Si bien los Evangelios no relatan ninguna aparición de Jesucristo a María Santísima, existe una antiquísima tradición que han perdurado entre los cristianos.

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Transcripción de la presentación:

Si bien los Evangelios no relatan ninguna aparición de Jesucristo a María Santísima, existe una antiquísima tradición que han perdurado entre los cristianos y que conmemora dicha aparición como la primera de las apariciones de Cristo.

Haciéndose eco de esta tradición, San Ignacio, en la Cuarta Semana de sus Ejercicios Espirituales, sugiere la meditación de este paso con las siguientes palabras: “Primero: apareció a la Virgen María, lo cual, aunque no se diga en la Escritura, se tiene por dicho, en decir que apareció a tantos otros; porque la Escritura supone que tenemos entendimiento”.

La gloria de Jesús es la misma gloria de Dios que se colma perfecta en la hora del Resucitado. Y María, ¿No contempló su gloria como de Unigénito del Padre lleno de gracia y de verdad? (Jn 1 14). El que vino del seno del Padre (Jn 1 18) encarnándose en María para nacer en Belén, ¿no pasará también por María en su vuelta definitiva al Padre?

En este sentido puede pensarse que si los autores del Nuevo Testamento no hablan del encuentro de Jesús resucitado con su madre, tal vez se debe atribuir al hecho de que los que negaban la resurrección del Señor podrían haber considerado ese testimonio demasiado interesado y, por consiguiente, no digno de fe ya que, al ser su madre, era parte comprometida. Los relatos de las apariciones consignados en los Evangelios son, pues, relatos de la resurrección hechos por testigos fidedignos.

Así, por ejemplo, no se hace ninguna narración de la aparición que sólo mencionará más adelante San Pablo a más de quinientos hermanos a la vez (1Co 15,6). Del mismo modo, la aparición a Pedro sólo es mencionada al pasar (Lc 24,34: se ha aparecido a Simón). En segundo lugar, porque los Evangelios no intentan ser exhaustivos en sus relatos. De hecho, dejan de lado apariciones de Jesús mucho más espectaculares que las que encontramos en el texto transmitido.

La Virgo fidelis ha contemplado ya toda la gloria de Dios. La aparición de Jesús Resucitado a su Madre fue mucho más que una visita de consuelo. Es la confirmación de la fe total, el sapiencial fruto de la esperanza indeficiente. María, La-que-ha-creído, La Creyente por antonomasia, es declarada proféticamente dichosa (Lc 1 45). Esa fe, engarzando con Abrahán, padre de Israel, será fundamento y causa del cabal cumplimiento en ella de todas las cosas que le ha dicho el Señor (Lc1 45).

Pero la tradición no pudo olvidar su luz. Y quedó plasmada para la historia en la estación cuarta del viacrucis tradicional. Los evangelistas no retrataron las miradas en la calle de La Amargura donde Madre e Hijo se encontraron.

¿Por qué sólo parece estar ausente quien más motivo tenía para cumplir esos últimos gestos de piedad con el cadáver del hijo amado? Esto sólo es comprensible si se piensa que María no fue al sepulcro porque sabía que su Hijo no estaba allí. Asimismo, nos inclina a pensar que Jesús se ha aparecido a su madre, ¡y en primer lugar!, la extraña ausencia de María Santísima entre el grupo de mujeres que se dirige al sepulcro para dar los últimos cuidados al cuerpo muerto del Señor (Mc 16,1; Mt 28,1).

Más todavía si se tiene en cuenta que, por la misteriosa voluntad de Dios y probablemente en premio de su fidelidad en el Calvario, las mujeres serán las primeras encargadas de anunciar el misterio de la Resurrección; ¡pero la más fiel de esas mujeres —y la causa de que las demás tuviesen el valor de estar junto a la Cruz— fue su Madre! ¿Cómo ese anuncio no iba a comenzar por Ella?

La asociación única y especialísima de María a los misterios de la Encarnación, del Nacimiento y sobre todo de la Pasión y Muerte (Jan 19,25: junto a la cruz Jesús, estaba María su madre) exige que también en este misterio central de la Resurrección Ella ocupe un lugar privilegiado. Finalmente, esta aparición es postulada por un motivo teológico: la singular asociación de María Santísima a los misterios de su Hijo.

La más cercana en la encarnación, la más cercana en el nacimiento, la más cercana en su muerte, ¿no iba a ser la más cercana en su resurrección?

“Ve el cuerpo del Hijo resucitado y glorioso, despedidas ya todas las fealdades pasadas, vuelta la gracia de aquellos ojos divinos y resucitada y acrecentada su primera hermosura. ” “No sale tan hermoso el lucero de la mañana —dice fray Luis de Granada—, como resplandeció en los ojos de la Madre aquella cara llena de gracias y aquel espejo sin mancilla de la gloria divina. ”

“Las aberturas de las llagas, que eran para la Madre como cuchillos de dolor, verlas hechas fuentes de amor, al que vio penar entre ladrones, verle acompañado de ángeles y santos, al que la encomendaba desde la cruz al discípulo ve cómo ahora extiende sus amorosos brazos y le da dulce paz en el rostro, al que tuvo muerto en sus brazos, verle ahora resucitado ante sus ojos.”

“Tiénele, no le deja, abrázale y pídele que no se le vaya, entonces, enmudecida de dolor, no sabía qué decir, ahora, enmudecida de alegría, no puede hablar”.

Por eso decía Juan Pablo II: “Los evangelios no nos hablan de una aparición de Jesús resucitado a María. De todos modos, como Ella estuvo de manera especialmente cercana a la cruz del Hijo, hubo de tener también una experiencia privilegiada de su resurrección”. Texto: P. Miguel A. Fuentes

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