Lectores. Como la lectura de la palabra de Dios ocupa en la liturgia un puesto muy importante, desde el principio tuvo mucha importancia el ministro.

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Transcripción de la presentación:

Lectores. Como la lectura de la palabra de Dios ocupa en la liturgia un puesto muy importante, desde el principio tuvo mucha importancia el ministro encargado de la lectura. De tal manera que había una especie de ordenación. No era un sacramento, pero sí una bendición muy especial del obispo. Hoy al menos se busca que se lea dignamente. Lo puede desempeñar cualquier hombre o mujer.

La palabra de Dios es parte integrante de todas las celebraciones sacramentales, no sólo en la Eucaristía. Con la Palabra los signos se hacen más vivos. Por ejemplo se da realce al libro de la Palabra, especialmente al evangeliario, al que se lleva en procesión y se inciensa y se llevan luces. Esto es para realzar más la Palabra.

La liturgia cristiana ha heredado de la sinagoga la tradición de la lectura de la palabra de Dios en toda asamblea de oración. Así nos lo cuenta el evangelio de san Lucas cuando Jesús fue a su pueblo a celebrar el día del Señor, realizando la lectura de un pasaje del profeta Isaías, con su aplicación para el tiempo presente.

Si se proclama, es natural que debe oírse y entenderse. De aquí la importancia de la buena lectura y de que funcione lo mejor posible el sistema de megafonía. La proclamación de la palabra de Dios tiene su lugar especial, que es el ambón. Esta preocupación por ello es hacer que la liturgia tenga su sentido y pueda hacernos llegar mejor a Dios.

El lector debe ser apto y estar preparado. No cualquiera debería hacer la lectura. A veces se echa mano de cualquiera que no está preparado. La lectura debe ser una buena proclamación.

Cuando hay micrófono, el que lee tiene que tener en cuenta que no le basta saber leer materialmente, sino que debe saber leer ante el micrófono, ya que no es lo mismo. Al leer ante el micrófono tiene que estar, al mismo tiempo, oyéndose a sí mismo para notar si lo que dice se entiende bien. Así pues, debe acercarse o alejarse más, debe entonar la voz; no debe gritar, como si no tuviera micrófono.

Para hacerlo más dignamente, debe saber distinguir los géneros literarios del texto sagrado. No es lo mismo leer algo narrativo que algo poético, o que algo meditativo o que algo exhortativo. Debe evitar, a ser posible, la monotonía, el tonillo, la teatralidad, gritos, voz hiriente. Cada lectura tiene su propio ritmo. Debe respetar la puntuación, las pausas, etc.

El libro debe estar bien impreso. A veces se llevan hojas sueltas, de modo que da una mala impresión; aunque esto depende de circunstancias. Hay que proveer que haya buena iluminación.

En la misa y en otras celebraciones, a la primera lectura sigue el salmo de meditación, que debe servir para profun- dizar la palabra. En una celebración solemne, al final de las lecturas, y también su explicación, es natural que venga una letanía o un testimonio de fe, como es el Credo. Toda lectura se termina con la respuesta aclamatoria de la asamblea.

Por eso desde el Conc. Vat.II, para dar más amplitud a la lectura de la mayor parte de la Escritura, se ha distribuido en tres ciclos, el A, B y C. En los domingos ordinarios en el A se lee especialmente a san Mateo, en el B a san Marcos y en el C a san Lucas. El evangelio de san Juan se lee preferentemente en Pascua y en otras oportunidades. La Iglesia está abierta a todos los textos del Antiguo y del Nuevo Testamento.

Bueno sería que el lector prepare la lectura, para que no le coja de improviso. En esto habrá quienes necesiten una buena preparación, otros casi nada o nada. Y esto porque el que está leyendo no sólo lee, sino que está proclamando algo espiritual. Y si además de leer con los labios, lee con el corazón, la lectura llegará más al corazón de los oyentes.

Dios nos da su palabra, pero nos la da a través de los seres humanos. En primer lugar a través de aquellos que la escribieron; pero también a través de los que la proclaman. Esta palabra se nos hará agradable a quienes la escuchamos, si primero es agradable a quien la proclama. Así esta palabra de Dios será vida y seguridad para nosotros.

Tu palabra, Señor, es vida; tu palabra es seguridad; Automático

Tu palabra nos hace libres, tu palabra nos da hermandad;

Tu palabra es fuerte lucha;

Hacer CLICK

Después de la lectura de la Palabra de Dios, viene la homilía. La iglesia nos dice que “la homilía es parte integrante de la Liturgia de la Palabra”.

Ya decía san Justino, en el siglo 2º describiendo lo que era la celebración eucarística: “Cuando el lector ha terminado, el que preside toma la palabra para incitar y exhortar a la imitación de tan bellas cosas”. No es algo nuevo o de estos tiempos.

La homilía es como la prolongación de la proclamación de la palabra de Dios. Nos recuerda a Jesús resucitado, cuando en el camino de Emaús explicaba lo concerniente a las Escrituras antes de darse a conocer en la fracción del pan. Igualmente les dice Jesús a los apóstoles reunidos que era necesario que se cumpliera lo que decían de él la ley de Moisés, los profetas y los salmos.

Con la homilía vemos que es grande la importancia que da la Iglesia a la lectura de la Sagrada Escritura, la palabra de Dios. No es sólo por aumentar el conoci- miento o la cultura, sino porque ella es vida. Para que mejor pueda ser vida, es obligatorio que al menos en los domingos haya homilía.

Así nos lo enseñan las normas litúrgicas promulgadas por el Concilio vat.II: "Se recomienda encarecidamente, como parte de la misma Liturgia (de la Palabra), la homilía, en la cual se exponen durante el ciclo del año litúrgico, a partir de los textos sagrados, los misterios de la fe y las normas de la vida cristiana. Más aún: en las Misas que se celebran los domingos y fiestas de precepto, con asistencia del pueblo, nunca se omita si no es por causa grave."

Así pues, como nos dice la Iglesia: Los domingos y días de precepto ha de haber homilía y, solamente por un motivo muy grave, se puede eliminar de las Misas que se celebran con asistencia del pueblo.

Nos dice la Iglesia: “La función de la homilía es la de realizar una exhortación sobre las lecturas y/o el sacramento que se realiza, con el fin de hacer más inteligibles los pasajes de la Biblia que se acaban de proclamar en la asamblea litúrgica”.

Por lo anterior se deduce que la homilía tiene dos partes que se van entrelazando: La explicación de la Palabra leída y la exhortación para mejorar la vida cristiana según la orientación de dicha Palabra. Por lo tanto debe ser un comentario vivo.

La homilia no es sólo catequesis, pero tiene mucho de catequesis, de modo que Juan Pablo II la considera como uno de los momentos principales de la catequesis porque con ella se «vuelve a recorrer el itinerario de fe propuesto por la catequesis y la conduce a su perfeccionamiento natural».

Y la instrucción del Conc, Vat.II nos dice que la predicación homilética es una forma de catequesis sistemática a partir de la Palabra de Dios proclamada en la celebración. Debe estar centrada en los textos bíblicos y tiene el objetivo de facilitar el que los fieles se familiaricen con el conjunto de los misterios de la fe y de las normas de la vida cristiana.

No sólo debe explicar, sino que la predicación homilética busca fomentar la conversión de las personas a Jesucristo y mejorar la vida cristiana en todas sus exigencias, tanto de vida espiritual como testimonial y de responsabilidad social.

La Homilía, así correctamente realizada, no sólo anuncia y expone y explica la Verdad Revelada; sino que hace muchísimo bien dado que sirve a los fieles para profundizar en la Verdad Revelada y avanzar en la constante conversión y mejora de la vida cristiana.

Por todo lo cual, la homilía debe ser preparada. Puede prepararla el celebrante solo o, como felizmente se hace en algunos sitios, por un grupo de fieles, que pueden ver mejor las circunstancias de la vida que tengan relación con la Palabra leída, y porque les ayuda a ellos mismos.

Cuán deseable es que diáconos, presbíteros y obispos cuiden y preparen exquisitamente la Homilía, en la cual se muestre y se ofrezca la doctrina cristiana católica partiendo de la Palabra proclamada, siendo una prolongación de la misma. Por eso nos dice la Iglesia:

La homilía la debe hacer el sacerdote que preside, un sacerdote concelebrante o un diácono, pero no un laico. En casos particulares y con una razón legítima, la homilía la puede hacer un Obispo o un sacerdote que están presentes en la celebración pero que no pueden concelebrar. ¿Quién debe pronunciar la homilía?

El lugar desde donde pronunciar la homilía puede ser desde la sede, o desde el ambón (o púlpito), o, cuando sea oportuno, desde otro lugar adecuado. Normal- mente se hace de pie, pero puede hacerse sentado, dependien- do de circunstan- cias.

La homilía no es un sermón, ni una catequesis, ni conferencia, ni instrucción, ni una plática moralizadora, sino, como lo señala su etimología, es una conversación familiar cuya finalidad es aplicar, además de explicar, el mensaje de Dios a un Pueblo creyente concreto e introducirlo a la Celebración de los sacramentos.

La diferencia esencial con un “sermón” es que éste suele ser pronunciado en circunstancias diferentes de la liturgia y normalmente sobre un tema concreto de la religión o motivos concretos de la fe. Como el sermón de las siete palabras en una plaza.

Si la homilía es digna, la palabra de Dios podrá penetrar más en nuestro espíritu, puede hacerse vida en nuestro corazón y nos hará conducir por sendas de amor en nuestro caminar hacia Dios.

La palabra que diste a los hombres Automático

Tu palabra seguimos, Señor.

Hemos sentido muy dentro de nosotros

una palabra que es gozo y amistad.

La palabra que diste a los hombres

nos conduce por sendas de amor.

María es quien mejor acogió la Palabra de Dios en su corazón.

Que Ella interceda para que acojamos a Jesús, la Palabra eterna del Padre. AMÉN