El matador de tiburones

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Transcripción de la presentación:

El matador de tiburones 1640 Puerto Rico

El matador de tiburones Ardía la Aguada en fiesta. Frente a la hermosa bahía estaban anclados los galeones que conducían al Virrey de Nuestra España y al Obispo de Talsteca. Los nobles hidalgos desembarcaron en lo que la armada se aprovisionaba de agua y abastecimientos para seguir viaje a Veracruz.

El matador de tiburones El Virrey, marqués de Villena y duque de Escalona, quiso dejar memoria de su llegada a un puerto de esta isla, y pidió al Teniente a Guerra un niño para apadrinarlo y protegerlo. Se buscó al infante, y le echó las aguas bautismales, el obispo acompañante don Juan Palafox y Mendoza. Al niño se le puso por nombre don Diego de Pacheco. Como su ilustre padrino. Todo eso ocurría allá por el año de 1640.

El matador de tiburones El gobernador don Agustín de Silva y Figueroa y el prelado don Fray Alonso de Solis estuvieron en la Aguada a acompañar a tan altos dignatarios. Los rumbosos festejos habidos, fueron ruidosos y de ellos hablan los crónicas de la isla.

El matador de tiburones En el banquete que se dio en la Casa del Rey en honor de los representantes de S. M., dijo don Diego Pacheco: -Señores, lo que mas me ha llamado la atención en este largo viaje ha sido que dos días antes de arribar a estas playas, hemos pescado un pez horrendo, que llaman tiburón. Tenía cuatro varas de largo y la tremenda boca llena de hileras de dientes movibles. Muerto y echado sobre la cubierta del barco infundía pavor tan feroz animal.

El matador de tiburones -Pues, señor virrey, aquí en la Aguada, hay quien lucha con un tiburón y lo vence –contestó el Teniente a Guerra. -¿Que dice usted, amigo mío? –replicó el Virrey sorprendido; y añadió: ¿Puede ser eso verdad? Gustaríame presenciar tan sorprendente combate.

El matador de tiburones -Tenemos un pescador ribereño, que suele batirse cuerpo a cuerpo y siempre con feliz éxito. -Pues llámelo usted, que deseo conocerlo.

El matador de tiburones Rufino, el indio, era un matador de tiburones. Moraba en la aldea de Aguadilla, frente al mar y vivía de la pesca. Mocetón de mas de veinte años, era de baja estatura, ancho de espaldas, fornidos miembros y color achocolatado. A simple vista, se descubría en él el cruce de las razas pobladoras de esta isla. Ojos grandes, nariz aguileña, labios gruesos, pelo negro y abundante. Simpático, humilde y complaciente. El Teniente le mandó a llamar y le dijo:

El matador de tiburones -Muchacho, nuestros nobles huéspedes desean verte peleando con un tiburón. ¿Estas dispuesto a ello? -No, señor. -Porque no tengo mis escapularios de la Virgen del Carmen. -¿Y donde están? -Estaban muy deteriorados y los envié al Convento de Monjas Carmelitas de la Capital para que me los compusieran.

El matador de tiburones -Te daré cuatro pesos fuertes, si peleas mañana con un tiburón en presencia del Virrey y del Obispo que van para México. -No puedo, mi Teniente; necesito mis escapularios de la Virgen del Carmen. -Te daré ocho pesos… -!No puede ser, señor!

El matador de tiburones Presentado Rufino al Virrey, enterado éste de la negativa rotunda del pescador, lo trató con sumo afecto y le dijo sugestivamente: -Mañana pelearás con un tiburón y además de los ocho pesos fuertes que te dará el Teniente, yo te regalaré una onza de oro español.

El matador de tiburones El matador de tiburones se pasó toda la noche pensando en su aciaga suerte. Cuando se le presentaba la oportunidad de ganar un puñado de dinero, que le sacaría de tantos apuros, se encontraba sin sus queridos escapularios de la Virgen del Carmen, sin los cuales jamás había salido al mar, ni siquiera a pescar.

El matador de tiburones Descansó poco. Levantándose temprano y buscó su daguilla de combate, que llamaba “mi alfiler”. Este era un largo puñal, con un fuerte cabo de hueso. Tenía una pulgada de ancho y trece de largo. Lo aceitó y lo guardó en su vaina de cuero; tenía en el cabo una manija, para asegurarlo en la muñeca cuando se arrojaba al mar a combatir a los escualos.

El matador de tiburones Salió y fuese a la plaza. El mar estaba como una lámina de acero, terso y límpido. Los galeones reales lucían sus vistosas banderolas y los barcos pescadores regresaban al puerto con su pesca. Entró en un bodegón a desayunar.

El matador de tiburones Como a las diez de la mañana hubo algazara en la playa. Los que atalayaban avisaron al Teniente a Guerra que un tiburón había entrado a la bahía. El Teniente avisó a sus hidalgos huéspedes y toda la comitiva se dirigió a la playa.

El matador de tiburones Rufino no había salido del bodegón, allí estaba pensativo, con las manos sujetándose la cabeza, pero él no se movía. La gritería iba en aumento. El dueño del bodegón tocó en el hombro a Rufino. Este levantó la cabeza y exclamó:

El matador de tiburones -¿Que hay? -Que hoy vas a ganar mucho dinero. -No se …

El matador de tiburones Entonces se levantó, nervioso y preocupado, y se alejó de allí. Se dirigió a la playa. La multitud lo invadía todo. Llegó a la dársena de los botes y miró al horizonte, poniéndose la mano de visera sobre la frente. Apretó los puños con ira. Había divisado la aleta negra del tiburón sobre las olas. El voraz animal humeaba que comer cerca de las galeones. El Teniente ordenó que le arrojasen un perro chino para atraerlo a la orilla. La orden se había cumplido. Tan pronto lo divisó el tiburón, se undió la negrusca aleta, para virarse el escualo y poder devorar al infeliz perrillo. Un espumarajo de sangre manó la superficie del agua.

El matador de tiburones Rufino lo había visto todo. Le brillaron los ojos de coraje con deseo de combatir a la fiera. Corrió a la punta de la dársena. Se desvistió rápidamente y daga en mano se lanzó impetuoso al mar. El gentío aplaudió con estrépito.

El matador de tiburones La aleta negra del tiburón, como una velilla latina volvió a aparecer sobre el mar. Rufino nadó con bravía hacia ella. De repente desapareció la siniestra aleta negra y también zambulló el pescador. El agua se movía bruscamente. Debajo de la superficie se desarrollaba la encarnizada lucha. Rufino era un gran buzo, pero la ansiedad y expectación eran muy grandes.

El matador de tiburones Apareció sobre las olas el muchacho y se vio que nadaba apresuradamente hacia tierra. Al llegar a la orilla se desmayó. El pueblo acudió en tropel en torno del pescador, que estaba pálido. Hubo necesidad de auxiliarlo. Su boca estaba teñida de sangre. Vuelto en sí, se sentó tránsido de ansiedad. Miro su daguilla. Estaba límpido el acero, pero rojo el huso del cabo. Escupió y al ver que escupía sangre exclamó triste:

El matador de tiburones -!Ah! !mis escapularios, mis escapularios…! De pronto grito con alegría: -!Allí está …! !Alli está …! !Lo maté …! Pero, !ay! !el también me ha herido …! Rufino, al clavar por segunda vez su puñal al monstruo moribundo, recibió un aletazo en el pecho que por poco le priva del conocimiento, y, perdido el sentido, se hubiera ahogado.

El matador de tiburones El gentío vociferaba atrozmente. Sobre la superficie de las aguas se iba destacando el horrible animal con su espantosa boca abierta, privado de la vida. Diestros ribereños, en sus pequeños esquifes, empezaron a remolcarlo hacia tierra.

El matador de tiburones El Virrey se acercó al grupo donde estaba Rufino, puso su diestra sobre la cabeza del matador triunfante, y le dijo: -Eres un valiente, pero no vuelvas a repetir esa hazaña.

El matador de tiburones Y le entregó dos onzas españolas. Al poco rato la gorra del pobre ribereño estaba llena de dinero. Hasta los marineros de los galeones, que habían presenciado su heroíca, hazaña le enviaban su regalo en toda clase de monedas. Rufino llegó a su bohío en brazos de sus amigos. Estuvo gravemente enfermo por algún tiempo, pero su recia naturaleza venció el mal y cicatrizó su pulmón herido. Compró redes de pescar y un buen bote y no volvió a combatir con los monstruos del mar. En el comedor de su cabaña, pendiente del seto, guardaba como trofeo de sus victorias la celebre daguilla rodeada de dientes de tiburones.

El matador de tiburones Leyendas Puertorriqueñas Dr. Cayetano Coll y Toste Editorial Orion México, D. F. 1960

Actividades Hacerle preguntas al estudiante antes de comenzar a leer la leyenda. Dejar que los estudiantes se expresen sobre lo que escucharon. Si le gusto o no la leyenda. Contestar pregunta de la leyenda. Hacer un dibujo sobre la leyenda.