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Quinto mandamiento del Decálogo (2)
EL RESPETO A LA VIDA Quinto mandamiento del Decálogo (2)
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La eutanasia Acción u omisión que por su naturaleza y en la intención causa la muerte, con el fin de eliminar cualquier dolor. Es una grave violación de la Ley de Dios, en cuanto eliminación deliberada y moralmente inaceptable de una persona humana (Ev. Vitae, 65)
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La eutanasia Conlleva, según las circunstancias, la malicia del suicidio o del homicidio. Supone que hay vidas sin valor, es adueñarse de la muerte, procurándola de modo anticipado.
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La eutanasia Es gravemente contraria a la dignidad de la persona humana y es una de las consecuencias a las que puede llevar el hedonismo y la pérdida del sentido cristiano del dolor.
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Obligación de los tratamientos médicos
«La interrupción de tratamientos médicos onerosos, peligrosos, extraordinarios o desproporcionados a los resultados puede ser legítima. Interrumpir estos tratamientos es rechazar el encarnizamiento terapéutico. Con estos no se pretende provocar la muerte; se acepta no poder impedirla» (CEC, 2278).
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El suicidio «Somos administradores y no propietarios de la vida que Dios nos ha confiado. No disponemos de ella» (Catecismo, 2280). «Contradice la inclinación natural del ser humano a conservar y perpetuar su vida. Es gravemente contrario al justo amor de sí mismo» (Catecismo, 2281).
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Obligación de los tratamientos médicos
«Aunque la muerte se considere inminente, los cuidados ordinarios debidos a una persona enferma no pueden ser legítimamente interrumpidos. Son lícitos los analgésicos que disminuyen el dolor, «aunque tengan riesgo de abreviar los días del enfermo, siempre que la muerte no sea pretendida como fin ni como medio, sino sólo prevista y tolerada como inevitable» (Catecismo, 2279).
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El suicidio «Ofende también al amor del prójimo porque rompe injustamente los lazos de solidaridad con las sociedades familiar, nacional y humana con las cuales estamos obligados. El suicidio es contrario al amor del Dios vivo» (Catecismo 2281).
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El suicidio La Iglesia ora por las personas que han atentado contra su vida (Catecismo 2283). Preferir la propia muerte para salvar la vida de otro no es suicidio, antes bien, puede constituir un acto de extrema caridad.
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La legítima defensa La prohibición de causar la muerte no suprime el derecho de impedir que un injusto agresor cause daño (Catecismo, 2264). Puede ser incluso un deber grave para quien es responsable de la vida de otro o del bien común: la autoridad legítima puede rechazar, incluso con las armas, a los agresores de la sociedad (Catecismo 2265).
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Las penas Defender el bien común de la sociedad exige que se ponga al agresor en situación de no poder dañar. Por esto, la legítima autoridad pública puede infligir penas proporcionales a la gravedad de los delitos. Las penas tienen como efecto el compensar el desorden introducido por la falta, el preservar el orden público y la seguridad de las personas y contribuir a la enmienda del culpable (cfr. Catecismo, 2266).
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La pena de muerte «Para conseguir estas finalidades la medida y la calidad de la pena deben ser valoradas y decididas atentamente, sin que se deba llegar a la eliminación del reo salvo en casos de absoluta necesidad, es decir, cuando la defensa de la sociedad no sea posible de otro modo (...). Estos casos son ya muy raros, por no decir prácticamente inexistentes» (Ev. Vitae, 56; Catecismo, 2267).
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La pena de muerte Discurso del Papa Francisco a los participantes en el encuentro promovido por el Consejo Pontificio para la Promoción de la Nueva Evangelización, «Esta cuestión no se puede reducir al mero recuerdo de un principio histórico, sin tener en cuenta no sólo el progreso de la doctrina llevado a cabo por los últimos Pontífices, sino también el cambio en la conciencia del pueblo cristiano, que rechaza una actitud complaciente con respecto a una pena que menoscaba gravemente la dignidad humana. Hay que afirmar de manera rotunda que la condena a muerte, en cualquier circunstancia, es una medida inhumana que humilla la dignidad de la persona.
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La pena de muerte Es en sí misma contraria al Evangelio porque con ella se decide suprimir voluntariamente una vida humana, que es siempre sagrada a los ojos del Creador y de la que sólo Dios puede ser, en última instancia, su único juez y garante. Jamás ningún hombre, «ni siquiera el homicida, pierde su dignidad personal» (Carta al Presidente de la Comisión Internacional contra la pena de muerte,20 marzo 2015), porque Dios es un Padre que siempre espera el regreso del hijo que, consciente de haberse equivocado, pide perdón y empieza una nueva vida. Por tanto, a nadie se le puede quitar la vida ni la posibilidad de una redención moral y existencial que redunde en favor de la comunidad».
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