El pozo de la samaritana

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Transcripción de la presentación:

El pozo de la samaritana

(Relato con fondo bíblico)

Lo llaman el Pozo de Jacob. Tiempo, desierto, historia, y gente, se asoman a su brocal. Otros, prefieren llamarlo el Pozo de la Samaritana. Mujer, sueños, idilios, sed, se entrecruzan en él. Fue Jesús, sin embargo, quien lo inmortalizó. Rodeado de olivos, este pozo es, en definitiva, el pozo de todos los encuentros que convergen, por fin, en la fe. Como un peregrino más, como un caminante de tantos, curioso, sediento, y en definitiva, necesitado del agua de la Vida, también yo quiero acercarme hoy a este pozo. 

De Jacob, de la Samaritana, de Jesús…, es igual; que no es cuestión de nombres, sino de realidades. Más que su nombre, me interesa el Pozo en sí. Porque es éste un Pozo lleno de Luz, donde el agua no es el agua de nuestras diarias penurias, sino donde agua y sed son, por igual, metáfora alzada en el tiempo. Indicador de resequedad, de desierto. Y flecha que apunta directa al corazón. Lugar de encuentro. Por eso acudió a él la Samaritana. Y Jesús. Y yo, y tú, y tantos y tantos otros...

Airosa caminaba la Samaritana por el olivar, milagro arrancado al desierto, en busca del pozo, en busca del agua, con su cantarillo en jarras, canción primaveral en sus labios. Cansado caminaba Jesús, cubiertos su ropa y sus pies del polvo inclemente del camino. Atrás ha quedado lo más duro del desierto; comienzan a aparecer los olivos de Sicar. No se dirige al pueblo; se detiene en el brocal del pozo que, si famoso es, ahora quedará inmortalizado para siempre.

De sus labios sedientos brota un salmo de alabanza y bendición. El encuentro es inminente. Hombre y mujer frente a frente; agua y sed une a los dos. No hay que perderse la escena. Por eso, desde la diáfana página del evangelio, transcendiendo el tiempo, me acerco yo también al pozo.

Y así, en actitud silente, junto al brocal, el alma en vilo, hundo los ojos en la profundidad del agua y del tiempo. Y veo, más allá de los siglos, a Amós, el profeta de las estepas. Le oigo clamar: “Vendrán días en que mandará (Dios) a la tierra sed, pero no de agua, sino de oír la Palabra de Dios” (Am 8,11). Y un escalofrío me sube por el alma. 

La Palabra es salvación. Sigo mirando, y mis ojos adivinan, cada vez más cerca, a Juan el Bautista. Se va aproximando a paso ligero. Y veo, radiante sol de mediodía, a Jesús, el Hijo del Hombre. Curiosamente, también a Nicodemo, el buscador insaciable del Agua de la Vida. A punto está de dar alcance al Rabí de Nazaret. Hay más gente, mucha gente, subiendo desde el hondón de los siglos. Todos vienen derechos al pozo, en ingente procesión. Se les unen los justos del Apocalipsis, portando ramos de olivo en las manos, todos ellos vestidos de blanco.

Pozo de la Samaritana…, pozo es éste de agua limpia, sacramental. Gesto, símbolo, realidad. Sigo hundiendo mi vista en el tiempo. De pronto, una grieta se abre en el roquedal del desierto, y veo brotar de la misma, como un surtidor de fuente hecha río, el agua. Moisés ha levantado su cayado. Y el agua es un torrente que va llegando abundante hasta el pozo. El cayado, de noble madera de olivo, tiene forma de cruz. 

Jesús de Nazaret acaba de sentarse en el brocal. El desierto está lleno de luz. Con su cántaro vacío la mujer también se ha acercado. —“Mujer, dame de beber” (Jn 4,7).  Un bochorno canicular se extiende sobre Samaría. La sorpresa paraliza el silencio, y el silencio da paso a la Palabra, testigo el pozo que se inmortaliza en la metáfora del tiempo, por ser el pozo paradigma de todas las evidencias. 

Descubiertos quedan los sentimientos. Y el cántaro vacío, de todas las samaritanas y samaritanos —yo, tú, él—, se llena de la transparencia diáfana que destella el Agua nueva que salta hasta la vida eterna. Vuelvo mis ojos al Divino Maestro. Sus ojos, que con tanta intensidad y ternura han mirado a los ojos de la mujer, me miran también a mí. Hay amor, hay ternura, hay amistad en su mirar. 

Gentes de todos los credos, lenguas y naciones se arraciman ahora junto al Hombre de Nazaret. Los olivos tienen la quietud calma del mediodía. Ahora, es la mujer la que pide: —“Maestro, dame de esa agua”. Y el Pozo, puesto en pie, vierte el agua sacramental, del perdón, de la solidaridad, de la amistad, sobre una humanidad sedienta, arremolinada, junto al Divino Maestro. 

Ha comenzado a levantarse una brisa suave, fresca, agradable. Desde el Pozo de la Samaritana, y más allá de los olivos, comienza a otearse un horizonte lleno de esperanza.

F I N

El pozo de la samaritana Juan Manuel del Río