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Publicada porRicardo Cano Ortega Modificado hace 8 años
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LAS VIRTUDES EN LA VIDA MORAL (4) FORTALEZA MAGNANIMIDAD – MAGNIFICIENCIA El heroísmo de lo ordinario
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LAS VIRTUDES CARDINALES La enseñanza cristiana tradicional ha sintetizado la actividad moral natural del hombre en el ejercicio de cuatro virtudes fundamentales llamadas “cardinales”. Se llaman así porque son como el quicio alrededor del cual gira la vida moral. Prudencia, Justicia, Fortaleza y Templanza. En la práctica es imposible distinguir la actividad moral natural y la sobrenatural, porque la gracia todo lo eleva, lo diviniza.
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FORTALEZA CRISTIANA El Cristianismo nace de un acto sublime de fortaleza y de caridad: la muerte de Cristo en la Cruz. El cristiano se siente comprendido en sus flaquezas, pero también solicitado al ejercicio de la fortaleza, hasta el extremo. Los mártires siempre son ejemplos admirables. El martirio es un don eximio y la suprema prueba de amor. Es un don concedido a pocos, pero todos debemos confesar a Cristo y seguirle por el camino de la Cruz (cfr. Concilio Vaticano II, Lumen gentium, n. 42).
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ROBUSTECER LA VOLUNTAD El Señor no nos pide a todos el martirio, pero sí nos pide heroísmo en la ordinario. “– En alguna ocasión me he preguntado qué martirio es mayor: el del que recibe la muerte por la fe, de manos de los enemigos de Dios; o el del que gasta sus años trabajando sin otra mira que servir a la Iglesia y a las almas, y envejece sonriendo, y pasa inadvertido... – Para mí, el martirio sin espectáculo es más heroico... Ese es el camino tuyo” (San Josemaría, Via Crucis, VII, n. 4).
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ROBUSTECER LA VOLUNTAD Se trata de robustecer la voluntad. No desistir de la búsqueda del bien, a pesar de las dificultades. “La fortaleza es el amor que todo lo sufre sin pena, con la vista fija en Dios” (San Agustín). Resulta especialmente importante esta virtud actualmente, ante la mentalidad hedonista, de materialismo práctico, que causa horror a todo lo que significa renuncia o sacrificio.
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ROBUSTECER LA VOLUNTAD La vida cristiana es alegre, pero sabe de renuncias y sacrificios, por el estado en que se encuentra la naturaleza por el pecado original. Dios nos concede la virtud infusa de la fortaleza para ayudarnos. Y también don de fortaleza del Espíritu Santo, en orden a realizar acciones sobrenaturales. Pero necesitamos el apoyo de la virtud humana de la fortaleza como soporte natural. Valentía y audacia ante el peligro para realizar el bien; paciencia y perseverancia para soportar adversidades.
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FORTALEZA EN LA VIDA ORDINARIA El ámbito de la fortaleza para la mayor parte de las personas es la vida ordinaria, buscando la perfección en su trabajo diario. “Es fuerte el que persevera en el cumplimiento de lo que entiende que debe hacer, según su conciencia; el que no mide el valor de una tarea exclusivamente por los beneficios que recibe, sino por el servicio que presta a los demás. El fuerte, a veces, sufre, pero resiste; llora quizá, pero se bebe sus lágrimas. Cuando la contradicción arrecia, no se dobla” (San Josemaría, Amigos de Dios, n. 77).
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FORTALEZA EN LA VIDA ORDINARIA Es fuerte el que hace lo que debe en su trabajo, en las relaciones con los demás y en la lucha por acercarse más a Dios…, sin doblegarse ante las dificultades. El cristiano no considera las dificultades como barreras insuperables. “La virtud de la fortaleza requiere siempre una cierta superación de la debilidad humana y, sobre todo, del miedo. El hombre, en efecto, por naturaleza teme el peligro, las molestias, los sufrimientos. Por ello es necesario buscar hombres valientes no solamente en los campos de batalla, sino también en los pasillos de los hospitales o junto al lecho del dolor” (San Juan Pablo II, Alocución, 15.XI.1978).
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HORIZONTES GRANDES Junto a la fortaleza está la magnanimidad. “Magnanimidad: ánimo grande, alma amplia en la que caben muchos. Es la fuerza que nos dispone a salir de nosotros mismos, para prepararnos a emprender obras valiosas, en beneficio de todos. No anida la estrechez en el magnánimo; no media la cicatería, ni el cálculo egoísta, ni la trapisonda interesada. El magnánimo dedica sin reservas sus fuerzas a lo que vale la pena; por eso es capaz de entregarse él mismo. No se conforma con dar: se da. Y logra entender entonces la mayor muestra de magnanimidad: darse a Dios” (San Josemaría, Amigos de Dios, n. 80).
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HORIZONTES GRANDES No es compatible con la magnanimidad la ambición de honores y alabanzas, el gusto por la adulación, la jactancia. Lo opuesto a la magnanimidad es la pusilanimidad: horizontes estrechos, conformarse con “ir tirando”, despreocuparse de los demás. Los santos (y así deben ser los sacerdotes) han sido las personas más magnánimas: “si no es para construir una obra muy grande, muy de Dios –la santidad –, no vale la pena entregarse” (San Josemaría, Surco, n. 611). Participar en una empresa apostólica es más que una actividad unida a otras: es participar de un ideal, el más alto: poner a Cristo en la cumbre de todo lo humano, empezando por uno mismo.
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HORIZONTES GRANDES El magnánimo es audaz, no se retrae ante la magnitud de la empresa, ni ante las dificultades que encuentra. El temor al ambiente no tiene sentido en un cristiano. Como no lo tuvieron los primeros cristianos. Hemos de llevar a los demás “nuestro propio ambiente”, dar nuestro propio tono, con la gracia de Dios. Hay gente que arriesga su vida por ideas o ambiciones mezquinas y aun malas, ¿cómo vamos nosotros a poner excusas para trabajar por Dios?
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DAR CON GENEROSIDAD También forma parte de la fortaleza la magnificiencia. Modera el amor al dinero y a los bienes materiales. Para ponerlo generosamente al servicio de obras grandes. Es lo contrario de la tacañería, pobretería en las cosas de Dios o del bien común, que no se tolera en la vida personal o familiar. Un ejemplo de magnificiencia es la generosidad en los objetos sagrados, para dar esplendor al culto con dignidad y belleza.
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DAR CON GENEROSIDAD En las obras de apostolado muchas veces se sufre por falta de medios. “He aquí una tarea urgente: remover la conciencia de creyentes y no creyentes – hacer una leva de hombres de buena voluntad–, con el fin de que cooperen y faciliten los instrumentos materiales necesarios para trabajar con las almas” (San Josemaría, Surco, n. 24). No se debe “esperar al final”, cuando ya no se puede uno llevar nada.
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