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NATURALISMO. ÉMILE ZOLA MATERIALISMO Niega la parte espiritual del hombre DETERMINISMO MÉTODO EXPERIMENTAL (Claude Bernard) Herencia biológica.

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Presentación del tema: "NATURALISMO. ÉMILE ZOLA MATERIALISMO Niega la parte espiritual del hombre DETERMINISMO MÉTODO EXPERIMENTAL (Claude Bernard) Herencia biológica."— Transcripción de la presentación:

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3 NATURALISMO. ÉMILE ZOLA
MATERIALISMO Niega la parte espiritual del hombre DETERMINISMO MÉTODO EXPERIMENTAL (Claude Bernard) Herencia biológica (Mendel) Ambiente Evolución de las especies (Darwin) El naturalista se recrea en los aspectos más morbosos y repugnantes de la vida humana. Abundan las bajas pasiones y los personajes marginales (psicópatas, tarados, alcohólicos, prostitutas…), seres que obedecen a sus impulsos primarios, aunque su reacción es diferente según su clase social y formación. Su técnica es la observación y la documentación, pero llevados al extremo. Su lenguaje es técnico, clínico y médico. Se hace precisa la reproducción del lenguaje oral y las descripciones de patologías.

4 Pepita Jiménez de Juan Valera.
Don Gumersindo, muy aseado y cuidadoso de su persona, era un viejo que no inspiraba repugnancia. Las prendas de su sencillo vestuario estaban algo raídas, pero sin una mancha y saltando de limpias, aunque de tiempo inmemorial se le conocía la misma capa, el mismo chaquetón y los mismos pantalones y chaleco. A veces se interrogaban en balde las gentes unas a otras a ver si alguien le había visto estrenar una prenda. Con todos estos defectos, que aquí y en otras partes muchos consideran virtudes, aunque virtudes exageradas, don Gumersindo tenía excelentes cualidades: era afable, servicial, compasivo, y se desvivía por complacer y ser útil a todo el mundo, aunque le costase trabajo, desvelos y fatiga, con tal de que no le costase un real. Alegre y amigo de chanzas y de burlas, se hallaba en todas las reuniones y fiestas, cuando no eran a escote, y las regocijaba con la amenidad de su trato y con su discreta aunque poco ática conversación. Nunca había tenido inclinación alguna amorosa a una mujer determinada; pero inocentemente, sin malicia, gustaba de todas, y era el viejo más amigo de requebrar a las muchachas y que más las hiciese reír que había en diez leguas a la redonda. Ya he dicho que era tío de la Pepita. Cuando frisaba en los ochenta años, iba ella a cumplir los dieciséis. Él era poderoso; ella pobre y desvalida.

5 La Regenta de Clarín. Principio
La heroica ciudad dormía la siesta. El viento del Sur, caliente y perezoso, empujaba las nubes blanquecinas que se rasgaban al correr hacia el Norte. En las calles no había más ruido que el rumor estridente de los remolinos de polvo, trapos, pajas y papeles que iban de arroyo en arroyo, de acera en acera, de esquina en esquina revolando y persiguiéndose, como mariposas que se buscan y huyen y que el aire envuelve en sus pliegues invisibles. Cual turbas de pilluelos, aquellas migajas de la basura, aquellas sobras de todo se juntaban en un montón, parábanse como dormidas un momento y brincaban de nuevo sobresaltadas, dispersándose, trepando unas por las paredes hasta los cristales temblorosos de los faroles, otras hasta los carteles de papel mal pegado a las esquinas, y había pluma que llegaba a un tercer piso, y arenilla que se incrustaba para días, o para años, en la vidriera de un escaparate, agarrada a un plomo. Vetusta, la muy noble y leal ciudad, corte en lejano siglo, hacía la digestión del cocido y de la olla podrida, y descansaba oyendo entre sueños el monótono y familiar zumbido de la campana de coro, que retumbaba allá en lo alto de la esbelta torre en la Santa Basílica. […]

6 La Regenta. Final Servando iba y venía como una estatua en movimiento… y los demás vetustenses no entraban en el caserón de los Ozores después de la muerte de don Víctor. No entraban. Vetusta la noble estaba escandalizada, horrorizada. Unos a otros, con cara de hipócrita compunción, se ocultan los buenos vetustenses el íntimo placer que les causaba aquél gran escándalo que era como una novela, algo que interrumpía la monotonía eterna de la ciudad triste. Pero ostensiblemente pocos se alegraban de lo ocurrido, ¡Era un escándalo! ¡Un adulterio descubierto! ¡Un duelo! ¡Un marido un ex regente de la Audiencia, muerto de un pistoletazo en la vejiga! En Vetusta, ni aun en los tiempos de la revolución había habido tiros. No había costado a nadie un cartucho la conquista de los derechos inalienables del hombre. Aquel tiro de Mesía, del que tenía la culpa la Regenta, rompía la tradición pacífica del crimen silencioso, morigerado y precavido. Ya se sabía que muchas damas principales de la Encimada y de la Colonia engañaban o habían engañado o estaban a punto de engañar a sus respectivos esposos, ¡pero no a tiros! La envidia, que hasta se había disfrazado de admiración, salió a la calle con toda la amarillez de sus carnes. Y resultó que envidiaban en secreto la hermosura y la fama de virtuosa de la Regenta, no solo Visitación Olías de Cuervo y Obdulia Fandiño y la baronesa de la “Deuda Flotante”, sino también la gobernadora, y la de Páez, y la señora de Carraspique y la de Rianzares y las criadas de la marquesa y toda la aristocracia, y toda la clase media y hasta las mujeres del pueblo … y ¡quién lo iba a decir!, la marquesa misma, aquella doña Rufina tan liberal que con tanta magnanimidad se absolvía a sí misma de las ligerezas de la juventud … ¡y otras!

7 Benito Pérez Galdós, Fortunata y Jacinta
Benito Pérez Galdós, Fortunata y Jacinta. Parte primera, VII Escenas de la vida íntima. […] Era Jacinta observadora, prudente y sagaz. Los más insignificantes gestos de su esposo, las inflexiones de su voz, todo lo observaba con disimulo, sonriendo cuando más atenta estaba, escondiendo con mil zalamerías su vigilancia, como los naturalistas esconden y disimulan el lente con que examinan el trabajo de las abejas. Sabía hacer preguntas capciosas, verdaderas trampas cubiertas de follaje. ¡Pero bueno era el otro para dejarse coger! Y para todo tenía el ingenioso culpable palabras bonitas: «La luna de miel perpetua es un contrasentido, es... hasta ridícula. El entusiasmo es un estado infantil impropio de personas normales. El marido piensa en sus negocios, la mujer en las cosas de su casa, y uno y otro se tratan más como amigos que como amantes. Hasta las palomas, hija mía, hasta las palomas cuando pasan de cierta edad, se hacen cariños así... de una manera sesuda». Jacinta se reía con esto; pero no admitía tales componendas. Lo más gracioso era que él se las echaba de hombre ocupado. ¡Valiente truhán! ¡Si no tenía absolutamente nada que hacer más que pasear y divertirse...! Su padre había trabajado toda la vida como un negro para asegurar la holgazanería dichosa del príncipe de la casa...En fin, fuese lo que fuese, Jacinta se proponía no abandonar jamás su actitud de humildad y discreción. Creía firmemente que Juan no daría nunca escándalos, y no habiendo escándalo, las cosas irían pasando así. No hay existencia sin gusanillo, un parásito interior que la roe y a sus expensas vive, y ella tenía dos: los apartamientos de su marido y el desconsuelo de no ser madre. Llevaría ambas penas con paciencia, con talque no saltara algo más fuerte.

8 Los pazos de Ulloa de Emilia Pardo Bazán
Siguió andando, guiado por el ladrido lejano de los perros. Ya divisaba próxima la vasta mole de los Pazos. El postigo debía estar abierto. Julián distaba de él unos cuantos pasos no más, cuando oyó dos o tres gritos que le helaron la sangre: clamores inarticulados como de alimaña herida, a los cuales se unía el desconsolado llanto de un niño. Engolfóse el capellán en las tenebrosas profundidades de corredor y bodega, y llegó velozmente a la cocina. En el umbral se quedó paralizado de asombro ante lo que iluminaba la luz fuliginosa del candilón. Sabel, tendida en el suelo, aullaba desesperadamente; don Pedro, loco de furor, la brumaba a culatazos; en una esquina, Perucho, con los puños metidos en los ojos, sollozaba. Sin reparar lo que hacía, arrojóse Julián hacia el grupo, llamando al marqués con grandes voces: -¡Señor don Pedro..., señor don Pedro! Volvióse el señor de los Pazos, y se quedó inmóvil, con la escopeta empuñada por el cañón, jadeante, lívido de ira, los labios y las manos agitadas por temblor horrible; y en vez de disculpar su frenesí o de acudir a la víctima, balbució roncamente: -¡Perra..., perra..., condenada..., a ver si nos das pronto de cenar, o te deshago! ¡A levantarse... o te levanto con la escopeta! Sabel se incorporaba ayudada por el capellán, gimiendo y exhalando entrecortados ayes. Tenía aún el traje de fiesta con el cual la viera Julián danzar pocas horas antes junto al crucero y en el atrio; pero el mantelo de rico paño se encontraba manchado de tierra; el dengue de grana se le caía de los hombros, y uno de sus largos zarcillos de filigrana de plata, abollado por un culatazo, se le había clavado en la carne de la nuca, por donde escurrían algunas gotas de sangre. Cinco verdugones rojos en la mejilla de Sabel contaban bien a las claras cómo había sido derribada la intrépida bailadora. 

9 La barraca de Blasco Ibáñez
Ya sólo quedaban en pie las paredes y la parra, con sus sarmientos retorcidos por el incendio, y las pilastras, que se destacaban como barras de tinta sobre un fondo rojo. Batistet, con el ansia de sacar algo, corría desaforado por las sendas, gritando, aporreando las puertas de las barracas inmediatas, que parecían parpadear con el reflejo del incendio. -¡Socorro! ¡Socorro!... ¡A foc! ¡A foc! (¡Fuego! ¡Fuego!) Sus voces se perdían, levantando el eco inútil de las ruinas y los cementerios. Su padre sonrió cruelmente. En vano llamaba. La huerta era sorda para ellos. Dentro de las blancas barracas había ojos que atisbaban, curiosos, por las rendijas; tal vez bocas que reían con un gozo infantil; pero ni una voz que dijera: «¡Aquí estoy!». ¡El pan! ¡Cuánto cuesta ganarlo! ¡Y cuán malos hace a los hombres! En una barraca brillaba una luz pálida, amarillenta, triste. Teresa, atolondrada por el peligro, quiso ir a ella a implorar socorro, con la esperanza que infunde el ajeno auxilio, con la ilusión de algo milagroso que se ansía en la desgracia. Su marido la detuvo con una expresión de terror. No; allí, no. A todas partes menos allí. Y como hombre que ha caído tan hondo, tan hondo, que ya no puede sentir remordimiento, apartó su vista del incendio para fijarla en aquella luz macilenta; luz de cirios que arden sin brillo, como alimentados por una atmósfera en la que se percibe aún el revoloteo de la muerte. ¡Adiós, Pimentó! Bien servido te alejas del mundo. La barraca y la fortuna del odiado intruso alumbrarán tu cadáver mejor que los cirios comprados por la desolada Pepeta, amarillentas lágrimas de luz. Batistet regresó desesperado de su inútil correría. Nadie contestaba. La vega, silenciosa y ceñuda, los despedía para siempre. Estaban más solos que en medio de un desierto; el vacío del odio era mil veces peor que el de la Naturaleza. […]


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