fundamentales, pero teniendo en cuenta que como consisten en la disposición a la realización perfecta de los acciones, sólo las podemos describir intencionalmente, y nunca físicamente, lo mismo que ocurre con las acciones humanas. Así la justicia es la virtud que regula las intenciones referidas a una relación “a otro” (hombre o Dios), determinando lo que es “debido” a ese otro, lo cual será distinto si el otro es inferior o superior, si es Dios o mi padre, etc. y también será distinto si lo debido es en base a promesas o regalos, etc. Las virtudes que tienen que ver con la afectividad, con las pasiones no se distinguen por las propias pasiones, sino en cuanto a la relación de dicha pasión con la razón, que será la “medida” de esos afectos. Por eso puede ocurrir que con relación a varias pasiones exista una misma virtud, en base al orden que entre ellas pone la razón. Así el amor como pasión, el deseo del placer sexual, y la tristeza de no hacer un acto sexual por ser fiel a un amor, son diversas pasiones ordenadas por la razón. Con ello lo que queremos resaltar es que toda virtud viene constituida en función de la ordenación de la razón, y la inmoralidad consiste siempre en la ausencia intencional del bien, la falta de la debida orientación de la voluntad hacia el bien conforme a la razón. A. La prudencia. Es el hábito del juicio recto de la acción, la “destreza” de la razón para el bien. Pero no para cualquier bien (el profesional, o el técnico) sino para el bien del hombre en cuando hombre. Diríamos por eso que es una sabiduría de las cosas humanas. Como virtud se forma dirigiendo la destreza natural que los hombres poseemos hacia el bien. Y esto hay tres fases: a) la reflexión, que prepara el acto de juzgar. b) El juicio, que todavía no implica el actuar (así puede juzgar bien y luego no actuar por miedo). Y c) la decisión de actuar, que es lo propio de la virtud. La prudencia perfecta elimina la posibilidad de error en la elección, lo que no quiere decir que exista sólo una forma de actuar en cada caso, sino que lo elegido será siempre bueno, aunque cabe que sea una elección equivocada por ignorancia inculpable, nunca por falta de rectitud de intención. Pero la prudencia es sobre todo la función imperativa de la razón práctica que determina inmediatamente la acción. ¿Pero cómo puede adquirirse la prudencia cuando el hombre es tan débil? Aristóteles se refiere a la buena reflexión, pero no dice mucho más. Santo Tomás acude, como teólogo, a la ley divina, que con la ayuda de la gracia, es la que guía la conducta humana, pero su postura tiene el peligro de que se puede caer en el legalismo. Kant ofrece como solución de “deontología”, que también insatisface. Y los utilitaristas la solución de la “ética teleológica”. Los manuales clásicos desarrollan el juicio de la conciencia moral, la teoría de las fuentes de la moralidad, y las acciones de doble efecto como guías para juzgar las acciones de los demás, pues eran concebidos como manuales para la formación de los confesores. Abordaremos la solución a esto en el último capítulo. D. La Justicia Es la virtud de la firme y constante voluntad de dar a cada uno lo suyo. Lo que es necesario al aspirar la voluntad con espontaneidad natural al propio bien, pero no aspirar del mismo modo al bien de los demás. Esto no quiere decir que el hombre sea por naturaleza egoísta, pues hay principios de justicia que los capta perfectamente la misma naturaleza humana (como: “no hagas con los demás lo que no quieres que los demás hagan contigo”), es decir el hombre se siente por naturaleza amigo de los demás hombres. Lo que ocurre es que la orientación de la voluntad hacia el propio bien es más fuerte, por naturaleza, que la orientación hacia el bien de los demás, y por eso necesita la virtud de la justicia, que puede lograr que tienda al bien de los demás como tiende a su propio bien. Pero la virtud de la justicia está referida a algo previo: al “derecho” del otro. Y ese “derecho” puede ser un derecho por naturaleza (un regalo pide por naturaleza las gracias, una mercancía vendida requiere por naturaleza que se pague el precio fijado, etc.) y derecho por voluntad humana (cuando viene estipulado por un tratado o en base a una ley, etc.). En el apartado de los derechos por naturaleza se encuentran los derechos del hombre, los que no dependen de que el Estado los reconozca sino que se imponen desde “la base” frente a cualquier poder absoluto (tanto sea el poder de un dictador como el poder de un “pueblo soberano”). No obstante estos derechos los tienen el hombre en cuanto es social y vive en la sociedad, no son “anteriores al estado”, por eso tienen que estar concretados en la sociedad política en la que el hombre vive. El tema de los derechos humanos es el tema de la libertad del individuos y el tema del pluralismo. Y deben ser abordados por la filosofía política que es la coronación de la ética, la que no se puede quedar sólo en la virtud, sino que tiene que debe ocuparse también del hombre en sociedad y por tanto de temas como: las instituciones sociales, la paz, la libertad, los derechos humanos y la justicia. De esta manera surgirán disciplinas éticas como son la filosofía del derecho, la ética social, la ética económica, e incluso la ética ambiental, pues el ambiente forma parte de la vida bueno de cada uno. Para terminar esta breve exposición de la justicia conviene referirse a la virtud de la religión, que no es sólo un hecho, sino una auténtica virtud humana, pues la religión con su universalidad lo que pone de manifiesto que es profundamente humano que el hombre reconozca a Dios como el Creador y se abra a Él. No obstante la virtud de la religión no tiene como objeto al mismo Dios sino los actos de culto con los que el hombre reconoce a Dios su dignidad y la reverencia debida. Además la virtud de la religión abre el hombre a la humildad, le libera a aspirar de modo desordenado a su propia excelencia, y de esa manera le ayuda a ser justo. El vicio peor es la injusticia, que es la perversión de la misma voluntad, y que lleva al hombre a considerar bueno aquello que es injusto. La injusticia sólo puede vencerse con humildad y buena voluntad. E. La fortaleza Es la virtud que pone en conformidad con la razón las aspiraciones apetito irascible, o también llamado coraje. La pasión del coraje surge ante la dificultad y el peligro, y se manifiesta en el miedo (que impide actuar; sobre todo el miedo a la propia muerte) y la temeridad (que lleva a actuar con peligrosidad innecesaria). La fortaleza es la que afronta esa pasión, y hace que en unas ocasiones se ataque y en otras se resista, según el criterio de la razón. Por eso para ser fuerte es necesario ser prudente, y al revés para ser prudente es necesario ser fuerte, pues sin la fortaleza faltará el hábito de la prudencia que será muchas veces vencida por el miedo. Pero también hace falta ser justo, pues hay hombres que no temen la muerte, pero no por amor al bien, sino por amor al mal. Y ser templado si las dificultades son internas. El hombre fuerte se caracteriza por ser sereno; capaz de dar a los demás seguridad y sosiego; y controlar su imaginación, con el mantenimiento de la calma. F. La templanza. Es la virtud que perfecciona el deseo de los sentidos (las aspiraciones concupiscibles) que se dirigen a valorar lo que es captado por cada uno de ellos como placentero. Está el placer de la vista, del oído, del olfato y del gusto; y en la base de todos ellos el placer del tacto, que determina el placer a comer, a beber y el instinto sexual. La templanza mantiene el orden del aspirar de esos sentidos en el conjunto de la unidad personal que “corpóreo espiritual”. Para ello no elimina las pasiones sino que las encuadra en el orden de la razón, con la ayuda de la prudencia, sin la que no se puede tener la templanza. La falta de la virtud de la templanza adopta principalmente la forma de lujuria, que por su irracionalidad va unida a la doblez de carácter, la poltronería, el egocentrismo, el sentimentalismo, la agresividad y la brutalidad. Además la lujuria destruye el placer, y lleva a la frustración, pues el proceso se caracteriza por un deseo continuamente en crecimiento con una satisfacción siempre decreciente. En ella la razón se pone al servicio de la sensualidad, que no puede ser apagada porque la razón es capaz de pedir siempre otro deseo. Por eso el lujurioso vive siempre en un “auto engaño”, y no es capaz de un amor verdadero. Los animales no pueden ser intemperantes porque no tienen razón. 4. La amistad. Después de habernos referido a las virtudes cardinales vamos a abordar la amistad, que no se puede decir que sea una virtud, sino una consecuencia de la virtud, pues del hecho de ser virtuoso surge el que la persona quiera a los demás como a sí mismo. Aristóteles le dedica especial atención, pues considera que el hombre por naturaleza tiende a la amistad, a la solidaridad con los demás hombres, a querer el bien del otro. Y coloca a la amistad como núcleo principal de su ética, pues es algo fundamental para la felicidad humana. En su planteamiento no están contrapuestas la ética individual y la social, pues son dos aspectos de la persona, y la ética a lo que se dedica es a reflexionar filosóficamente sobre la persona y de su aspiración a la felicidad, en todas sus dimensiones. Esto no supone que Aristóteles base la sociedad en la amistad, sino en la justicia, sin la cual no puede existir la amistad. Por eso Aristóteles es partidario de un Estado de Derecho en el que los gobernantes sean justos, y tomen decisiones que ayuden a cada ciudadano a vivir en paz y a crear un clima en el que sea posible desarrollar las virtudes y crecer en la amistad. Hobbes parte de que el hombre, por naturaleza es enemigo del hombre, y por eso las relaciones entre los individuos deben basarse en la racionalidad del Estado, que con sus leyes coercitivas neutraliza los sentimientos antagonistas entre los hombres. Lo importante en su planteamiento es que los gobernantes tomen decisiones, sin que importe que ellos sean mejores o peores. Además no interesa para nada los comportamientos privados, el que el hombre alcance la virtud; es más puede ocurrir que los vicios privados tengan utilidad pública. Con estas bases se ha desarrollado la ética contemporánea que se ocupa se ocupa casi exclusivamente de la justicia social, considerando que la conducta individual es algo privado. De este modo pone entre paréntesis al sujeto agente y sus aspiraciones, lo que quiere decir que es una ética que ha perdido su objeto. El planteamiento clásico nos pone además de manifiesto que la misma justicia se viola habitualmente por falta de las virtudes de la templanza y de la fortaleza, mas que por la injusticia propiamente dicha. La cultura política actual parece que se ha alejado de los planteamientos de Hobbes en cuanto que considera que no es igual que sean cualesquiera los que gobiernen, con tal de tomar decisiones. La postura actual es partidaria de que las decisiones estén en las manos de todos o de algunos, pero, en este caso, controlados por todos. Este planteamiento parece que corresponde mejor a la postura aristotélica. No obstante hace falta todavía captar que el Estado de derecho debe garantizar la justicia y la paz, pero para hacerlo es necesario que instituciones estatales sean fruto de un auténtico “querer el bien de los demás”: la justicia y la amistad. Es decir descubrir la necesidad de la virtud para el desarrollo del Estado democrático. 5. Las virtudes y la felicidad Todo el esquema de las virtudes morales hay que verlo en su conexión con la felicidad que es el objetivo de la ética. Las virtudes de la justicia, de la fortaleza y de la templanza hacen que el hombre viva en armonía consigo mismo. De esta forma puede orientar su vida hacia el bien que le indica la razón, que consiste en la amistad, querer a los demás como a sí mismo. Al llevar una vida conforme a la razón se le abre al hombre también su apertura al conocimiento de la verdad, es decir se le abre el camino a la “contemplación”. Este objetivo es el que produce el máximo de felicidad humana al hombre; aunque Aristóteles piensa que esto es concedido sólo a pocos. Y así sería si no hubiese venido el que es la misma Verdad y le hubiese dicho al hombre. “Ya no os llamo siervos sino amigos”. Y a través de la gracia y mediante la caridad se logra que esté al alcance de todos aquellos que Aristóteles consideraba sólo al alcance de unos pocos. 6. Formación de la virtud. Los clásicos han dicho siempre que a formación de las virtudes, del hábito electivo bueno, se realiza mediante la repetición de la elección de las acciones buenas, de manera que su repetición da origen a una creciente orientación de la voluntad y de las aspiraciones sensibles hacia aquello que es conforme a la razón. Pero esta afirmación hay que matizarla, pues no se trata de repetir un mismo acto, ya que hemos visto que la virtud lleva a actuar de maneras muy diferentes, sino de saber elegir bien en cada circunstancia. No obstante esto nos introduce en una especie de callejón sin salida, pues si afirmamos que las virtudes se adquieren mediante las repetidas elecciones adecuadas en cada caso, hay que señalar que para elegir adecuadamente es necesario poseer ya las virtudes. Efectivamente, si no se tiene la virtud de la fortaleza es imposible elegir lo correcto en las situaciones en las que hay que actuar con fortaleza, y eso mismo pasa con todas las virtudes morales, que necesitan de la prudencia, y ella necesitan de las demás. Es lo que hace afirmar a Aristóteles que no existe el hábito del juicio recto (prudencia) sin virtud moral, y que no existe ninguna virtud moral sin prudencia. Para salir de este círculo vicioso Aristóteles parte de que las personas poseen una capacidad natural que les lleva a entender y a querer el bien, y sobre esta base hay que desarrollar una educación en libertad, lo que supone que, en primer lugar, la persona quiera orientar su vida hacia el bien, y para ello acudirá libremente a aquellos que le puedan educar en la virtud. Estos educadores, a través de una fuerte disciplina, le irán ayudando a mitigar sus pasiones desordenadas, y a través de ejemplos concretos y de la exhortación moral, irán haciéndole que fije su atención cada vez más en los ideales virtuosos. Al descubrir los ideales virtuosos y apreciarlos por la intrínseca bondad que tienen, se irá desarrollando en el educando una intención recta al bien, la cual al ponerse por obra, irá adquiriendo experiencia y desarrollando de esta manera la prudencia. La recta intención hará que el bien se convierta en objeto perseguido por el sujeto agente, y el repetido ejercicio de las elecciones contribuye a arraigar cada vez más las virtudes formadas en las facultades operativas. Por eso las virtudes pueden crecer sólo con el ejercicio constante de las mismas, y en el momento en que dejen de ejercitarse irán recobrando poco a poco su vigor las pasiones desordenadas. Un ejemplo puede ayudar a comprender la explicación aristotélica, aunque sea un ejemplo sacado de la técnica y no de la moral. Si cogemos a dos niños con la misma capacidad auditiva y uno de ellos quiere formarse musicalmente y el otro no. Al primero lo pondremos en manos de un profesor de música, el cual se debe ganar la confianza del chico y le irá enseñando una serie de cosas (como el solfeo, la historia de la música, etc.) que al chico le parecerán de momento un tanto aburridas y con las que nunca va a llegar a ser buen músico. Pero si se fía del profesor seguirá las indicaciones recibidas. Luego poco a poco le enseñará cómo se ponen los dedos para tocar el piano, y hará una serie de ejercicios también aburridos, pero que le irán poniendo en condiciones. Llegará un día en que comience a interpretar alguna pieza clásica, y cada vez las interpretaciones serán más difíciles y complicadas. Ya a esta altura el chico habrá comprendido el valor de la música en sí misma, y la apreciará como antes no lo hacía. Si sigue por este camino, llegará un día en que se siente al piano y ya no interpretará piezas de otros autores sino que él mismo comenzará a crear su propia música. Tenemos a un virtuoso de la música. No obstante, hay que subrayar que esta educación que propone Aristóteles es la que ha de desarrollarse en la polis, mediante el sometimiento a las normas de la misma y el reconocimiento de la autoridad de los demás. No se trata de una sumisión al precepto de otro sino una especie de amistad, o de amor que los romanos llamaba pietas, pues antes de tener amor al bien hay que tener amor a las personas que son buenas, que hacen el bien y lo explican. La forma de salir del callejón en que nos habíamos metido es hábil, pero es débil, pues por ejemplo, podemos preguntar: ¿y quién ha formado a los virtuosos que ahora forman a los demás? Eso le llevará a Santo Tomás a buscar una nueva vía. [

17 Capítulo V El conocimiento práctico y las normas morales
La moralidad consiste en tener un ideal de vida buena que sea racional, y elegir las acciones adecuadas para alcanzarla. Pero para elegir bien las acciones es necesario tener virtudes, las cuales sólo se alcanzan cuando la razón práctica elide. Esto supone un círculo vicioso que lo rompe Santo Tomás al descubrir la estructura teleológica de la razón práctica. Con lo estudiado hasta ahora hemos llegado a las siguientes conclusiones: la moralidad consiste en tener un ideal de vida buena, que sea racional, y elegir bien las acciones adecuadas para alcanzarla. Pero para que la razón práctica elija bien la acción necesita de las virtudes, las cuales a su vez se alcanzan y se desarrollan cuando la razón práctica elige bien. Con parece que hemos llegado a un círculo vicioso, pues las virtudes son necesarias para elegir bien, pero no se puede elegir bien sin las virtudes. Ya hemos visto como Aristóteles acudía a la educación que se logra mediante las normas de la polis, y el ejemplo de los virtuosos, como medio para ir adquiriendo las virtudes. Pero su esquema es un poco endeble. Santo Tomás rompe el círculo vicioso al captar que, con independencia de la posesión de las virtudes, la razón práctica tiene una estructura teleológica (se dirige naturalmente a un fin), y posee la capacidad de comprender las inclinaciones naturales que posee el hombre como bienes de la razón (es decir como bienes del hombre en el orden de la razón), y por tanto puede aspirar a ellos como bienes humanos. Todo esto es lo que desarrolla Santo Tomás con su teoría de la “ley natural”.

18 1. La ley natural Es la ley propia de la razón
Es la participación de la ley eterna en la criatura racional La razón es la que constituye la ley natural mediante Los principios de la razón práctica Las inclinaciones naturales Identificación entre el orden de la razón y el orden de las virtudes 1.      La ley natural Hablar hoy de la ley natural suele provocar rechazo, porque se la considera como una teoría que parte de una concepción fisicista del hombre, como si fuera una cosa. Más o menos se puede decir que esta teoría, según sus críticos, defiende que el hombre debe desarrollarse “naturalmente”, tal y como ha sido creado, lo cual supone, llevando el razonamiento al absurdo, que no debería rasurarse nunca la barba, pues naturalmente el pelo le crece en la cara, no debería nunca haber inventado la luz eléctrica, pues lo natural es vivir a la luz del sol, etc. Esta crítica tiene su fundamento en que una serie de tomistas, cuando desarrollaron el pensamiento moral del Aquinate, afirmaron que “según Santo Tomás el orden moral procede del mundo de las cosas o de la realidad objetiva”. De esta forma identificaron ley natural con el orden de la naturaleza, que se encuentra en el ser de las cosas, en donde estaría el deber moral, que la razón se limitaría simplemente a leer. Esta posición no era la de Santo Tomás, para el cual el hacer el bien depende de tener una voluntad buena, con la medida objetiva de la razón (I-II, q. 18, a. 5); y tampoco ha sido la postura de toda la tradición moral católica, pero es cierto que se ha difundido en muchos manuales de moral como la postura tomista y de la Iglesia. Y ciertamente considerada así es una concepción falsa, pues de lo que son las cosas no se puede conocer la perfección a la que están destinadas (del “mundo de las cosas” no puede sacar la bondad de la amistad, del amor, de la virtud, etc.). Sólo Dios es capaz de conocer a la vez lo que son los seres y la perfección a la que están destinados. Pero no el hombre cuyo conocimiento no puede abarcar todo lo que abarca el conocer divino; para saber lo que se debe hacer se necesita un conocimiento adecuado, acompañado de una ciencia y métodos también especiales, que aunque no sea independiente, es diferente del conocimiento de la Metafísica, pues el hombre no es una cosa sino un ser racional. Este es el conocimiento práctico, y la ciencia ética. Pero una vez que hemos hecho esta aclaración vamos a abordar el estudio de la ley natural tal como la explica Santo Tomás. A. La ley natural, como toda ley, es propia de la razón. Santo Tomás afirma que toda ley, es algo que “pertenece a la razón”, como una obra suya. No es la propia razón, ni un mero acto suyo, sino una “ordenación de la razón”. Es decir el orden que la razón posee en sí misma, y que naturalmente pone en el actuar. No podemos negar que la afirmación de Santo Tomás nos choca profundamente, pues en nuestra concepción cultural la ley se identifica con las normas positivas, que nos son impuestas por los órganos legislativos, cuya legitimidad les viene de haber sido elegidos democráticamente por la mayoría de los ciudadanos. En este ámbito no podemos evitar un cierto desconcierto al escuchar que toda ley no es otra cosa que el orden de la razón. Para comprenderlo mejor conviene fijarse en el conocimiento práctico y descubrir cómo este conocimiento es capaz de moverse en dos planos: ·        El plano de los juicios prácticos de la razón, es decir cuando la razón conoce los posibles bienes que le mueven a actuar, y se inclina por uno de ellos. ·        Y el plano de la reflexión, pues al ser una facultad espiritual, puede volver sobre lo que ha actuado (esto no lo pueden hacer las otras facultades del hombre que no son espirituales, como por ejemplo el ojo o el oído, que son capaces de ver y de oír, pero no pueden volver sobre sus actos de ver y de oír). Y cuando el conocimiento práctico reflexiona sobre lo actuado es cuando capta el bien práctico, que le ha movido a obrar, como precepto, y es capaz entonces de expresarlo diciendo: “hay que hacer el bien”, “hay que hacer este bien”, o “hay que no hacer el mal”. Es entonces cuando hablamos de normas éticas en general. Y es en este mismo plano de reflexión en el que actúa la conciencia, como la aplicación de ese saber normativo al obrar concreto, y así dice la persona “este es mi deber”, “no debería haber hecho eso”, etc. Todos estos no son actos de la razón práctica, sino actos de aplicación de la ciencia del bien conocido como precepto a las acciones concretas. Es decir de la ciencia que se conoce al reflexionar sobre el propio actuar humano y ver cómo en dicho actuar la razón tiene un orden propio que le inclina al hombre a hacer el bien y a evitar el mal. Esta distinción de planos es decisiva para comprender que la ley natural no es una estructura de enunciados normativos que la razón descubre, sino el conocimiento de los mandatos de la misma razón práctica, que son conocidos al reflexionar sobre cómo actúa dicha razón. B. La ley natural es participación de la ley eterna en la criatura racional. La afirmación, que hace Santo Tomás, de que la ley natural es la “participación de la ley eterna en la criatura racional” ha sido vista por muchos como algo inútil en el desarrollo de su reflexión filosófica, como si fuese un añadido inútil, propio de su condición de teólogo, pero sin interés filosófico. Sin embargo no es así, pues la dependencia de las criaturas respecto del Creador es un tema filosófico, que está al alcance de la razón; y que además es fundamental para comprender de donde le viene a la razón su orden interno con el cual es capaz de ordenar la acción humana al bien. Todas las criaturas dependen de su Creador. Esta es una conclusión clara de la Metafísica y de la Teodicea. Pero esta dependencia es de dos órdenes distintos: en el ser, en cuanto que cada criatura ha recibido su ser, y lo ha recibido de un modo determinado (al que denominamos esencia) de Dios; y en el obrar, en cuanto que el obrar de la criatura está finalizado por Dios, de manera que se comporte según el “plan” que ha pensado Él para el mundo. Pues bien a este “plan pensado” por Dios para el mundo, que no es otra cosa que la Providencia divina, es a lo que denominamos ley eterna. Y posee verdaderamente el carácter de ley, pues como toda ley es un orden de razón, en este caso el orden de la sabiduría divina con el que orienta todos los actos y movimientos hacia su fin. De este “plan”, u orden racional, participan todas las criaturas: las irracionales participan de él de una manera pasiva, en cuanto reciben el fin al que han sido destinadas, como algo “debido”, y los instintos para llevarlo a cabo, que les hacen actuar siempre de la misma manera (así por ejemplo el pájaro hace instintivamente su nido, aunque él no pueda reflexionar sobre el por qué y el para qué hace el nido, ni sobre si es bueno malo hacerlo, pues no tiene una razón espiritual capaz de hacer dicha reflexión). La participación de las criaturas racionales es de otro tipo, y tiene una doble manera de participar: ·        Mediante una impressio objetiva de las diferentes inclinaciones, que hace que tiendan todas ellas - también la razón - a sus actos y fines propios. Esta es una participación pasiva, semejante a la de los seres irracionales. ·        Y mediante una impressio de la luz de la razón natural en virtud de la cual distinguimos lo que es bueno de lo que es malo (participación activa). Esta participación es la que hace que el intelecto humano sea una luz que ilumina todo lo que conoce captando la verdad. Esto lo realiza el entendimiento de dos maneras: De un modo estrictamente natural iluminando naturalmente lo conocido; y de un modo “discursivo”, en el cual parte de los primeros principios, y va avanzando hacia lo desconocido, que es analizado volviendo a los primeros principios en los cuales se examina lo encontrado, y el “descubrimiento” se realiza cuando las conclusiones son captadas en los primeros principios. Para comprender esto hay que recordar que el hombre es imagen de Dios. Es decir se asemeja a Dios de un modo muy especial, diferente de las demás criaturas, al estar dotado de una razón libre para actuar. Es la razón la que le hace como Dios, que es Razón inseparable de su ser; el hombre tiene razón como Dios, pero no es un “duplicado” de Razón divina, en el sentido que sea inseparable de su ser hombre, sino que es inseparable del ser divino. Por eso decimos que es una razón participada, es decir que no puede considerarse aisladamente sin su relación a Dios. Por eso el hombre no es un ser “autónomo” y autosuficiente en el dominio de su propia inteligencia, sino que su intelecto participa de la perfección divina, y es capaz de llevar al hombre a lograr la perfección humanamente posible, mediante su obrar personal - su obrar moral -, que es lo que estudia la Ética. A esta participación, ha añadido Dios otra participación, mucho mayor, que consiste en la participación en la propia santidad divina. De manera que el hombre es capaz de alcanzar no sólo esa perfección humana sino también la misma vida de Dios. C. La razón es la que constituye la ley natural. El hombre participa de la ley eterna tanto en sus inclinaciones naturales como en su razón. Por tanto ambas pertenecen a la ley natural, en cuanto que ambas participan de la ley eterna. Pero el que constituye propiamente la ley natural es el intelecto humano, que no es un mero “órgano de lectura” de ley natural, sino que al participar de la ley eterna, es la misma fuerza motora de la ley eterna. Aunque no se mueve por sí mismo, sino sólo en la medida en que está inserto en la estructura del tender. Por eso se dice que la razón es “medidora medida”, mensura mensurata, capaz de “medir” las inclinaciones naturales, por estar ella misma medida por el bien al que tiende, por una regla que no se da a sí misma sino que ha recibido. Al ser el hombre un ser fundamentalmente apetente (apetece el bien de todos los modos posibles), es la razón la que hace que esa tendencia hacia el bien sea conforme con su semejanza a Dios. Para ello la razón tiene que ordenar, en primer lugar, a la voluntad, porque ella posee imperio sobre la razón (“conozco porque quiero”) y sobre ella misma (“quiero querer”), pero al estar habitualmente orientada sólo al bien propio necesita de la razón (la virtud de la justicia), que la orienta al bien divino (la virtud de la religión, que le hacen agradecer, venerar y amar a Dios) y al bien del prójimo. Y, en segundo lugar, la razón tiene que ordenar la sensibilidad y las pasiones, las cuales si no están ordenadas, pueden influir negativamente en la razón, que conoce siempre a través de los sentidos. Es importante subrayar que la moralidad (la ley natural) se funda en la razón, pues tradicionalmente los manuales de moral han acudido a la “voluntad de Dios”, lo que es útil para la pastoral, pero se muestra insuficiente para la fundamentación de la moral[2]. Y ¿cómo constituye la razón la ley natural? a. Los principios de la razón práctica. La razón práctica, cuando actúa, parte de unos primeros principios, de los que saca unas primeras conclusiones y posteriormente obtiene unas determinaciones más alejadas de los primeros principios. Lo mismo ocurre en la ley natural, en la que están los primeros principios, las “conclusiones” necesarias de los primeros principios (que son un componente de la ley natural), y las “determinaciones” que son un tipo de conclusiones finales, que aunque derivan de la ley natural, no son de ley natural, y su fuerza preceptiva viene exclusivamente de la fuerza la ley humana (de no ser así la ley humana sería injusta, un simple uso de la fuerza). De esta manera se puede ver como la ley natural es el mismo orden de la razón, y tiene su misma complejidad. A) El primer principio de la razón práctica es la tendencia a hacer lo conocido como “bueno”, y apartarse y rechazar lo conocido como malo. Y reflexionando sobre él se puede formular el primer principio de moralidad: “haz el bien y evita el mal”. El conjunto de todos los principios universalísimos que la razón práctica conoce de modo natural, intuitivo y de una vez, gracias a la luz del intelecto forman la ley natural. Y en cuanto son naturalmente conocidos, forman un “habito natural de los primeros principios”, llamado synderesis, “fuente luminosa” espontánea y motora de todo conocimiento. B) Luego la razón, a partir de esos primeros principios, y mediante procesos discursivos, desarrolla otras conclusiones, cuya reflexión da origen a los denominados principios secundarios de la ley natural. Secundarios aquí no quiere decir menos importantes, pues de hecho en el orden del obrar son más importantes ya que están más cercanos al objeto del obrar. Estos principios captados naturalmente como bienes humanos, se identifican en su contenido con el Decálogo, con los fines de las virtudes morales o con el orden de la justicia. Y su descubrimiento puede ser diverso, como es diversa la actuación de la razón. Se pueden llegar a través de la búsqueda, que parte siempre de la sinderesis, y cuyas conclusiones las va juzgando siempre a la luz de los primeros principios. No obstante habrá conclusiones que sean patentes (principios secundarios próximos, como “se debe amar a Dios y al prójimo”), y otros que requieran una investigación minuciosa y cuidadosa y sólo son patentes a los “sabios morales” o prudentes, y son conocidos por el pueblo gracias a la enseñanza de los sabios (los preceptos secundarios “remotos”). Otro camino es la enseñanza requerida por la complejidad de la materia o por la falta de experiencia de las disposiciones morales, conduce también a un conocimiento seguro de la verdad. Y otro es la revelación b. Las inclinaciones naturales La otra forma de participar el hombre en la ley eterna es a través de las inclinaciones naturales, que hacen que el hombre apetezca el bien de todos los modos posibles, con su voluntad y con su sensibilidad. Estas inclinaciones se pueden agrupar en tres planos fundamentales: a)  Las que surgen del instinto de conservación, que las tiene el hombre en común con todo ente: la inclinación autoconservar la propia vida, a alimentarse, a la autodefensa y a la autoafirmación. b) Las que surgen del instinto sexual, que las comparte el hombre con los demás seres vivos, y que le inclinan a unirse al otro sexo. c) Y las que surgen de la razón, que son específicamente humanas, y que le inclinan a la convivencia en comunidad con sus semejantes, al conocimiento de la verdad; al juego, a la creatividad artística y a la experiencia estética. Estas inclinaciones las experimenta el hombre como impresas en él, y no puede desatenderlas sin entrar en contradicción con las condiciones constitutivas de su ser en cuanto humano. La razón las conoce como naturalmente buenas para el hombre en cuanto tal, sin tener ningún poder sobre su existencia, ni para “hacerlas buenas o malas”, pero sí que las aprehende y las ordena, y de esta forma pueden convertirse en objetos de la voluntad, “bienes” que puede perseguir ser queridos. Sin la razón serían sólo impulsos ciegos, y a la vez sin ellas, la razón sería asimismo ciega e incapaz de decir al hombre qué tipo de obrar es de interés fundamental. El papel de la razón es el de ordenarlas según su propio orden racional, pues aunque todas las inclinaciones son buenas, eso no quiere decir que el hombre aspire a ellas a cualquier precio. Así por ejemplo la razón puede actuar contra el instinto de autoconservación y decidir dar la vida por un amigo (y así pasa con todas). La integración de las tendencias en la totalidad del hombre, que es lo que hace la razón, hace que estas tendencias sean comprensibles como “bienes para el hombre”. Y la razón al considerar estas inclinaciones en su conjunto e integrarlas en el orden racional, hace surgir los preceptos de la ley natural por los que se regulan las acciones. Ø      Así por ejemplo la autoconservación hace que el hombre tienda a alimentarse y vestirse, y para alcanzar esos objetivos trabaja y se apropia de las cosas. Algo parecido hacen los animales para su autoconservación, pero sólo el hombre trabaja y adquiere la propiedad; y se habla del derecho natural al trabajo y a la propiedad. También desde esta perspectiva se capta la necesidad que tengo de respetar el derecho al trabajo y a la propiedad que tienen los demás hombres, que son iguales a mí. Todo esto se puede expresar en términos del derecho natural a practicar la justicia (“no hagas al otro lo que no quieras que te haga a ti”), y otras exigencias de derecho natural como: “devolver a cada uno lo que nos ha prestado”, “respetar los pactos”, etc. Ø      Otro ejemplo de inclinación natural es el instinto sexual, que se dirige siempre hacia otro, y posee la función de transmitir la vida y conservar la especie. Esta inclinación también la tienen los animales, mediante el instinto. En el hombre esta inclinación está guiada por la razón, que la integra en su propio orden racional; de esta manera las relaciones sexuales entre hombre y mujer se constituyen en unas relaciones de justicia y de amistad, que se denomina amor conyugal, con una exigencias naturales de fidelidad y de indisolubilidad. Incluso la misma procreación en el hombre debe ser buscada de manera responsable. c. Identificación entre el orden de la razón y el orden de las virtudes. Las inclinaciones naturales necesitan ser ordenadas por la razón, pues sin dicha ordenación son como impulsos ciegos que pueden ocasionar consecuencias inhumanas, pero una vez ordenadas por la razón quedan incluidas en “el orden racional”, que es la misma ley natural. Pero precisamente la virtud moral lo que lleva al hombre es a elegir el bien, elegir racionalmente, y no según los impulsos ciegos, es decir integrar las inclinaciones en el orden de la razón. Por eso se afirma que el orden que pone la razón en las inclinaciones coincide con el orden que ponen las virtudes. Por todo ello es exacto afirmar que la virtud moral es la misma ley natural, el perfeccionamiento de la inclinación natural gracias a su conformidad con la razón. La identificación del orden de la razón y del orden de las virtudes nos capacita para abordar dos temas: A)    Conocemos por revelación que el hombre fue creado en un estado de justicia original, que suponía una subordinación de la razón a Dios, y de las pasiones a la razón (por razón lo único que conocemos es que ahora el hombre no posee un estado de pleno dominio de la cabeza sobre sus afectos). Esto no es otra cosa que el hombre cuando fue creado, Dios le regaló las virtudes, que eran poseídas sin esfuerzo. Cuando perdió ese estado lo que tiene que ganar a través de la lucha personal son las virtudes y con ellas una cierta vuelta al estado en el que fue creado. B)     La posesión de las virtudes (de forma gratuita o adquirida con esfuerzo) hace la ley natural despliegue toda su fuerza en el hombre, pues la afectividad se integra en el orden de la razón. De esta forma la persona virtuosa tiende al bien con naturalidad afectiva, y por el contrario la persona moralmente débil, a la que le faltan las virtudes, sabe lo que es el bien, pero su acción resulta desviada por el influjo de los afectos; el vicioso sin embargo lo hace es poner en el lugar de los principios de las acciones otros principios que son los que corresponden con sus inclinaciones afectivas. Al hombre que no es virtuoso le falta la disposición afectiva para vivir moralmente. En una persona así los primeros principios y más universales de la ley natural no pueden borrarse nunca del “corazón”, pero podría ser que su aplicación al caso concreto fuese impedida por el influjo de los apetitos. Los restantes principios secundarios pueden borrarse del “corazón” del hombre, bien sea por convicciones falsas, puramente intelectuales o por posturas de conocimiento viciosas, como son las costumbres o vicios malos. Con ello se muestra como la destrucción de la ley natural en el hombre coincide con la destrucción del orden de la razón por el vicio. Del mismo modo la ley natural puede oscurecerse parcialmente en un contexto social a causa de costumbres surgidas históricamente, que dan origen a un ethos, que puede esconder el principio de la ley natural. Así puede admitirse la poligamia, o considerar justa la muerte del ladrón cogido en el acto de robar). Estos hechos no son argumento contra la existencia y unidad de la ley natural, sino tan sólo argumento en favor de la existencia de la libertad humana y su estar expuesta al peligro.

19 2. Ciencia moral y conciencia
El hábito de la ciencia moral La conciencia moral La obligación moral y su fundamentación teónoma 2. Ciencia moral y conciencia A. El hábito de la ciencia moral. Ya hemos visto la capacidad que tiene la razón -como toda facultad espiritual- de reflexionar sobre sus propios actos, de manera que el sujeto puede conocer como actúa, y de este modo descubrir las inclinaciones al bien que tiene y los juicios que realiza la razón práctica buscando siempre el bien. Esta reflexión hace posible que la razón sea capaz de formular su propia tendencia al bien en términos de enunciados normativos. De esta manera hemos visto como la ley natural no es otra cosa que el mismo orden de la razón, expresada normativamente. Y la ciencia moral no es otra cosa que el conjunto de los conocimientos alcanzados por el sujeto en dicha reflexión y que son conservados como “aplicables”. De esta forma se puede decir que la ciencia moral es un hábito intelectual, y que está formada por: ·        El denominado “hábito de los primero principios de la razón práctica” o sinderesis, es un hábito no innato, pero sí natural, en el sentido que se constituye con la misma espontaneidad natural con la que se constituye, por ejemplo, en el ámbito de la razón teórica el principio de que “el todo es mayor que la parte”. Este hábito es por decirlo así “la ley de nuestro intelecto” y contiene los “preceptos de la ley natural, primeros principios del actuar humano”. Su función consiste en que empuja al bien y aleja del mal. ·        Y por todo lo que es consecuencia de la biografía personal del sujeto, en la que entran en juego factores tan diferentes como son el reconocimiento a la autoridad, las enseñanzas diversas que se han recibido, los influjos sociales, el estar inserto en un determinado “ethos”, etc. B. La conciencia moral La conciencia moral no es una facultad particular ni una disposición especial, sino simplemente un acto del hábito del saber moral, que consiste en un juicio con el cual dicho saber (lo que es la plenitud humana) se aplica a consideraciones o a acciones concretas. Se trata de un verdadero juicio “con ciencia” moral, cuyas categorías básicas no son lo prohibido o lo permitido, ni la determinación del mínimo al que puedo llegar sin culpa, sino que este juicio me dirá lo que es bueno, sabio, juicioso y prudente que debo hacer. Es decir la conciencia es el instrumento humano a través del cual cada persona dispone de sí mismo para alcanzar su meta vital, que se refleja en cada acto concreto. Y en este sentido hay que comprender que la conciencia será la que detecte lo que en cada caso me lleva a la plenitud a la que estoy llamado, y es la que comprende que lo que puede ser bueno para uno, puede ser malo para otro, y al revés, o lo que hoy puede ser bueno para mí, mañana ser malo. El juicio de conciencia es el que señala el camino a cada uno. En definitiva estamos ante la manera con la que la ciencia moral (la ciencia de la plenitud humana) se convierte inmediatamente en práctica para cada uno. No es que la conciencia tenga la capacidad de construir la verdad de la plenitud humana, determinar donde está, sino de aplicar esta verdad a las diversas circunstancias, y hacerlo con plena libertad y autonomía. En ese sentido se puede hablar de una cierta “creatividad inventiva” de la conciencia, que “descubre” el mejor modo de conseguir en el caso concreto lo mejor. Por todo esto se ve la gran unión que hay entre conciencia y libertad, y se habla de “libertad de conciencia” en el sentido de que la persona tiene su vida en sus manos, no en el sentido de que “cree” la verdad sobre su propia plenitud. Si se desvinculase la conciencia de la libertad se destruiría la autonomía cognoscitiva del hombre. Además conviene resaltar que el juicio de conciencia tiene como característica ser un puro acto espontáneo del intelecto, lo que hace que su conclusión se imponga al sujeto de una manera obligante, pues nos indica hacer lo que es verdaderamente bueno no lo que parece que es bueno. La voz de la conciencia se siente como algo “objetivo”, en cuanto se manifiesta como la voz de la verdad de mi propia subjetividad (mi propio intelecto), y por eso lo pero para el hombre es no seguir su conciencia. su propio juicio de conciencia, ya que el actuar humano es un actuar en base a la razón. No obstante en el juicio de conciencia, como en cualquier otro juicio, influyen el conocimiento que se tenga de la verdad moral (que puede ser un conocimiento erróneo o verdadero, etc.). Pero también pueden influir, como en cualquier otro juicio, la voluntad y los afectos. Esto da origen a diversas situaciones morales: ·        Si el sujeto tiene ignorancia o error sobre un tema moral, emitirá un juicio de conciencia erróneo, el cual puede ser: Ø      Involuntario (es decir no es un error querido o en caso de que tenga duda sobre su juicio no ha querido poner los medios para resolverla) en cuyo caso se debe seguir el propio juicio de conciencia, y aunque haga una cosa moralmente mala, no tiene culpa. Ø      Voluntario (normalmente motivado por la afectividad) entonces no disculpa sino que agrava la maldad de la acción, pues en este supuesto el error mismo es un fallo moral. ·        Los afectos también pueden influir mucho en el juicio de conciencia: Ø      Si llegan a eliminar la voluntad, haciendo imposible la producción del juicio, entonces no se origina una acción humana, y no se puede hablar de algo que sea bueno o malo. Ø      Pero si esas disposiciones afectivas son culpables (por ejemplo el que se embriaga para realizar un crimen) en cuyo caso la acción sí que es moralmente imputable. Esta posibilidad de fallar que tiene el juicio de conciencia hace que sea necesario la formación de la misma, que consiste en la adquisición de una “forma”, constituida por un complejo de disposiciones intelectuales y afectivas que le permiten la apertura al bien verdadero y a su discernimiento concreto. Esta formación se puede conseguir a través de: 1º. El estudio y la reflexión sobre el conocimiento moral, que le irá proporcionando al sujeto un conocimiento de las verdades morales, y que influirá en su actuar de una forma remota. No obstante, el estudio sólo no basta si no va acompañado de otras disposiciones morales. 2º. Por eso es esencial la adquisición de virtudes. Especialmente importa tener una gran rectitud de intención, buscando sinceramente la verdad. Y también hay que destacar la importancia de la virtud de la prudencia, que es la que proporciona la connaturalidad con la verdad moral, que impregna vitalmente al sujeto. 3º Junto con lo anterior hay que señalar la experiencia acumulada por la persona, que influye de una forma próxima en nuestros actos. 4º. También es importante un diálogo intersubjetivo, especialmente con aquellas personas que son sabias y prudentes, lo que lleva al sujeto a que no se cierre en su autosuficiencia individualista, y se abra a la verdad y a los otros que buscan el bien. Este diálogo se produce principalmente en el seno de las tradiciones en las que se encuentra el sujeto, como son la familia, la sociedad, la cultura desarrollada en el lugar donde se vive, etc. Y si es cristiano el diálogo será con Cristo, con el Espíritu Santo, y con la Iglesia. Con todo ello se ve como la formación de la conciencia a través de la autoridad no está en contradicción con la autonomía de la persona. Lo estaría si hubiese sólo una mera sumisión a la autoridad, pues esto no es un acto razonable; pero sí es razonable la razón de la fe, tanto en el ámbito humano como en el religioso, ya que supone la comprensión razonable de la autoridad. Y por parte de las personas que tengan la tarea de ayudar a los demás a formar su propia conciencia, conviene destacar que su tarea principal consiste en comunicar a los demás la verdad (por eso no pueden enseñar ambigüedades); junto con eso deben ayudar a educar el carácter, de forma que la persona sepa tomar decisiones y razonar el por qué de las mismas, con plena libertad personal. C. La obligación moral, y su fundamentación teónoma. El juicio de conciencia es obligatorio para la persona: es un deber. Y ¿cuál es el fundamento de ese deber? El bien, pues la razón capta el bien como algo obligatorio. Por ejemplo una persona irá a visitar a su amigo enfermo, fundamentalmente porque es su amigo, y comprende que la vista le gustará al amigo, y también a él: la visita apaga el deseo de felicidad que lleva dentro; pero si no le apetece hacer ese desplazamiento o se le presenta en conflicto con ir a realizar una gestión económica, el visitar a su amigo enfermo se le impondrá así: mi amigo está enfermo y necesita que lo visite. El razonamiento “x es mi deber” significa “x es verdaderamente bueno”. No obstante hay que decir que Kant no está de acuerdo con lo que hemos dicho, pues para él cumplir con el deber es un imperativo de la razón, que debe realizarse exclusivamente por eso y no por inclinación. El que acude a visitar a un amigo por deber, actúa moralmente, sin embargo el que lo hace por que le inclina a ello la amistad, lo hace por placer, y por tanto no actúa moralmente. Con esta base Kant se encuentra necesitado de postular la existencia de Dios para fundamentar la moralidad. Dios, dice Kant, colmará un día el deseo de felicidad del hombre, después que éste haya actuado moralmente. Pero esto no es necesario hacerlo en la perspectiva de la ética de la virtud que hemos adoptado, en la cual la razón humana posee un orden interno en cuanto participa de la Providencia divina, de la ley eterna. De esta forma aparece Dios al final del proceso, como fundamento último de la moralidad. Pero es importante subrayar que el proceso de fundamentación de la moralidad que hemos seguido no es el de acudir a la “voluntad de Dios”, como algo externo al hombre que le dice lo que es bueno, sino el de encontrar en la racionalidad humana la tendencia a lo que es bueno. De esta forma se puede afirmar que la “voluntad de Dios” coincide siempre con la conciencia racional que tiende al bien. Es decir llegamos a la fundamentación teónoma de la moralidad no como un proyecto creativo de nuevas normas, sino como el origen de aquello que ya es. Por eso el conocimiento de dicha fundamentación teónoma de la obligación moral lo que hace es conferir al juicio de conciencia una ulterior fuente de motivación (Dios lo quiere) a lo que ya ha sido reconocido como el bien de la conciencia. Otras personas dirán que todo el intento de fundamentar la obligatoriedad de la moral en Dios no es necesario, pues con ello lo único que se está haciendo es transportar a la “idea” de Dios aquello que somos nosotros mismos. Ante estos diversos planteamiento cabe preguntarse si es posible una moral sin Dios. A esta pregunta se puede responder diciendo que la estructura de la racionalidad práctica, y de su funcionamiento que lleva a captar como obligatorio lo que comprende racionalmente como bueno, no depende de que el sujeto reconozca la existencia de Dios. Por tanto se puede hablar de una moral atea, en cuanto que para actuar moralmente no es necesario el conocimiento de Dios. Pero el ateo debe estar necesariamente convencido de la existencia de una realidad intramundana a la que hay que subordinarlo todo (para Aristóteles es la sabiduría como el amor a la verdad; para Marx y Feuerbach “el género humano”). Este convencimiento no es un principio práctico pero es una suposición que tiene sus grandes consecuencias sobre el actuar humano.

20 3. Las normas morales Diferencia entre normas morales y normas legales
Las normas morales según el utilitarismo y la ética de la virtud Prohibiciones morales absolutas 3. Normas morales El término norma deriva de la palabra “metro” o “escuadra” de la antigua teoría de la arquitectura, y entró en el lenguaje jurídico con Cicerón. Posteriormente con el iluminismo, con su predilección por lo jurídico, la palabra norma entró en la filosofía práctica. Por eso las normas no son otra cosa que los parámetros en conformidad con los que deben ser realizadas las acciones humanas, de manera que serán buena o malas según su conformidad o disconformidad con ellas. Hoy día no es posible hablar de la ética sin referirnos a las normas. Pero conviene hacer algunas precisiones antes de adentrarnos en la exposición de las mismas. ·        Cuando expresamos la ética en normas estamos situándonos en la perspectiva de la tercera persona, del observador de la conducta de otro. ·        Pero no podemos olvidar que la norma moral no es algo que nos viene impuesto de fuera, como contrario a la propia libertad o autonomía de la persona, sino que es la formulación lingüística del orden de la razón práctica, que se descubre reflexionando sobre el propio actuar. Por eso no hace mas que reflejar lingüísticamente dicho orden (lo que es bueno para el hombre), los mismos principios prácticos, pero considerados desde la perspectiva de la tercera persona. Por tanto formular las normas consiste en formular las “reglas del juego” para que se alcance el éxito en la vida, y comunicamos a los demás hombres dichas reglas del juego. A. La diferente lógica de las normas legales y las normas morales. Con el desarrollo del estatalismo se ha producido un gran desarrollo de las normas legislativas humanas, y la estructuración social a través de ellas. Pero hay que conocer que la lógica de las normas “positivo legislativas” consiste en considerar justas o adecuadas las acciones que se pueden encuadrar en ellas, y ellas mismas son razonables porque a través de ellas se alcanza algo útil. Así por ejemplo, una norma tributaria o una norma de circulación “constituye” la justeza de la acción según los parámetros fijados por ella misma, con el fin de alcanzar un determinado fin o utilidad. Y como puede darse el caso de que una acción concreta contravenga la letra de la ley, pero corresponda al espíritu de dicha norma, se aplica la epiqueya, es decir una excepción. Esta lógica si se aplica a las normas morales, como lo hacen algunas teorías éticas, da una visión de la moral que es utilitarista, pues con el sometimiento a la norma moral no se trataría otra cosa que conseguir el mejor de los resultados. Estas concepciones éticas suelen caer en dos extremos: el legalismo o el considerar que las normas legales se mueven en la línea de los principios que pueden ser violados. Sin embargo la lógica de las normas morales no es el de las normas legislativas, pues no tienden a lograr una utilidad sino a realizar un bien práctico, que es el que “recoge” la norma. De este modo se comprende que la norma moral no “establece” como justo un cierto comportamiento según la misma regla, porque a través de él vengan producidos ciertos estados o hechos buenos, sino que simplemente señala que ese comportamiento es bueno o malo para la persona. Por este motivo no puede existir el fenómeno de la epiqueya o de la excepción a la norma moral. Un ejemplo puede esclarecer esto. La norma que dice “es necesario respetar los pactos”, es la expresión de un acto de la justicia, que es bueno para el hombre en cuanto hombre. Pero no es que la observancia de los pactos sea justa porque lo establezca la norma, sino que es justo porque es un acto de la justicia. Y si en algún caso no es un acto de justicia mantener un pacto (pacté dar una pistola a una persona, y ahora cuando voy a dársela me encuentro con que quiere matar a una persona) ese caso no se puede ver eso como una excepción a la norma sino que se trataría de un acto que no entra en esta norma. De esta interpretación equivocada, que no capta que las normas morales son como un “hablar” de los principios prácticos y de las virtudes correspondientes, nacen problemas y dificultades ficticias, como el denominado “conflicto de deberes”, que llevan a una verdadera “ética de casos límites”, es decir a concebir a la ética, no como una doctrina sobre la vida buena sino como una doctrina sobre los problemas morales. B. Dos visiones distintas de la ética: el utilitarismo de la norma y la ética de la virtud. La distinción que hemos realizado puede parecer irrelevante, pero en realidad con lo que hemos dicho se reflejan dos concepciones éticas diferentes: La ética de la norma, para la que las normas se refieren a determinados cumplimientos de acciones, describibles “exteriormente” según: a) una determinada estructura del evento (por ejemplo una expresión lingüística o un movimiento del cuerpo), o b) basándose en determinados estados que se producen como consecuencia de dichos eventos. Y la justeza moral de la acción consiste en ser asumida dentro de la regla. Lo que significa que sólo la norma confiere a las acciones su identidad moral. Así la norma “hay que cumplir los pactos” está fundada en la utilidad para la sociedad (y no en la justeza misma del cumplir lo prometido). Por eso si en alguna ocasión se observa que las consecuencias de mantener lo prometido son negativas, entonces hay excepción a la regla. La característica de esta concepción es referir las normas a acciones que vienen descritas en su estructura física y no “como acciones cuya identidad moral es intencional”. De esta forma toda manera de actuar puede quedar justificada moralmente sobre la base de las circunstancias. Y la ética de la virtud, para la que las normas se refieren siempre a acciones intencionales (no físicas), y formulan la objetiva justicia o falsedad moral de esas acciones, afirmando que una acción debe hacerse, o que está prohibida, o lo que es lo mismo decir: “esto es malo o esto es bueno”. Y además hay que afirmar que sólo aquellas acciones intencionales descritas son las que entran en dicha norma, pues su identidad objetiva o intencional no puede cambiarse a través de ulteriores circunstancias o consecuencias. En otras palabras la norma sólo vale para esas acciones. Por ejemplo la norma hay que cumplir lo pactado describe la acción intencional de que lo que se pacta justamente debe ser cumplido siempre que siga siendo justo. No estamos ante una acción puramente física (la concepción de ver lo pactado como una simple expresión lingüística), por eso no se puede decir que la norma “coja” la promesa de matar a otro (esto es algo injusto), o la promesa de llegar mañana en el tren de las 9 (eso es un deseo que dependerá de la puntualidad del tren), o cuando por error se ha prometido una cosa injusta, mantenerse en la promesa sería también un acto injusto, que la norma no lo pretende de ninguna manera. O cuando han cambiado las circunstancias (yo prometí darle a mi amigo su pistola hoy, pero si se la doy hoy, puede ayudarle a que mate a su mujer con la que está hoy muy disgustado), en este caso mantener hoy lo prometido supone también un acto de injusticia. Se puede objetar que siguiendo la ética utilitarista se puede llegar a la misma actuación. Efectivamente habría que decir que existen muchas decisiones que han de ser tomadas teniendo en cuenta una ponderación de las consecuencias (esto es especialmente relevante en las decisiones que se toman en unos contextos sociales amplios, como son los de política económica o social, o de investigación científica), pero los planteamientos de ambas concepciones morales son diferentes, y la diferencia se capta cuando nos referimos a acciones que han de evitarse siempre sea cualquiera que sean las consecuencias o las circunstancias que conlleve la acción, lo que vamos a ver a continuación. C. Prohibiciones absolutas. No matar y no mentir. Por prohibiciones absolutas se entienden aquellas normas que describen una concreta acción, como acción intencional, y afirman que siempre se ha de evitar, pues es intrínsecamente mala. Existen dos modos de hablar de acciones intrínsecamente malas: A) Acciones que deben evitarse en la mayoría de los casos. Son acciones que consisten en dirigir la intención a algo que es opuesto al fin de una determinada virtud, por ejemplo el desprecio al derecho de otro exige que sea malo no restituir lo que ha sido prestado. No obstante, esto vale para la mayor parte de los casos, pero no para todos, pues el acto físico de “restituir lo prestado” no posee siempre, en todos los casos y circunstancias, la misma identidad intencional de un acto de justicia. Esta especie de fallo de la norma en casos concretos se debe a la imperfección de la formulación normativa, que no es capaz de tener en cuenta que, a causa de una circunstancia, este determinado cumplimiento exterior puede recibir una identidad intencional diferente de la que está en la base de la formulación de la norma. B) Acciones que siempre son malas. Son aquellas acciones que conservan en todas las circunstancias su propia identidad intencional, que puede ser formulada de manera que sirva en todos los casos y en todas las circunstancias, de manera que no se puede realizar dicha acción en otra descripción intencional a causa de una circunstancia. De este tipo son las normas de “no matarás” y “no mentirás”. Y a estas normas se les denomina “prohibiciones absolutas”, pues su formulación hace que quede clara la distinción entre lo que es el asesinato de la aplicación de la pena de muerte o de matar a un enemigo en la guerra. Para comprender lo que queremos decir con toda su profundidad vamos a referirnos en primer lugar a la acción de “matar a un hombre”, que no significa el hecho físico de la muerte (eso lo puede hacer también un terremoto) sino que implica al menos la voluntad de atentar contra la vida de otra persona. En tal sentido “matar a una persona” puede significar varias cosas: §         Considerar la existencia de una persona como un mal, en sí mismo o como medio para alcanzar otra cosa (por ejemplo su herencia, su mujer, o para proteger la propia vida o la vida de otras personas). Pero si reconocemos que los demás tienen el mismo derecho a la justicia que tenemos cada uno de nosotros, y que el acto fundamental de este derecho es querer el bien del otro, entonces la acción intencional de matar a otra persona se nos nuestra como una injusticia fundamental que se dirige contra lo que debemos al otro en el sentido más fundamental. §         La acción de matar a otra persona también puede significar una acción cometida en un acto de excitación. En este supuesto la voluntad no quiere directamente eliminar la vida de la otra persona, pero la acción se realiza por pasión, y si esta pasión es voluntaria entonces estamos en el mismo caso que anteriormente hemos descrito: una acción injusta, aunque no cumplida por injusticia, sino por pasión. §         En tercer lugar quitar la vida a una persona puede ser una acción de castigo: la pena de muerte. Castigar significa infligir, a quien ha realizado una cosa injusta, un mal contra su voluntad, que compensa la ventaja obtenida de manera desleal, de manera que la justicia violada queda restablecida. Para realizar el castigo es necesario que: a) Exista una culpabilidad, pues en caso contrario no se puede afirmar que haya habido una violación de la justicia. b) Que el castigo sea objetivamente una acción de justicia, es decir que no viole el derecho del castigado, sino que le prive de la ventaja adquirida por su mal comportamiento (además el castigo se realiza con vistas a conseguir otro fin: mejorar al que se castiga, proteger a los demás o defender la estabilidad de la sociedad). En este sentido es importante distinguir el verdadero “objeto” de la acción de castigo, del ulterior “fin” que se persigue, pues sea cual sea el fin perseguido, no tiene ningún interés si el castigo no restablece la justicia violada. c) Que el castigo sea adecuado. D) Cuando la injusticia se ha realizado contra el bien público el castigo sólo puede ser impuesto por las personas que tienen como encargo cuidar del dicho bien público. En el caso de la pena de muerte: a) Como acto de restablecimiento de la justicia, exige que sea impuesto sólo por los que tienen competencia con relación a toda la sociedad, y nunca por una persona privada que intencionalmente no puede tender al restablecimiento de la justicia, sino a conseguir el mal del otro por la que ha hecho (venganza). b) Además es necesario que dicha pena de muerte sea necesaria para restablecer la justicia, es decir que sea la única posibilidad para restablecer y conservar la justicia, o lo que es lo mismo, para conservar la sociedad humana como comunidad de derecho. Esto de penderá en gran medida de las circunstancias y de la posibilidad de ejecución de otras penas. De forma que si la pena no fuese necesaria, sería inadecuada. Con lo que hemos visto no se puede concluir que la pena de muerte deba existir, o que su aplicación efectiva sea siempre justa. Pero lo que sí que ha estado demostrado es que la “identidad intencional” entre la pena de muerte y el asesinato son distintas. Se trata por tanto de actos con objetos diferentes. Por eso no se puede presentar la pena de muerte como excepción a la regla de “no matarás”. Algo parecido pasa en el caso de aborto, que no puede ser aplicado en el contexto ético del que estamos hablando, pues el aborto entra siempre de lleno en la norma de no matarás a un inocente. Y aunque algunos lo intenten justificar como un acto de autodefensa, esto no es posible, pues significaría que es justo matar a un hombre para conseguir un fin bueno, y ningún fin puede justificar un acto malo. Pasemos ahora a exponer la prohibición absoluta es la mentira, como un segundo ejemplo que nos ayude a clarificar la noción de lo que es una prohibición absoluta. Mentir consiste en realizar una aserción voluntariamente falsa en el plano de la comunicación. Es por tanto una infracción a la veracidad, que es una aquella parte de la virtud de la justicia, en la que se basa la convivencia humana, y que exige que la comunicación lingüística sea signo verdadero de los pensamientos, de los sentimientos, de las intenciones, etc. de quienes hablan. Por eso una mentira es, a causa de su identidad intencional, una acción lingüística directa contra la convivencia humana, y por tanto contra el derecho de los demás de que las palabras de los otros sean siempre verdad (que coincidan con lo que piensan). Este derecho no puede ser inculcado, porque con él se inculca el derecho del otro a la sociedad. Expresemos la riqueza de lo que hemos dicho: ·      No toda aserción voluntariamente falsa es una injusticia, por ejemplo un juego que consiste en engañar al contrario, es un supuesto en el cual no se espera que el otro diga la verdad sino que se adapte a las reglas de dicho juego. ·      Lo mismo ocurre en casos en los que se produce una violación e la comunidad de comunicación (por ejemplo una guerra; o cuando uno entra en una habitación con un puñal queriendo asesinar a otro que se esconde y pregunta a otro que está en la habitación dónde se encuentra la persona a la que quiere asesinar). Kant argumenta que estos casos se resuelven con la máxima siguiente: “es un deber decir la verdad sólo en el caso que el otro tenga derecho a la verdad”, pero esto supondría que en cada caso el que va a hablar debe preguntarse sobre si el otro tiene o tiene el derecho a conocer la verdad, lo cual puede llevarle a conclusiones equivocadas. En estos casos la solución es más fácil: pues lo que falta aquí es el contexto comunicativo, por lo que el que realiza la pregunta no puede razonablemente esperar que se le conteste con la verdad. Por eso estas situaciones no son excepciones a la prohibición absoluta de mentir, que exige el contexto comunicativo. Hay sin embargo algunos otros autores éticos que sostienen la opinión que una mentira es simplemente una falsa aserción injustificada, y que eso significa causar un mal no moral. De esta forma consideran que se puede mentir siempre que con esa mentira se puedan obtener más bienes que males premorales, o lo que es igual para ellos, que haya motivos justificados. Pero esto lo que supone es considerar que la justicia no queda ligada a determinadas intenciones del actuar sino que debe ser juzgada cada vez en vistas a la totalidad de las consecuencias para todos los interesados. Frente a esta teoría defendemos que la norma que prohíbe mentir es absoluta porque en un contexto comunicativo una mentira es siempre una injusticia. Por eso mismo, al ser la mentira una aserción voluntariamente falsa, dicha violación de la justicia pierde maldad cuando la voluntad del que habla está bajo el influjo del miedo ante un mal que lo amenaza, y será menor la culpa del que miente según el bien que quiera obtenerse con la mentira. Por eso estamos fácilmente inclinados a disculpar ciertas mentiras en algunas circunstancias. Se debe excusar incluso la mentira necesaria, pero no como una “justificada aserción falsa”, sino en cuanto se ha actuado justamente. En este caso no es necesario excusar sino elogiar la actitud tomada. Los ejemplos expuesto se refieren a la justicia, pero también podrían haberse puesto otros referidos a las virtudes de la fortaleza o de la templanza. No obstante como en estas virtudes el “justo medio” se establece en relación con nosotros mismos, las acciones sólo pueden ser llamadas malas en la relación a la voluntad y a las pasiones, lo cual hace muy difícil expresar en una norma las prohibiciones absolutas. Sólo se puede decir que serán siempre malas aquellas acciones que hagan imposible la responsabilidad, como por ejemplo emborracharse, porque produce la suspensión del dominio sobre la razón. Todos los razonamientos hechos lo que ponen de manifiesto es que las normas prohibitivas no son otra cosa que la formulación de los límites del actuar humano o las condiciones mínimas para que el actuar humano se mueva dentro de los límites de la identidad humana, y por eso son de gran importancia, aunque no sean el núcleo de la moralidad. Por eso se entienden que las normas prohibitivas absolutas vengan formuladas siempre negativamente, mientras que las normas que vienen formuladas en positivo no indican los límites del actuar humano sino la virtud relativa que se mueve dentro de dichos límites, señala el camino de la virtud. Por eso son normas exhortativas, las cuales valen también sin excepción en cuanto son normas que miran al fin, pero no se refieren a maneras concretas de actuar siempre; así “decir la verdad” es absoluta si la consideramos en sí, como una manera buena de actuar, pero puede haber situaciones en las que decir la verdad sea malo. Por último señalar que la comprensión de estas prohibiciones absolutas sólo se puede captar en una ética de la virtud y nunca en una pura ética normativa, a la que le faltan medios para explicar los verdaderos motivos de la maldad de estas acciones.

21 4. La estructura de la prudencia
La prudencia se entiende en la ética de la virtud y no en la ética normativa La prudencia y la cuestión de que el fin justifica los medios La prudencia y la valoración de las circunstancias y consecuencias Prudencia y conciencia 4. El juicio de la acción: la estructura de la prudencia. El proceso de toda actividad de la razón práctica tiene su punto de partida en los principios prácticos (que dan la dirección del actuar humano), y se va concretando cada vez más hasta llegar al último juicio práctico que determina el modo de realizarse la acción aquí y ahora. Cuando la orientación de las aspiraciones y de los afectos humanos se dirige de forma habitual hacia el bien la persona va adquiriendo el hábito de la prudencia. Estamos ante una única persona, cuya razón al dirigirse hacia el bien en el actuar concreto se va perfeccionando; y lo mismo sucede con su voluntad guiada por la razón y sus afectos, que en cada acto concreto en el que quieren y se inclinan a lo que es bueno para el hombre, se van perfeccionando. De esta manera el hábito de la prudencia da una doble perfección al hombre: la concreción de la razón práctica y la connaturalidad afectiva del sujeto, con lo que es bueno para el hombre. De esta forma la prudencia es una auténtica regla del actuar humano, pero no como regla uniforme, sino abierta a una multiplicidad, ya que debe regular aquello que, de situación en situación, es diferente. No obstante es una regla porque lo que se decide que hay que realizar coincide cada vez con el justo aspirar. A. La prudencia se entiende en una ética de la virtud y no en una ética normativa. Este tema de la prudencia queda bastante al margen de los planteamientos de la ética moderna, que es fundamentalmente una ética normativa, y es el resultado de combinar la postura utilitarista (cuyo objetivo es determinar cuando una acción es justa), con la ética kantiana (cuyo objetivo es el estudio de las condiciones que deben darse para que la voluntad sea buena, con independencia de que la acción sea justa). Con estas bases las éticas modernas centran su atención en dos temas separados: la justeza de la acción y la bondad de la voluntad, dando los diversos criterios para cada una de estas cosas, y no capta, como lo hace la ética de la virtud que existe una perfecta unidad entre el justo aspirar de la voluntad guiado por la razón con la acción justa, pues es la razón la que capta naturalmente el bien del hombre en cuanto hombre. En la perspectiva de la ética de la virtud se comprende que las “decisiones lógicas” que puede tomar el sujeto son muy variadas, y dependerán de las diversas competencias especializadas, de la competencia en una técnica concreta (economía, política social, educación, investigación científica, tecnológica, etc.), correspondiéndole a la ética juzgar sobre la compatibilidad de cada decisión con la justeza del aspirar, es decir de su verdad práctica, con lo que se consigue tanto la bondad del sujeto agente como la justicia de la sociedad. Por eso el tema de la competencia técnica no es en sí mismo un tema moral, aunque sí que lo es el que todas las competencias especializadas se usen bien, y esta es la tarea de la prudencia, pues el prudente se empeña en poseer la competencia adecuada en su propio campo (el no poseerla por propia culpa sí que es algo inmoral) y el aplicarla siempre bien. A la pregunta que hacen las éticas normativas de qué es lo que debo hacer, responde la ética de la virtud con su teoría sobre las fuentes de la moralidad, que no resuelve directamente el problema, pero sí que tiene los fundamentos de la solución, pues en esta teoría la clave está en determinara lo que se entiende cada vez por objeto de la acción, con independencia de ulteriores intenciones. Es decir debo hacer aquello que me haga ser un hombre bueno, lo que coincidirá con lo que es bueno para el mundo. Lo que se capta aquí es la diferencia del enfoque: la ética de la virtud no pretende responder a la pregunta ¿qué debo hacer? sino a la de ¿qué hombre seré si elijo libremente eso?, porque si elijo libremente ser bueno estoy eligiendo lo que debo hacer. El objetivo está puesto en ser bueno y no en mejorar el mundo. No obstante se puede afirmar que mejorando el mundo nos hacemos buenos. Pero esta objeción falla en su punto central: el bien para el mundo, para los demás hombres, lo podemos perseguir sólo en la medida en que nosotros mismos queramos lo que es bueno para el hombre, y por tanto sepamos qué es bueno para mí, pues es imposible querer algo bueno para los demás si no sabemos lo que es bueno para nosotros mismos. Una ética de este tipo presupone admitir las estructuras racionales hacia el bien de la razón práctica, y por tanto de la adquisición del hábito de la prudencia. B. La prudencia y la cuestión de si el fin justifica los medios. En diversos planteamientos éticos modernos, como lo que se trata es de responder a la pregunta qué debo hacer, la respuesta se fija en el fin y en la utilidad que la acción consigue. Desde esta perspectiva se considera que cuando el fin es bueno (conseguir el máximo de bienes y el mínimo de males) no se puede admitir que los medios sean malos: si una persona quiere salvar a su familia del hambre, y para ello tiene que abortar, no se puede decir que el aborto sea malo. Esta postura supone considerar que las acciones humanas (en el ejemplo citado, el aborto) en sí no son morales sino eventos físicos, que reciben su identidad moral de las consecuencias que producen. Pero esto es falso pues las acciones intencionales poseen una identidad moral en sí mismas, por eso una acción objetivamente mala o injusta nunca puede ser un medio para lograr algo bueno. Por eso la pregunta moral que hay que hacerse siempre es ¿esto que yo quiero es objetivamente bueno o malo? Esto no lo entienden los utilitaristas pues para ellos el sentido objetivo no es unívoco, y por eso hay que estar no sólo a lo que quiere la voluntad sino también a las circunstancias de las acciones. C. La prudencia y su valoración de las circunstancias y las consecuencias. Cualquier acción humana tiene muchos elementos, y en su desarrollo físico una enorme cantidad de efectos. Será la prudencia la que recoja y valore todos ellos en la unidad de la acción. Así hay elementos que consideradas desde una perspectiva física son meras circunstancia que no pertenecen a la esencia natural de la acción, pero que desde la perspectiva del objeto de la acción intencional, la razón los capta como constitutivos de dicho acto, y por tanto de su identidad moral, y otros serán captados también por la razón como circunstancias que no cambian dicha identidad moral del acto. Un ejemplo: la sustracción de una cosa a otro que la posee legítimamente es una simple circunstancia, pero la razón la capta como elemento constitutivo de la identidad moral de dicha acción, ya que la voluntad se dirige contra el derecho de otra persona, lo que la razón capta como una injusticia. Que la sustracción sea de uno o dos caballos, que sea por la mañana o por la tarde, son también circunstancias, pero que la razón capta que no cambian el hecho esencial de que estamos ante un robo. Otro ejemplo: la acción de uno que incendia la casa de otro es una acción que produce objetivamente una daño material. Pero la circunstancia de que el otro se encuentre o no dentro de la casa, es una circunstancia que afecta objetivamente a la acción, pudiendo convertirla en un asesinato, si el que incendia la casa lo sabía, y quería matarlo. Puede ocurrir que el que estaba en la casa fuese un terrorista, y que el incendio de la casa se haya provocado con la intención de un atentado contra él. Esta última circunstancia (ser un terrorista) es importante, pero no cambia la identidad objetiva de la acción, pues seguimos estando ante un asesinato (y por tanto una injusticia), aunque se realice con una intención buena. En base a este análisis podemos formular algunos principios que sirven para juzgar las consecuencias de nuestras acciones: 1.      Las consecuencias que caracterizan el contenido objetivo de lo que elegimos califican moralmente a la acción como justa o injusta. 2.      Las buenas consecuencias de nuestras buenas acciones hacen que la acción sea más meritoria, aunque no las hayamos previsto. 3.      Las consecuencias negativas de nuestras malas acciones son de nuestra responsabilidad, aunque no las hayamos podido prever, pues se podían haber evitado si hubiésemos realizado la acción buena. 4.      Las consecuencias positivas de las malas acciones no convierten en buena la acción, y por tanto no son meritorias, aunque hayan sido buscadas como fin de la propia mala acción. 5.      Las consecuencias negativas no previsibles de nuestras buenas acciones no son intencionales y por tanto no somos responsables de las mismas. 6.      Las consecuencias negativas previsibles de la omisión de una acción mala no son responsabilidad del que omite dicha acción, pues es mala. 7.      Las consecuencias negativas previstas de una acción objetivamente buena no son atribuibles al agente si: a) la acción no se ha realizado para producir dicha consecuencia mala; b) el motivo para realizar la acción sea de una gravedad proporcionada a dicha consecuencia; c) y si se ha hecho todo lo que se ha podido para que no se produzca la consecuencia negativa. D. La prudencia y las acciones con consecuencias colaterales no intencionales. La teoría utilitarista no está de acuerdo con la argumentación que hemos dado. Para ellos la clave para juzgar la bondad o maldad de una acción consiste en acudir al estudio de todas las consecuencias previsibles de nuestras acciones, decidiendo así cómo se ha de actuar. Sin embargo esto no es así cuando dejamos de considerar las acciones en su perspectiva física y las juzgamos desde su base intencional. Un ejemplo clásico puede explicar las diferentes perspectivas. Una mujer en cinta con un cáncer de útero, cuya operación quirúrgica supone necesariamente la muerte del feto, y pueden darse dos supuesto: que la acción se realice para quitar el útero, es decir para salvar a la mujer (en este caso habrá que ver si es posible salvarla sin extirparle el útero), o que la acción se realice para abortar. La muerte del feto se producirá siempre, pero la moralidad de la acción, si la enfocamos desde la perspectiva intencional, será muy diferente: la acción será buena cuando se intente salvar a la mujer, y será mala cuando lo que intente es matar al feto. Otro ejemplo que también se suele citar, aunque es muy raro, es el supuesto en el cual si se deja con vida el feto morirán la madre y el mismo feto. Este caso, como otros parecidos casos límites, hay que estudiarlos con mucha cautela, porque no se puede presumir que exista para todos los casos una solución que se pueda justificar normativamente. No obstante se puede dar una respuesta desde la perspectiva de la base intencional de la acción: el problema de fondo es estudiar si se ha de decidir de dejar morir a la madre y al feto, cuando se podría al menos salvar la vida de la madre, mientras que el feto morirá en cualquier caso, pues existe una norma que prohíbe siempre matar. Se puede decir que esta norma tiene como fin evitar una injusticia (el derecho que tiene todo hombre a vivir), pero en este caso no existe un desprecio a la vida del feto, pues su vida no tendrá nunca lugar, ya que la naturaleza ha dado su veredicto. Desde la perspectiva de la intencionalidad podemos describir esta acción como “salvación de la vida de la madre”, y no se puede considerar que la muerte del feto sea el medio para alcanzar la salvación de la madre, ya que el feto no va a sobrevivir, sino que de todas formas morirá. No obstante hay que subrayar que no estamos ante el caso de una excepción a la norma de no matar, pues en este supuesto no existe dos alternativas, sino que sólo se trata de justificar racionalmente la salvación de la madre, que es la única alternativa. La prohibición absoluta lo que afirma es que nunca se debe elegir la muerte de un hombre como medio para un fin, es decir que nunca se puede tender intencionalmente a la muerte de un hombre, como objeto de una acción, aunque sea con la intención de salvar la vida de otro. El mismo Santo Tomás afirma que es ilícito matar para defenderse a sí mismo, aunque sí que sea lícito querer salvar la propia vida con una acción que tenga como consecuencia la muerte del agresor. En el plano físico las dos acciones son idénticas, pero en el plano moral son de dos especies distintas: una mira a matar a otra persona y la otra mira a la autodefensa. Por eso el mismo Santo Tomás considera que no se puede hablar de autodefensa cuando se utiliza más violencia de la necesaria para repeler la agresión. Esta proporción entre ataque e intención de defensa no es un criterio para decir si es lícito matar a un hombre para salvar la propia vida, sino un criterio para decidir si la muerte del agresor es o no intencional; es decir, si puede ser considerada una consecuencia no intencional. Algunos objetan que el aborto para salvar la vida de la madre es una violencia proporcionada para salvar la propia vida, y que por tanto el mismo aborto se puede interpretar como una acción de autodefensa. Pero el argumento no es valido, pues en el caso de la autodefensa la defensa se dirige contra la agresión del otro y no contra su propia vida. Esto no se puede aplicar al feto que no está agrediendo. En todo el análisis que estamos haciendo es importante subrayar que lo que se trata de poner en relieve es la identidad intencional de las acciones, que es lo que afecta a la cualidad de la voluntad del agente. Algo que es esencial, pero que para los utilitaristas es algo irrelevante. E. Calculo utilitaristicio: ponderación de los bienes y balance de las consecuencias (“ética teleológica”, consecuencialismo). Hoy día la ética utilitarista, que se denomina “consecuencialismo”, “proprocionalismo”, o “ética teleológica”, se presenta como una ética que considera la rectitud de las acciones según el balance completo de las consecuencias de dicha acción. Y se presenta como una ética opuesta a la “ética deontológica”, que sería la ética que afirma que una acción es mala “en sí” con independencia de sus consecuencias. Realmente, antes de seguir adelante, conviene afirmar que no es muy acertada la descripción que hacen de la ética deontológica, pues esta no afirma que haya acciones sin consecuencias, y eso no es posible, pues toda acción tiene -como mínimo- la consecuencia que recibe de su identidad intencional, que hace que el sujeto agente sea afectado por dicha acción. Más bien se puede decir que la ética deontológica es aquella que afirma: “no se debe hacer esto, porque no se debe; o porque es contrario a la voluntad de Dios; o porque es malo en sí mismo; o porque no tenemos derecho”. Pero estas formulaciones lo que ponen de manifiesto no es la racionalidad o irracionalidad de una acción, sino la aplicación de un juicio sobre el ser bueno o malo de una acción, que no se basa en su racionalidad, sino en otras cosas. Por eso se puede decir que la “ética teleológica” y la “ética deontológica” confunden dos planos diferentes de los juicios prácticos. El consecuencialismo realmente es sólo una postura de la ética teleológica muy unilateral y simplificada, con una grave incoherencia pues una vez que el consecuencialista (después de hacer un balance de las consecuencias) determina que una acción es recta, su juicio se convierte en deontológico: “hay que hacer esa acción, con independencia de las consecuencias negativa que comporta”; pues es claro que habrá consecuencias positivas y otras negativas, de las cuales no se puede decir que sea responsable el sujeto agente. La única interpretación racional consiste en comprender al consecuencialismo como una ética “no teleológica”, sino como una teoría que establece las consecuencias de las que somos responsables y aquellas de las que no somos responsables. Es decir, una teoría que afirma la rectitud de las acciones con independencia de las consecuencias. Por eso siempre se refiere a las acciones como “rectas” o “no rectas” (“justas” o “injustas”) y nunca como “buenas” o “malas”, y lo hace desde la perspectiva del “estado del mundo”. Es decir es una teoría que se sitúa en la postura de un observador, de una “tercera persona” que ha de juzgar unas acciones de otros, lo que le lleva a perder lo que es clave en la ética: la identidad del sujeto agente como persona que aspira al bien, y cuya acción le hace al mismo agente bueno o malo. Y al buscar el bien para el hombre, es capaz de buscar el bien propio y el de los demás, que son iguales que yo. El consecuencialismo al ponerse en la perspectiva de la tercera persona lo que hace es comprender la moral como el “deber”, para que se logre la optimización de “hechos y consecuencias”, por eso discuten seriamente sobre la misma utilidad de la moral, y consideran que es útil para el estado general del mundo, pero con eso no lograr buscar el por qué el hombre es moral, sino simplemente que es útil que sea moral. Pero la moral no consiste en preguntarse por lo que debemos hacer para que el estado del mundo sea el mejor posible, sino de estudiar la manera de actuar bien o mal. La ética consecuencialista, al igual que la que ellos llaman deontológica no son éticas teleológicas, pues ponen entre paréntesis la identidad del sujeto agente humano como sujeto que toma posición respecto al bien y al mal, y se dirige intencionalmente al bien. Esto sólo lo hace la ética de la virtud, que sí que es radicalmente teleológica. El axioma básico del consecuencialismo está en la distinción entre disposiciones “moralmente buenas” y “acciones moralmente justas” (o “equivocadas”). Y a eso le añade el considerar que lo que determina la “acción justa”, es decir el criterio para fijar la moralidad es el cálculo óptimo de las consecuencias derivadas de la acción. Así la decisión de Truman de lanzar la bomba atómica sobre Japón, para conseguir cuanto antes la capitulación y evitar muchas muertes, sería una acción justa. Sin embargo desde la perspectiva de la ética de la virtud hemos de afirmar que lo que es justo coincide siempre con lo que es bueno para el hombre, y viceversa, pues lo principal es que el sujeto agente quiera el bien, y luego su acción podrá ser descrita como justa. Por eso si la elección es moralmente mala siempre será moralmente injusta. Por eso la decisión de Truman será mala e injusta, porque es malo querer matar a inocentes, aunque puede comprenderse su postura. La perspectiva consecuencialista muestra su falsedad para juzgar la decisión de Sócrates cuando los “Treinta Tiranos” le encargan a él y a sus amigos arrestar al inocente León de Salamina, y Sócrates desobedece la orden marchándose a su casa, poniéndose en situación de ser castigado con la pena de muerte, y eso lo hace simplemente porque considera que es preferible padecer una injusticia a cometerla. Esto lo puede hacer Sócrates porque se sitúa en la perspectiva moral de la primera persona, y no en el de tercera persona, que es la perspectiva consecuencialista. Lo que le pasa al consecuencialista es que pierde de vista los criterios con los que debería sopesar y confrontar las consecuencias, no teniendo ninguna posibilidad de fundar de este modo lo que es bueno, justo o malo, y cuáles son las consecuencias que son peores que otras. Es decir, deja sin explicar la cuestión del bien, pero se tiene que referir a él. Además como uno sólo es responsable de las consecuencias que prevé se admite que cuando más irresponsablemente se actúa tanto menos responsable se es. No obstante se puede corregir lo anterior diciendo que sólo se es responsable de las consecuencias que se hayan “podido” prever; pero una persona puede de hecho prever en cada ocasión sólo aquello que efectivamente ha previsto. Y además se cae en un círculo vicioso pues entonces la moralidad de la acción no consiste en las consecuencias sino en el “deber de prever las consecuencias”. Pero además una ética así es imposible, pues requiere la experiencia de un experto, y queda fuera del alcance de los hombres normales. Por último se puede añadir que en una sociedad en la que todos fuesen consecuencialistas las relaciones entre personas individuales quedarían dañadas, pues cada uno actuaría según su propio cálculo utilitarista y no se podría tener una amistad entre los hombres. F. Prudencia y conciencia Con lo dicho no se quiere afirmar que las consecuencias no tengan importancia para nuestras acciones. Todo juicio moral sobre la acción a realizar debe preguntarse sobre si esa manera de actuar es buena objetivamente, o si al menos no es mala Este juicio tiene lógicamente en cuenta las consecuencias de las propias acciones; y en este contexto no se puede decir “no tengo ninguna responsabilidad porque no lo he previsto”, sino que es entonces cuando entra en juego la virtud como firmeza, fidelidad, el valor de la renuncia, etc. Es decir entra en juego el valor de la fidelidad. Efectivamente hay acciones que se realizan aspirando a conseguir ciertos estados del mundo (decisiones en el ámbito de la política social, de la legislación, de decisiones sobre defensa o sobre investigación científica). Pero también aquí cabe acudir a la perspectiva de que hay que elegir siempre lo que es bueno para el hombre, y nunca lo que es malo para él, aunque parezca un medio imprescindible para conseguir un bien grande para la humanidad. La virtud de la prudencia consiste en la connaturalidad efectiva al bien, es decir una disposición a hacer, con inclinación afectiva, el bien y evitar el mal concreto. Este hábito de la prudencia se forma a lo largo de una vida coherente bajo la guía de la conciencia moral. Pero teniendo en cuenta que la conciencia moral no tiene como objeto sólo el prohibir el mal, sino que su propio objeto es el de recordar el bien. Por eso la prudencia consiste en el actuar verdaderamente según la propia conciencia moral, y no sólo en seguir aquello que parece bueno aquí y ahora por motivos afectivos. A través del juicio sobre el sentido objetivo de nuestras acciones se forma la conciencia moral. Y así dicha conciencia se convierte en la última e inmediata norma de nuestro actuar. Es la norma más alta porque ofrece la última orientación normativa que es siempre ineludible. Por eso la prudencia debe siempre escuchar la conciencia. Si la conciencia tiene una duda positiva sobre la bondad de una manera de actuar, el sujeto actúa contra su conciencia si realiza aquello sin resolver la duda. Si omite aquello que debe realizar para salir de su duda está actuando mal. Ciertamente la conciencia moral puede estar en el error sin que el sujeto lo conozca. Esta posibilidad es la que hace necesaria que se forme la conciencia, y para ello lo mejor es adquirir las virtudes morales.


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