Juan Manuel del Río Jardín de Resurrección relato-ficción con fondo bíblico.

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Transcripción de la presentación:

Juan Manuel del Río Jardín de Resurrección relato-ficción con fondo bíblico

Después del recorrido por entre los bíblicos Olivos de Getsemaní tenía la sensación de haber hecho un viaje en el tiempo, sin tiempo; es decir, tan breve como la vida misma. Más allá, y dentro, de los hechos y de los acontecimientos que impregnan la historia, y que imprimen sentido, la Biblia —conciencia y camino a la vez—, me parecía ser la hipóstasis de todos los sentimientos, la savia vital de la estructura del alma anclada para siempre en la raíz eternal de la Vida. Al relente de los años que marcan la existencia de cada quien, y la mía, como un turista cualquiera que recorriera los caminos de la imaginación y la historia, yo era un creyente más recorriendo algunos de los bíblicos caminos.

Ahora me encontraba a la orilla del mar. Veía a los turistas subir y bajar las gradas del magnífico teatro de Cesarea a orillas del Mediterráneo, la ciudad construida por Herodes, sede del gobierno de Poncio Pilatos. Allí, donde el diácono Felipe catequizó. Y donde Pedro predicó al centurión Cornelio. En mi profesión de turista soñador había llegado a Tel Aviv, la ciudad moderna y hermosa, pero ajena, por joven, al devenir de la historia antigua por los caminos de la paz. Me sorprendí preguntándome a mí mismo: —¿A qué hora sale el próximo barco?

Casi me sobresalté, sin saber con exactitud si estaba soñando, si pensaba en voz alta, o trataba de hacer una introspección. Me dije a mí mismo: —¿Huyendo vergonzosamente? ¡Los profetas no huyen!, me dije. Pero una voz, desde el fondo de la conciencia me decía: —A veces, también los profetas huyen. — ¿Adónde quiere huir usted?, oí. —¿Barco, dice? Señor, aquí no hay barco. El último zarpó de Yafo ayer, y en él iba Jonás. Seguramente habrá oído hablar de él. ¡Ya lo creo! Efectivamente, del puerto de Yafo salió Jonás, huyendo vergonzosamente.

—Nada de constructores de andamios. ¡Profetas! Y ha de saber que los verdaderos profetas son mártires. Y que en el mundo hay más profetas y mártires de lo que se imagina. Cuánta razón había en aquellas palabras. Jerusalén. El monumento al Holocausto de Yad Vashem, era la memoria lacerante y testimonial de millones de mártires, hombres, mujeres y niños; gente asesinada, sin más razón que el profetismo de su raza. Gente de paz, en definitiva. Profetas anónimos en el tiempo. —Yo no soy profeta. Si acaso, un peregrino. Un sueño en el tiempo, abierto a la eternidad, que resulta ser igual. No huyo. ¡Subo a Jerusalén!. La voz continuó: —El mundo está lleno de profetas. —Querrá decir de soñadores, constructores de andamios que sostengan la paz, respondí.

Fui recorriendo las calles de la ciudad amada, Jerusalén. La torre de David, sobria, con su minarete, junto a la Puerta de Jafa, me servía de referencia orientativa. Me adentré por el barrio judío, donde el Cardo máximo, vía pública de primerísima importancia, nos remonta a la época bizantina y descubre, a propios y extraños, monumentos de la antigua Jerusalén, como la sinagoga de Hurva. Significa “la ruina”. —Toda ruina señala una destrucción; caen las piedras, permanece el pensamiento, me dije. Contemplé meditativo la llama perpetua, que arde en plegaria universal. Elevé una oración ferviente desde el fondo de mi ser; me escocía el alma. Pedí que la llama testimonial encendiera de amor los corazones; y al terminar, un ¡Amén!, dicho con todas mis fuerzas, estremeció mi conciencia. Estoy seguro que los niños huérfanos que el Dr. Janusz Korczak intentó salvar lo agradecieron desde la estatua.

Entré a la mezquita de Al Aqsa, la misma que, desde su construcción 705—714 por el califa El Walid, había sufrido dos fuertes terremotos. Restaurada en 1040, los Cruzados la utilizaron como cuartel. Una falta de respeto enorme, sin duda. Las religiones siembran discordias y encienden guerras. El hombre se empeña en buscar a Dios, pero no se deja atrapar por Él. Sobre la explanada del templo, la hermosa fuente de El Kas que los musulmanes utilizan para el rito de la purificación, era una invitación a la reflexión. A buen seguro que, de haber existido entonces, Pedro se hubiera lavado cabeza, pies y manos, en esta fuente; porque por más que insistió, el Maestro sólo le lavó los pies, y en qué apuros lo puso. —“El que está limpio no necesita lavarse más que los pies”.

Pasé luego a la mezquita de La Roca. Al salir, me detuve en la Qaytbay Sabil, la fuente consagrada en Sólo almas de exquisita sensibilidad, pensé, han podido crear obras arquitectónicas de tanta belleza. Es que, el alma del ser humano es unívoca. Ha salido de las manos del Creador a su imagen y semejanza. Proseguí. En estos pensamientos andaba, cuando llegué a la iglesia del “Paternoster”.

El Padre nuestro, en casi todas las lenguas. El mismo Dios, invocado con tantos balbuceos de tantos hijos dispersos, todos llamándole Padre; y sin embargo, divididos, desde Babel, más que por las lenguas, por los corazones. Me acordé del monasterio trapense de Latroun, entre Jerusalén y Tel Aviv, posible emplazamiento de Emaús. Evocaba recuerdos de discípulos con prisa. Efectivamente, Emaús era el símbolo de la prisa, de la desesperanza y la evasión. La prisa está aliada con la desesperanza. El “Paternoster”, iglesia mandada edificar por Elena, madre del emperador Constantino, en el siglo IV. Los turistas buscaban afanosamente, entre tantas que ornaban los muros, la lápida que contuviera la versión correspondiente en su lengua patria.

Lo dicho, discípulos de la evasión, de la desesperanza y de la prisa. Pero a Jerusalén se vuelve siempre. Y a Jerusalén volvieron ellos, tras el encuentro tenido con Jesús por el camino, y en la inconclusa cena. Domingo de Resurrección. ¿Qué prisa tenían aquellos discípulos del Maestro? ¿No acababan de oír a las mujeres que habían visto a Cristo resucitado? ¿No pudieron esperar un poco, tan sólo un poco, ante tan tremenda y fausta noticia?

—“¿No sabes lo que ha pasado estos días en Jerusalén?”. ¿Y quién lo sabía? ¿Acaso ellos lo sabían? De ser así, ¿se hubieran marchado sin indagar a fondo la realidad sobre la resurrección? ¿Sin un intento, al menos, de encuentro con Cristo resucitado? Las cosas sólo se saben en profundidad desde la fe. Yo también necesitaba certeza. Así que, sin pensarlo más, me fui al jardín de la Resurrección. Como María Magdalena, para estar en vigilante espera. Que aquella mañana era de resurrección. El alba empezaba a clarear y los olivos tenían el aroma de la flor. Y en actitud de vigilante espera, intenté pintar la noche, plena de sueños y estrellas, con el azul de mis pasos. Me puse a grabar en el cielo un corazón, tan grande, universal y desnudo, que olía a libertad, a viento y lluvia; a madreselva, y manzana; y a tierra recién mojada. Me puse a pintar la noche, en un lienzo de estrellas. Le puse el color del alba. Le bordé ribetes de esperanza donde tuviera cabida la ternura de los niños y la inocencia perdida en la entraña de los padres.

Quise pintar la noche con los pinceles que guardan la sonrisa de la luna y el latir de los luceros. Intenté sembrar claridades en el corazón de los hombres, las mujeres y los niños. Era el color de la vida. El color de la esperanza; una esperanza tan grande que hasta cabía la paz. Nunca más la guerra. Pero para eso, no podía faltar el amor. Y de amor pinté la noche, cuando ya el alba apuntaba y la resurrección alegraba el alma de los olivos que derramaban copioso el aceite, curando tantas heridas.

Y en el lienzo del jardín pinté de resurrección la noche. De resurrección y de vida. Y le puse una estrella, donde Cristo volvió a la vida. De sus puntas cardinales, de azul y blanco, como la estrella de David, colgué la paz, y la alegría, que arropé con el relente del alba. María Magdalena guardaba en su corazón el aroma del alba, el perfume de los nardos. Y una lágrima enamorada. Era domingo temprano, domingo muy de mañana. —“No me toques, María, aún no he subido al Padre”.