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Transcripción de la presentación:

Carta 17. Fue en mi país. Volvía yo de un largo viaje cuando en el camino encontré aquel hombre. Por su atuendo y sus maneras parecía un musulmán, pero su tez delicada y larga cabellera me dejó desconcertado. Hablaba con sosiego y decisión, y mirándome a los ojos, dijo:

“Tendrás una novia muy bonita, rubia y abrileña. Colmará tu vejez con su aliento generoso y templará con su amor tus huesos ateridos. Será allí donde el Islam dejó sus huellas y en aquella tierra extraña te hará feliz. Cuando amanezca el día, amasará con sus manos el pan de la concordia y cuando oscurezca prenderá la llama de la tolerancia y la comprensión.

Luego os sentaréis junto al hogar encendido y abrazada a tu cintura apoyará la cabeza sobre tu pecho desnudo. Pero llegará el día en que suenen gritos de incertidumbre y desesperanza, y en tu casa se abatirá el mal”.

Carta 18. En aquel sofocante agosto, la rosa daba su último suspiro y el sol avaricioso se hundía a besos en la arena de la playa. Junto a ti quedé dormido, y soñé: Escuché los susurros temerosos del lecho abandonado. La gaviota no había vuelto, quizás errática perdida en el camino; tal vez muerta, sin saberlo su amador.

Y no volvió aquella tarde, ni la siguiente, ni se la vio nunca más. Y desde entonces, durante el verano sobre el angustioso grito de las olas o en la inerte placidez de las noches de luna, escuché la desgarradora voz de su compañero proclamando su dolor.

Carta 19. Llueve. Espero. Languidece en su agonía el candil que ilumina mi rincón, pero tu venida despierta en mí un canto de alegría. Canto a tu presencia admirable e irreal. Canto a la caída de la gota de lluvia, cuando deslizante se besa en el cristal.

Canto a la fragancia del otoño, la difusa luz del cielo y el plácido silencio de la oscuridad. Canto al clamoreo de perfumes que emana la tierra mojada trastornando el aire y aquietando mi temor. Canto a la felicidad que se ha posado en todo. ¡Y canto a aquella a quien yo amo, porque sé que vendrá!

Carta 20. Aquel día no supe lo que vine a buscar. Las rosas se habían marchitado, la sombra del hastío se colgaba en el horizonte y mi alma enamorada se cernía en su ingravidez. Por el arroyo cristalino de mi existencia, vagaba mansa el agua de todos los días y todavía el remoto palpitar de la estrella vespertina se enredaba en mi corazón.

Pero se me iba olvidando que la noche era profunda, que el cielo se hacía hosco y sombrío y que la lluvia anegaba mi jardín. ¡Y no supe lo que vine a buscar!

Carta 21. ¡Qué me importa, amada, que el mundo naufrague si en ti encontré mi salvación! Sí, ya sé que todo acabó. Que el mundo que me recibe es aquél al que pertenecí y del que quise huir. Ya sé que no puedo llorar, ni que mi pecho puede exhalar su último suspiro, porque, ¿quién recogería mis lamentos si sólo el viento me escucha?

¡Maldito aquél, que al reclamo de tu voz, te arrebató mi corona arrojándola a tus pies! ¡Maldito aquél, que también por desamor, algún día te será tan extraño como la luz del sol lo es a la noche sin riberas ni color!

Carta 22. ¡Adiós, alma mía! Llegué a ti como errante peregrino para saciar mi sed. ¡Y tú me recibiste! Me senté a tu vera y te entregué mis rosas más fragantes y mis espinas más duras para darte una diadema. Pero pasó el tiempo. El día se hizo furtiva oscuridad y sobre un lecho la arrancaron de tus sienes.

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