El texto de Juan 12,20-33 se sitúa en el marco de la Pascua, la fiesta judía por excelencia, que congregaba a gentes de los más variados países. Este.

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Transcripción de la presentación:

El texto de Juan 12,20-33 se sitúa en el marco de la Pascua, la fiesta judía por excelencia, que congregaba a gentes de los más variados países. Este evento tomó lugar el Domingo de Ramos, el día de la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén. Para Pascua acudían a Jerusalén gentes de todos los rincones de la tierra. Esta bienvenida de Jesús dentro de la Ciudad Santa era tan notable que los Griegos, es decir, los Judíos quienes eran extranjeros y vivían en las afueras de Palestina, pidieron ver a Jesús.

El evangelio comienza con la noticia de que unos griegos quieren ver a Jesús. Se trata de un grupo de “griegos” ( Ελληνες ) indica los pueblos entre los cuales se encuentran diseminados los judíos (1Pe 1,1). “Griegos,” por tanto, son gentes no judías. Pero, como éstos que aquí se citan habían “subido a Jerusalén para adorar en la fiesta,” se trata de gentiles muy afectos al judaísmo religioso, ya fuesen “prosélitos” o, al menos, fuertes simpatizantes con la religión judía, del tipo del centurión de Cafarnaúm (Lc 7,2ss) o del centurión Cornelio (Hech 10,1ss). Cualquiera que sea su estatus en fe judía, “se debe pensar de ellos anticipando la llegada de gentiles a la comunidad de creyentes como parte de la visión universal de la muerte salvadora de Jesús” Este grupo de “griegos,” quieren “ver” a Cristo, esto hace pensar que pretenden con este contacto buscar la “luz” (Jn 1,37-39; 1,39-50; 1,14). Y acaso con la sugerencia en esta palabra “ver,” de “creer” en Cristo (Jn 14,9).

Los intermediarios son Felipe y Andrés, exactamente los mismos de los que se ha servido el autor para constatar la dificultad de dar de comer a la gran cantidad de gente que acudía a Jesús (Jn 6, 5-9). Felipe, sin tomar decisión por sí mismo, como en otros casos (Jn 6,4; Jn 14,8), se lo fue a consultar a Andrés, el hermano de Simón, ambos también de Betsaida (Jn 1,44). Y son los únicos apóstoles que tienen nombres griegos.

La suerte de Jesús está echada, los judíos, sus dirigentes, ya han decidido que debe morir. La resurrección de Lázaro (Jn 11), con lo que ello significa de dar vida, ha sido determinante al respecto.

Entonces Jesús dijo: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre.» - En Caná, Jesús le dijo a su madre, “aun no ha venido mi hora” (2,4). - En Jerusalén, “procuraban prenderle; mas ninguno puso en él mano, porque aun no había venido su hora” (7,30). - En el templo, “nadie le prendió; porque aun no había venido su hora” (8,20). - Ahora, por fin, Jesús anuncia que su hora ha llegado. Cristo anuncia su glorificación por su muerte, 12,23 Esto no se refiere a la glorificación de su alma, sino a la de su cuerpo porque desde la Encarnación de la Palabra, el alma humana de Jesús está eternamente glorificada y santificada por el Espíritu Santo que descansa en Él. De momento a sus seguidores les parecía la cruz el más profundo abismo de humillación; para Él constituía la cima de la gloria. “¿Acaso no era necesario que el Cristo padeciese estas cosas, y entrase en su gloria?” (Lc 24, 26)

«En verdad les digo: Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo, pero si muere, da mucho fruto. El que ama su vida la destruye, y el que desperdicia su vida en este mundo, la conserva para vida eterna.»

Y Jesús es la semilla sembrada en nuestra tierra. Él desapareció, para producir frutos de vida total y eterna. La cosecha que Jesús espera no es otra que la salvación del mundo por la fe en su evangelio. En el plano humano y espiritual ello significa que si el hombre no pasa a través de la transformación que viene por la fe y el bautismo, si no acepta la cruz. Pues el que sólo se cuida de sí mismo y no tiene más preocupaciones que la de salvar su vida, la pierde; en cambio, gana la vida eterna el que vive y muere por los demás. Si en cambio cree y acepta la cruz en unión con Cristo, entonces se le abre el horizonte de eternidad.

«Ahora mi alma está turbada. ¿Diré acaso: Padre, líbrame de esta hora? ¡Si precisamente he llegado a esta hora para enfrentarme con todo esto!» Estas son casi las mismas palabras que usó más adelante en el huerto de Getsemaní.

Pero no eran sólo los padecimientos físicos los que le conturbaban; su desolación era por la gravedad de los pecados del mundo que tales sufrimientos reclamaban. Cuanto más amaba a aquellos a quienes iba a servir de rescate tanto mayor era la angustia que afligía su alma, de la misma manera que las faltas de los amigos hacen sufrir más que las de los enemigos.

La obediencia de la muerte de Jesús es la obediencia de su vida entera. Los intentos de ridiculización, las calumnias, los proyectos de captura, los intentos de lapidación... esas y otras hostilidades padecidas le permitieron ser muy consiente del desenlace que conocemos: captura, interrogatorio, juicio, tortura y ejecución. No hubo, sin embargo, fuerza humana capaz de apartar a Jesús de la causa de su Padre. Optó por la obediencia total y coherente, la dispuesta a asumir las más graves consecuencias, aquella que sabe abrazar incluso cruz. Pero fue la lógica de los poderosos –no la de Dios– la que abocó a Jesús a la muerte. Fueron ellos quienes le pusieron en la tesitura de tener que elegir entre su propia vida y la obediencia a Dios y los que, finalmente, acabaron por colgarlo de un madero.

Sometiéndose así al plan del Padre, pide abiertamente que “glorifique su nombre” (el del Padre). «Padre, ¡da gloria a tu Nombre!» Entonces se oyó una voz que venía del cielo: «Lo he glorificado y lo volveré a glorificar.» La “glorificación” del Padre es el fin de toda la obra de Cristo.

La voz del Padre había venido a Él en otras dos ocasiones: en su bautismo, cuando se presentó como el Cordero de Dios para ser sacrificado por el pecado; en su transfiguración, cuando hablaba de su muerte a Moisés y Elías, bañado de radiante gloria. Ahora la voz venía no junto a un río ni en la cima de una montaña, sino en el templo, a oídos también de los representantes de los gentiles. El rumor en el cielo indica que está pasando algo significante. Aunque la multitud no comprenda la voz, la interpretan como la voz de un ángel o un trueno (en la escritura, a menudo se asocian los truenos con la voz de Dios – Éxodo 9,23-33; 19,19; 1 Samuel 2,10; Salmo 18,13, etcétera). Es decir, para estas personas, ambos el trueno y la voz de un ángel son sonidos celestiales. Los discípulos recordarán la voz. Aunque no la conozcan en ese momento, después de la muerte y resurrección de Jesús esta voz tendrá un nuevo significado.

“El príncipe de este mundo será arrojado fuera” (Jn 14,30; Jn 16,11). Es el mismo título con que le designan los rabinos. Y es el título con que estos rabinos designan ciertos principados angélicos. La misma representación de Satán como moderador del mundo está en consonancia con la tradición talmúdica. Este príncipe es Satán. San Pablo le llega a llamar “el dios de este mundo” (2Co_4:4). Naturalmente, no es que Satanás tenga verdadero dominio sobre este mundo (Lc 4,6 ); pero él influye en los hombres para apartarlos del reino de Cristo (Ef 2,2; Ef 6,11.12). Y, conforme al concepto semita de “causalidad,” se le aplica a él, sin más, lo que es sólo un influjo y sugestión sobre los hombres. Pero la muerte de Cristo es la victoria sobre el pecado y sobre sus consecuencias en los seres humanos, entre los que está el imperio tiránico de Satanás (Col 1,13).

«Ahora es el juicio de este mundo, ahora el que gobierna este mundo va hacer echado fuera, y yo, cuando haya sido levantado de la tierra, atraeré a todos a mí.»

El juicio de Dios tiene tres dimensiones: 1. El juicio ha ocurrido ya. En la muerte y resurrección de Cristo. Ahí ha dicho Dios ya su última palabra. El mundo ha sido juzgado. Yo soy el camino, ha dicho Jesús. El que quiera salvarse, que me siga. El camino a la Vida es vivir y morir como Jesús. 2. El juicio está ocurriendo. Está ocurriendo ahora, al filo de cada segundo de mi vida por confrontación con Jesús muerto y resucitado. Sólo se salva lo que es vivir como Jesús. Dios ha dado su juicio en la muerte y resurrección de Jesús, y ahora soy yo el que verifico el juicio de Dios en mi vida, día a día, en ese último reducto de mi intimidad en el que me siento juzgado por su presencia y en el que decido sobre la orientación de mi vida. 3. El Juicio ocurrirá al final. Es otra dimensión teológica. Se trata de una afirmación teológica que quiere decir que tarde o temprano todo queda sometido a Dios. Toda mi vida será enjuiciada, está siendo ya enjuiciada por Dios.

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