KAMCHATKA KAMCHATKA.

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Transcripción de la presentación:

KAMCHATKA KAMCHATKA

DISFRUTANDO LA NATURALEZA . DISFRUTANDO LA NATURALEZA Cuando era un chaval que crecía, reía, estudiaba y sufría en el instituto, algunos días, cuando un profesor faltaba a clase, nos entreteníamos con un juego que hoy día puede sonar disparatado: localizar en un mapamundi, en el menor tiempo posible, diversos países o accidentes geográficos. Como es de imaginar, se elegían las búsquedas más recónditas para evitar que el preguntado ganara las chucherías que se apostaban, aunque por una mezcla de presunción, amor propio y codicia, muchos acabamos por conocer y situar en el mapa hasta los países y lugares más lejanos y de nombre más impronunciable. Con aquel juego descubrí que en el extremo nororiental de Rusia se encontraba una remota península, con un exótico y sonoro nombre: Kamchatka.

. Empujado por la curiosidad, aprendí también que su clima era casi polar, que estaba atravesada por toda una cadena de imponentes volcanes que se elevaban sobre la helada tundra en el norte y la intrincada taiga en el sur, que en sus grandes espacios abiertos señoreaban los osos pardos más grandes de la Tierra y que las autoridades de la entonces Unión Soviética la habían sembrado con silos de misiles balísticos armados de cabezas nucleares y convertido en su más poderosa base naval en el Pacífico, por lo que era un espacio completamente cerrado para Occidente.

Desde entonces el deseo de ir algún día a tan complicado destino ocupó un lugar en mi corazón, deseo que se fortaleció cuando, con el paso de los años, el sistema soviético se derrumbó y Kamchacka quedó por fin abierta a la curiosidad occidental. Ya en mi madurez comencé a tener más tiempo y recursos para viajar y junto a tres buenos amigos decidí cumplir mis sueños de juventud y comenzar a simultanear el turismo con la aventura, centrada sobre todo y desde hace ya más de diez años en recorrer el África Central, desde el río Congo hasta más allá del Lago Chad, desde la oscura e impenetrable selva hasta el ilimitado y ardiente desierto.

Por diferentes razones, año tras año, la expedición a Rusia fue aplazada pero no olvidada, y así, a principios de 2007 el tan deseado viaje fue poco a poco tomando forma hasta concretarse para el otoño de ese mismo año. A finales de septiembre comenzamos un largo y accidentado viaje en avión que nos llevó desde Madrid hasta Moscú y desde allí hasta Petropaulov, capital de la provincia de Kamchatka, casi en el otro extremo del mundo para nosotros, pues de ella nos separan unos 18.000 kilómetros y 11 husos horarios. Llegados allí, nuestro interminable y penoso viaje continuó, primero por tierra, atravesando la península de sur a norte bajo una lluvia torrencial, circulando por pistas de tierra a bordo de un viejo todoterreno, después volando en un destartalado helicóptero MI-8/17, chatarra soviética sobrante de la guerra de Afganistán, único y poco fiable medio de transporte capaz de atravesar las altas montañas y llevarnos al corazón de la tundra, quinientos kilómetros al norte del último asentamiento humano en la ya de por sí casi despoblada península, hacia el modesto campamento que durante varias semanas sería nuestra casa…

Un conjunto de tres pequeñas cabañas de madera -precarios dormitorios en cuyo interior se elevaba una tarima a modo de cama- y una tienda de lona que hacía las veces de cocina, comedor y lugar de reunión, jurisdicción de Irina, la cocinera, una rolliza, fuerte y animosa ucraniana de mediana edad. Cada estancia equipada con una sencilla estufa de leña que, al menos teóricamente, debía proporcionar un cálido ambiente, refugio contra las bajas temperaturas y el descarnado viento helado.

Tres son las impresiones que permanecen grabadas en la memoria de todo aquel que se haya atrevido a aventurarse en la península de Kamchatka, en la antesala del crudo invierno: la intensidad del frío, el profundo silencio y la desolada belleza del paisaje. Todo en esta remota provincia de Rusia aparece a los poco acostumbrados ojos del europeo occidental como desmesurado y primitivo, reliquia y testigo de una época remota. La enormidad del espacio, ocupado en su mayor parte por la inhóspita tundra, y el permanente silencio, solo roto en la noche por el ruido del fuerte y gélido viento, provocan una sensación de soledad e incluso de desamparo difícil de describir, que a los que amamos la naturaleza nos evoca la dura vida de nuestros lejanos ancestros, aquellos temibles cazadores capaces de hacer frente y derrotar a las formidables criaturas del helado pleistoceno.

Ante nuestra asombrada vista se desplegaban amplios valles glaciares que se extendían a lo largo de muchos kilómetros, alfombrados por una espesa y multicolor vegetación en la que dominaba los tonos verdes, rojos y amarillos. Valles que siempre aparecían surcados por caudalosos ríos de aguas muy frías y transparentes, desbordados en grandes zonas pantanosas cubiertas por una casi impenetrable maraña de arbustos. Los flanqueaban poderosas elevaciones ocupadas por desnudos bosques de abedules y verdes masas de coníferas, enmarcadas, a su vez, por gigantescos picos, volcanes de más de cuatro mil metros de altura vestidos con una gruesa capa de nieve que día a día se hacía más espesa. Grises morrenas, testimonio mudo de un pasado helado, afloraban aquí y allá recordándonos que ese era el dominio del frío, de la nieve y del viento glacial.

La aventura en Kamchatka es dura, al menos en esta época del año en la que el clima es tan cambiante y se erige, sin duda, en el primer obstáculo. El otoño vacila y el invierno, aunque por llegar, da las primeras señales de su rigor. Llovía o nevaba casi a diario y, cuando esto no ocurría, la helada matutina podía alternar con tardes en las que a ratos el Sol atenuaba con su agradable calidez el gélido ambiente, provocado en gran medida por un casi permanente viento que barría inmisericorde las grandes llanuras.

Todo ello nos obligaba a ir muy abrigados para protegernos del intenso frío, del agua y de la nieve que empapaba la tundra, alfombra vegetal de hasta treinta centímetros de espesor en la que se camina con dificultad pero que era, con mucho, el terreno más favorable de los que allí podíamos encontrar. Ropa interior térmica y larga, polo o camisa de manga larga, jersey de lana, polar y anorak de goretex, eran prendas básicas. Al menos dos pares de calcetines, guantes, braga o bufanda y gorro de lana, además de botas de agua hasta la cintura, completaban el equipo imprescindible no solo para caminar entre la siempre mojada vegetación, sino sobre todo para vadear los numerosos ríos que encontrábamos a nuestro paso durante las largas caminatas. Este era nuestro vestuario habitual, el conjunto de prendas que acumulábamos sobre nuestro cuerpo en la madrugada y durante las largas observaciones con prismáticos en las cimas de las colinas, pero que resultaba ser un equipo excesivo cuando caminábamos, especialmente en las interminables subidas, por lo que debíamos estar permanentemente poniéndonos y quitándonos ropa según parásemos o marchásemos.

Sin embargo, todo ello quedaba compensado por el privilegio de caminar sobre una tierra prácticamente virgen, preservada de la codicia humana por su remota localización y por la hostilidad de su clima. Durante los días que estuvimos allí, sin ver un alma, disfrutamos observando una rica y variada fauna que tenía como denominador común su considerable tamaño: grandes águilas de cabeza blanca, gigantescos alces, espectaculares caribúes y, sobre todo, enormes osos cubiertos de un espeso pelaje en una gama de colores que se extendía desde el pardo claro hasta el negro, las hembras acompañadas de uno o dos oseznos ya bastante crecidos, dedicados todos a alimentarse compulsivamente con el objeto de ganar el mayor peso posible, reserva de grasa imprescindible para conseguir sobrevivir al inminente invierno. Junto a ellos, los descarados lemmings, pequeños roedores invisibles a simple vista, que no dudaban en subirse sobre nuestros torsos y caras apenas nos echábamos en la mullida tundra para disfrutar de los breves momentos en los que el cálido sol del mediodía se abría camino en el nublado cielo para compensarnos del frío cada vez más intenso.

Durante aquellos días llenos de plenitud, tan duros como provechosos, fortalecimos nuestro cuerpo y nuestro espíritu, sudamos, pasamos frío y nos divertimos. Nos olvidamos de las servidumbres, obligaciones y responsabilidades que tiñen de gris nuestra monótona existencia y nos sentimos especiales, los mismos amigos de siempre que recuperábamos nuestras ilusiones de juventud, y que ahora estábamos unidos en una lejana tierra que intimidaba por su rudeza e inmensidad. En una de aquellas felices noches de camaradería, pasada entre risas y bromas, conseguí abstraerme unos momentos, recordar emocionado a mi padre y evocar los buenos ratos de caza pasados en su compañía. Fuera de la frágil tienda de lona, la oscuridad, como un pesado manto, lo envolvía todo y el viento helado soplaba con fuerza arrastrando los abundantes copos de nieve que caían del negro cielo y que acabarían acumulándose en el valle preparando una blanca madrugada con muchos grados bajo cero. Pero esto no nos preocupaba, estábamos en Kamchatka. Fuengirola, a 4 de mayo de 2008. Juan Enrique Nieves Carrascosa.