Iglesia Anglicana.

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Transcripción de la presentación:

Iglesia Anglicana

¿ Quien fue Enrique VIII? Rey de Inglaterra (1509-1547), perteneciente a la dinastía Tudor. Menos conocido por los logros de su reinado que por sus seis esposas, el celebérrimo Enrique VIII de Inglaterra ha pasado a la cultura popular con una imagen con frecuencia distorsionada.

Se suele recordar a sus esposas engañadas, repudiadas o ejecutadas, olvidando que el propio monarca, en su legítima ansia de tener hijos varones en quien perpetuar la dinastía, fue a menudo víctima de las malas artes de sus mujeres, de consejeros poco competentes o simplemente de la fortuna.

Ana Bolena: la amante y luego segundo esposa de Enrique VIII fue uno de los detonantes del cisma anglicano. Desligado de Roma, el rey pasó a ser cabeza de la Iglesia de Inglaterra, disolvió las órdenes religiosas e incautó sus bienes.

Las consecuencias fueron profundas: el poder real se vio fortalecido, y las riquezas obtenidas favorecieron una incipiente industrialización y el desarrollo de la marina inglesa, base de un futuro poderío militar y comercial que se manifestaría en la era isabelina, es decir, en el reinado de Isabel I de Inglaterra (1558-1603), hija precisamente de Ana Bolena. En política exterior, Enrique VIII supo mantener el difícil equilibrio de las potencias europeas, lo que da fe de su capacidad como estadista.

HISTORIA Enrique VIII tenía nueve años cuando asistió como infante a los desposorios de su hermano mayor Arturo, príncipe de Gales, con Catalina de Aragón, hija menor de los Reyes Católicos.

cinco meses después, siendo aún recientes los jubilosos ecos de la boda, el príncipe Arturo moría víctima de una gripe aguda ante la que los médicos de la época se mostraron impotentes.

En 1509 falleció Enrique VII, y Enrique VIII ocupó el trono destinado a su difunto hermano. Enrique VIII tenía entonces diecisiete años y era un apuesto mozo a quien no faltaba entendimiento ni habilidad política. Tras ceñir la corona en sustitución de su hermano, consideró que por razones de Estado era preciso reemplazarle también como esposo. Desprenderse de Catalina de Aragón y devolverla a su país suponía perder la cuantiosa dote aportada por sus padres y, lo que era aún más importante, cortar un lazo de inestimable valor con la corona española, más necesario que nunca en el revuelto contexto político europeo de aquel entonces.

La solución consistió en declarar nulo el enlace de la Catalina con Arturo. La propia Catalina de Aragón reconoció ante un tribunal eclesiástico que la unión anterior no se había consumado por incapacidad del cónyuge y que, por tanto, ella continuaba siendo doncella. La Santa Sede no tuvo inconveniente en otorgar la dispensa y, dos meses después de subir al trono, Enrique VIII se casó con Catalina de Aragón, cinco años mayor que él.

Tras su boda con Enrique VIII dio a luz seis veces, pero el único varón nacido con vida sólo alentó durante cincuenta y dos días.

Enrique VIII empezó a tener interesados escrúpulos de conciencia y a considerar que el origen del maleficio estaba en la Biblia: "No debes descubrir la desnudez de la mujer de tu hermano", sentencia el Levítico.

No menos determinante que la falta de descendencia y la coyuntura europea fue la entrada en escena de Ana Bolena, noble inglesa que, tras ser educada en Francia, había regresado en 1522 a la corte como dama de la reina Catalina. Su atractivo despertó pasiones entre personajes encumbrados, entre ellos el mismo Enrique VIII, que trató de seducirla y obstaculizó su boda con lord Henry Percy. Pero la ambiciosa Ana Bolena no estaba dispuesta a convertirse en mera amante; quería ser reina y, mediante una fríamente calculada alternancia de favores y desdenes, consiguió que Enrique VIII se enamorase perdidamente de ella.

Culto e inteligente, Enrique VIII había mostrado desde su juventud su ferviente catolicismo. Había empleado su brillantez contra la reforma protestante lanzada por Lutero en 1520, mostrándose como un enérgico defensor de la fe católica. «Defensor de la fe» fue exactamente el título que le dio el papa León X por el Tratado de los siete sacramentos, que el monarca había escrito en 1521.

Pero esta situación cambiaría a raíz del conflicto desatado con la Iglesia por el acuciante problema sucesorio: el matrimonio con Catalina de Aragón no le había dado herederos varones. En 1527, Enrique VIII pidió al papa Clemente VII la anulación del matrimonio so pretexto del parentesco previo entre los cónyuges. El papa, presionado por Carlos V (que era sobrino de Catalina), negó la anulación, y Enrique VIII decidió romper con Roma, aconsejado por Thomas Cranmer y Thomas Cromwell.

Aprovechó el descontento reinante entre el clero secular inglés por la excesiva fiscalidad papal y por la acumulación de riquezas en manos de las órdenes religiosas para hacerse reconocer jefe de la Iglesia de Inglaterra (1531).

En 1533 hizo que Thomas Cranmer (a quien había nombrado arzobispo de Canterbury) anulara su primer matrimonio y coronara reina a su amante, Ana Bolena. El papa Clemente VIII respondió con la excomunión del rey. La reacción de Enrique VIII no fue menos contundente: hizo aprobar en el Parlamento el Acta de Supremacía (1534), en virtud de la cual se declaraba la independencia de la Iglesia Anglicana y se erigía al rey en máxima autoridad de la misma.

A mediados de marzo de 1533, Ana Bolena comunicó a su regio amante que estaba embarazada. Enrique, loco de júbilo, dispuso la ceremonia, que tuvo lugar el 1 de junio en la abadía de Westminster. Pocos vítores se escucharon entre la multitud: las gentes veían en ella a la concubina advenediza carente de escrúpulos que había hechizado a su buen rey con malas artes.

Tres meses después, la nueva reina dio a luz una hija que se llamaría Isabel y llegaría a ser una de las más grandes soberanas inglesas, pero Enrique VIII no podía saberlo y se sintió muy decepcionado: todo el escándalo no había servido para asegurar la sucesión. El alumbramiento de una hembra debilitó considerablemente la situación de Ana Bolena.

El 7 de enero de 1536 fallecía Catalina de Aragón, sola, abandonada y lejos de la corte. Veinte días después, Ana Bolena parió de nuevo, esta vez un hijo muerto. Enrique ni siquiera se dignó visitarla; acusada de adulterio, que hubo de confesar tras ser torturada, la altiva y calculadora cabeza de Ana no tardó en caer (19 de mayo de 1536) y el matrimonio fue declarado nulo por los prelados ingleses.

Mientras, el rey no había perdido el tiempo Mientras, el rey no había perdido el tiempo. Su nueva favorita se llamaba Juana Seymour y era una joven dama descendiente por rama colateral de Eduardo III. En contraste con la frialdad manipuladora y enérgica de Ana Bolena, Juana Seymour era una mujer tímida y dócil, pero también culta e inteligente, y fue probablemente, de entre todas sus esposas, la que más amó a Enrique VIII.

El monarca se prometió oficialmente con Juana dos días después de la ejecución de Ana Bolena. En 1537, Juana Seymour lo colmó de felicidad al darle un hijo varón, Eduardo, que sucedería a su padre como Eduardo VI. Se alejaba así el fantasma de la maldición que parecía pesar sobre la dinastía; el niño había nacido débil y enfermizo, pero el rey podía abrigar la esperanza de tener pronto más hijos varones, fuertes y sanos. De ahí que se sumiera en la tristeza cuando, dos semanas después del parto, Juana Seymour falleció de unas fiebres puerperales. Enrique VIII la hizo enterrar en el panteón real de Windsor; oficialmente, Juana Seymour había sido la primera reina.

Transcurrieron dos años antes de que se decidiera a contraer nuevas nupcias. En 1540, Enrique VIII volvió a casarse con Ana de Clèves para fortalecer la alianza de Inglaterra con los protestantes alemanes. Cumplidos los cuarenta y siete años y repuesto ya de la desaparición de Juana, se había decidido a probar fortuna una vez más alentado por su valido Thomas Cromwell, quien le mostró un cautivador retrato de la princesa Ana de Clèves pintado por Hans Holbein el Joven, en el que aparecía una muchacha adorable de angelicales facciones.

Perteneciente a la nobleza alemana, Ana de Clèves vivía lejos de Londres y jamás había pisado Inglaterra, pero ello no fue óbice para que se firmaran solemnemente las capitulaciones y para que se dispusiera el encuentro del rey con su futura esposa. Por desgracia para Enrique, el maestro Holbein había sido en exceso piadoso con su modelo; Ana tenía el semblante marcado por la viruela, la nariz enorme y los dientes horrorosamente saltones. Además, desconocía otro idioma que no fuera el alemán y su voz recordaba el relincho de un caballo

El desdichado marido aceptó el yugo que se le imponía y accedió al casamiento por tratarse de una obligación contraída de antemano, pero no pudo consumar la unión porque, según sus palabras, le era imposible vencer la repugnancia que sentía "en compañía de aquella yegua flamenca de pechos flácidos y risa destemplada".

El caso de la siguiente esposa, Catalina Howard, tuvo un comienzo completamente opuesto. Si bien los retratos que se conservan de ella no le hacen justicia, hoy se sabe que en persona resultaba deslumbrante. En presencia de aquella ninfa, el rey creyó estar soñando. Sus avellanados ojos, sus cabellos rojizos y su figura perfecta hechizaron de tal modo al monarca que la boda fue dispuesta con una inusual celeridad.

Enrique VIII parecía estar viviendo una segunda juventud, pero su entusiasmo fue breve. Cuanto se había inventado para desacreditar a Ana Bolena y llevarla al patíbulo resultó ser una verdad incontrovertible en el caso de Catalina Howard: al parecer, la caprichosa muchacha había sostenido relaciones amorosas con su preceptor y con varios músicos desde la edad de trece años, actividad que había continuado incluso después de su enlace con el rey. El 12 de febrero de 1542 fue ejecutada en el mismo lugar que Ana Bolena y por el mismo verdugo.

Con este currículum a sus espaldas, no es de extrañar que, cuando una bellísima duquesa recibió años después a unos comisionados reales encargados de pedir su mano en nombre de Enrique VIII, ella respondiese sin pestañear: "Digan a Su Majestad que me casaría con él si tuviera una cabeza de repuesto". Porque el rey, a pesar de haber engordado considerablemente y ser víctima de intensos ataques de gota, deseaba una nueva esposa

Al acceder al trono no dio ni una sola muestra de arrogancia Al acceder al trono no dio ni una sola muestra de arrogancia. Discretamente pero con eficacia tomó a su cargo todos los asuntos domésticos y supo proporcionar a Enrique, tras sus trágicos matrimonios anteriores, cinco años de paz y sosegada vejez. El soberano murió el 28 de enero de 1547. En su entierro, junto al estandarte real, se colocaron las enseñas familiares de Juana Seymour y Catalina Parr, las dos únicas mujeres que oficialmente habían contraído matrimonio con Enrique VIII y por lo tanto figuraban como reinas. Atrás quedaban la devota Catalina de Aragón, la ambiciosa Ana Bolena, la poco agraciada Ana de Clèves y la lujuriosa Catalina Howard, forjadoras de un funesto destino del que la casa Tudor escapó milagrosamente.