Las fiestas, qué cosa las fiestas. Como la calesita: ruido, girar, y a mí me daba miedo subirme a los caballos de madera, y me daba vergüenza colgarme.

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Las fiestas, qué cosa las fiestas. Como la calesita: ruido, girar, y a mí me daba miedo subirme a los caballos de madera, y me daba vergüenza colgarme y estirarme para agarrar la sortija. En ese tiempo llegaban las fiestas y mi infancia les sacaba lustre a los zapatos, pero no los ponía en la ventana por miedo a que Papá Noel se los llevara …

… como Dios se había llevado a mi mamá, mi mamá de barriguita blandita sobre la que apoyaba mi cabeza para oírle leer sus coplas: la libertad es estarse parado en cualquier lugar, con una calle delante, con una puerta detrás. Las fiestas, qué cosa las fiestas … Mazapán en forma de frutillas, naranjitas, tajaditas de melón, cerezas pequeñitas adornando la mesa, y mis hermanas y yo llevándonos la bandejita a la cocina, para dejarla sin color, inmaculadamente limpia, mientras nos machacaba dentro de la cabeza las anilinas son veneno, y después nos pasábamos un largo rato esperando el efecto.

Los chicos vecinos tiraban rompe portones contra las paredes y agitaban un universo estrellado de luces de bengala. Nunca encendí ninguna: les tenía casi tanto miedo como a las arañas en la oscuridad. Las fiestas, qué cosa las fiestas. En la infancia había ausencia también. Una enorme ausencia como un pozo. Como un huracán. Como un incendio. Como un llanto huyendo de la gran represa. Pero ahora las ausencias se han multiplicado. Y no falta solamente mamá. Faltan también aquellos que intentaron, con su cariño y sus cuidados, darme un poquito de la que ya nunca correría descalza por la orilla del río.

Cuando llegan las fiestas, se me alborota adentro una niñita que todo lo quiere: arbolito verde, estrellas de strass, pan dulce, globos, peces de celuloide, frutas de mazapán, rompe portones para aturdir, luces de bengala para asustarme, misa de gallo, regalitos al lado de la cama. Cuando llegan las fiestas me crecen moños en el pelo, aunque nadie los vea. Me crecen mediecitas blancas en las piernas, se me achata el taco de los zapatos, la voz se afina, me detengo frente a las vidrieras de las jugueterías.

-¿No te pone melancólica Navidad? -No, a mí me gusta. -Pero … Me gusta. Me gusta nombrarlos cada vez que suena una campanada a las doce de la noche. Nombrarlos voz hacia adentro, traerlos a la celebración, convidarles, garrapiñadas y sidra fría. Una campanada, mamá. Otra campanada, mi abuela Sara. Y Pascual, con su vozarrón diciendo “bravo” cada vez que escuchaba algo que le gustaba. Y Pilar, adolescente para siempre. Mi amigo Juan Manuel, discutiendo a Kant y a Freud. Con cada campanada digo un nombre en voz baja y están todos.

Estamos todos juntos, riendo por lo mismo, llorando por lo mismo, agarrándonos fuerte de la mano para nunca estar solos. Y después, después pongo mis zapatos junto a los de mi niña, y las dos despertamos de corazón alborotado y risas, y las dos abrimos los paquetes. Y tenemos la misma edad. Y tenemos las mismas ganas de estar contentas, las mismas ganas de que las fiestas se repitan siempre. Las fiestas, qué cosa las fiestas … Y no sé por qué este nudo en la garganta, y estos ojos nublados; sí, en las fiestas estamos todos, todos.