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Transcripción de la presentación:

Queridos hermanos y hermanas: El salmo 110, según la tradición judía, 109 según la grecolatina; es un salmo muy amado por la Iglesia antigua y por los creyentes de todas las épocas. Esta oración estaba inicialmente vinculada con la entronización de un rey davídico; pero su sentido va más allá del hecho histórico, convirtiéndose en la celebración del Mesías victorioso, glorificado a la derecha de Dios. El Salmo inicia con una declaración solemne: “Dijo el Señor a mi Señor: 'Siéntate a mi derecha, mientras yo pongo a tus enemigos como estrado de tus pies'”(v.1).

Dios mismo entroniza al rey en la gloria, haciéndole sentar a su derecha, un signo de grandísimo honor y de absoluto privilegio.

El rey es admitido de este modo, a participar en el señorío divino de quien es mediador hacia el pueblo. Tal señorío del rey se concreta también en la victoria sobre los adversarios, que son colocados a los pies de Dios mismo; la victoria sobre los enemigos es del Señor, pero se hace partícipe al rey y su triunfo se convierte en testimonio y signo del poder divino. La glorificación real, expresada en este salmo, ha sido asumida por el Nuevo Testamento como profecía mesiánica. Jesús mismo lo menciona (Mt 22,41-45; Mc 12,35-37; Lc 20,41-44). Y Pedro lo retoma en su discurso en Pentecostés (Hch 2,29-35).

Él es el verdadero rey que con la resurrección ha entrado en la gloria a la derecha del Padre (Rom 8,34; Ef 2,5; Col 3,1; Hb 8,1; 12,2), hecho superior a los ángeles, sentado en los cielos sobre toda potencia y potestad y con todos sus adversarios a sus pies, hasta que el último enemigo, la muerte, sea derrotado por Él (1 Cor 15,24-26; Ef 1,20-23; Hb 1,3-4.13; 2,5-8; 10,12-13; 1 Pe 3,22). Y se comprende enseguida que este rey, que está a la derecha de Dios y participa de su señorío, no es uno de estos hombres sucesores de David sino el nuevo David, el Hijo de Dios que ha vencido a la muerte y participa realmente en la gloria de Dios. Es nuestro Rey, que nos da también la Vida Eterna.

El dominio sobre los enemigos, la gloria y la victoria son dones recibidos; que hacen del soberano un mediador del triunfo divino sobre el mal. Él domina sobre los enemigos transformándoles, los vence con su amor. Por esto, en el versículo siguiente se celebra la grandeza del rey: “Tú eres príncipe desde tu nacimiento, con esplendor de santidad; yo mismo te engendré como rocío, desde el seno de la aurora”.

Este oráculo divino sobre el rey afirmaría, por tanto, una generación divina impregnada de esplendor y de misterio, un origen secreto e inescrutable, ligado a la belleza arcana de la aurora y a la maravilla del rocío que en las primeras luces brilla sobre los campos y los hace fecundos. De esta manera se señala a la figura del rey indisolublemente vinculada con la realidad celeste, que viene realmente de Dios, del Mesías que lleva a su pueblo la vida divina y es mediador de santidad y de salvación. Él es la luz que lleva la vida divina al mundo.

Con esta imagen sugestiva y enigmática le sigue otro oráculo en la línea de una dimensión sacerdotal conectada con la realeza: “El Señor lo ha jurado y no se retractará: 'Tú eres sacerdote para siempre, a la manera de Melquisedec'”. (v.4).

Melquisedec era el sacerdote del rey de Salem que había bendecido a Abraham y ofrecido pan y vino después de la victoriosa campaña militar conducida por el patriarca para salvar a su sobrino Lot de las manos de los enemigos que lo habían capturado (Gen 14). En la figura de Melquisedec, el poder real y sacerdotal convergen y son proclamados por el Señor en una declaración que promete eternidad: el rey celebrado por el Salmo será sacerdote para siempre, mediador de la presencia divina en medio de su pueblo, a través de la bendición que viene de Dios y que en la acción litúrgica se encuentra con la respuesta del hombre que bendice.

Jesús es el verdadero y definitivo sacerdote, que lleva a cumplimiento las características del sacerdocio de Melquisedec haciéndolas perfectas. (Hebreos 5,5-6.10; 6,19-20) En el Señor Jesús resucitado y ascendido al cielo, donde se sienta a la derecha del Padre, se realiza la profecía de este Salmo y el sacerdocio de Melquisedec es llevado a su cumplimiento, para que sea absoluto y eterno, convertido en una realidad que no conoce el ocaso (7,24).

Y la oferta del pan y del vino, realizada por Melquisedec en los tiempos de Abraham, encuentra su realización en el gesto eucarístico de Jesús, que en el pan y el vino se ofrece a sí mismo y, vencida la muerte, lleva a la vida a todos los creyentes.

Sacerdote eterno, “santo, inocente, sin mácula” (7,26), él, como dice de nuevo la Epístola a los Hebreos, “puede salvar perfectamente a los que por medio de Él se acercan a Dios; Él, de hecho, está siempre preparado para interceder a su favor (7,25).

Después de este oráculo divino del versículo 4, el poeta, dirigiéndose directamente al rey, proclama: “¡El Señor está a tu derecha!” (v.5a), si en el versículo uno era el rey el que estaba a la derecha de Dios como signo de sumo prestigio y honor, ahora es el Señor el que se coloca a la derecha del soberano para protegerlo con el escudo en la batalla y para salvarlo de todo peligro. El rey está protegido, Dios es su defensor y juntos combaten y vencen a todo mal.

El soberano protegido por el Señor, bate todo obstáculo y va seguro hacia la victoria. Nos dice: sí, en el mundo hay mucho mal, hay una lucha permanente entre el bien y el mal, y parece que el mal es cada vez más fuerte. No, más fuerte es el Señor, nuestro verdadero rey y sacerdote Cristo, porque combate con toda la fuerza de Dios y, a pesar de todo lo que nos hace dudar sobre el resultado positivo de la historia, vence Cristo y vence el bien, vence el amor y no el odio.

El Salmo, concluye con palabras enigmáticas: “En el camino beberá del torrente, por eso erguirá su cabeza”(v.7). En medio de la descripción de la batalla, se destaca la figura del rey que, en un momento de tregua y de reposo, bebe de un torrente de agua, encontrando en él reposo y nuevo vigor, para poder reanudar su camino triunfante, con la cabeza alta, como signo de la victoria definitiva.

El rey cantado por el salmista es en definitiva Cristo, el Mesías que instaura el Reino de Dios y que vence a las potencias del mundo, es el verbo generado por el Padre antes de toda criatura, el Hijo encarnado, muerto y resucitado y ascendido a los cielos, el sacerdote eterno que, en el misterio del pan y del vino, da la remisión de los pecados y la reconciliación con Dios, el rey que levanta la cabeza triunfando sobre la muerte con su resurrección.

Rezando con este Salmo, pidamos al Señor que estemos dispuestos a subir con Él sobre el monte de la cruz para alcanzar con Él la gloria, y contemplándolo sentado a la derecha del Padre, rey victorioso y sacerdote misericordioso que da el perdón y la salvación a todos los hombres.

Y también nosotros, convertidos, por gracia de Dios, en “estirpe elegida, sacerdocio real, nación santa” (1 Pe 2,9), podremos acceder con alegría a las fuentes de la salvación (Is 12,3) y proclamar a todo el mundo las maravillas de Aquel que nos “ha llamado de las tinieblas a su luz maravillosa” (1 Pe 2,9). Benedicto XVI

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