Huellas en la arena
Había una vez un pescador, que vivía en una playa solitaria, alejado de los hombres, pero no de Dios. Un día, paseaba por la orilla del mar y se sentía feliz, hablando con Dios.
Mientras hablaba con Él, le dijo: “Señor, quisiera que Tú me demuestres que estás siempre a mi lado y que me amas y me escuchas”.
Y seguía caminando y orando. De pronto, escuchó la voz de Dios que le decía: “Hijo mío, mira tus huellas. Ahí está la prueba de que estoy a tu lado”. Y vio que, en la arena, junto a las huellas de sus pies descalzos, había otras cercanas y visibles.
La alegría que sintió fue inmensa. Dios lo amaba, vivía a su lado. ¿Qué más podía esperar y desear? Su gratitud no tenía límites.
Pero fueron pasando los días y los meses Pero fueron pasando los días y los meses. Y el cansancio del duro trabajo le hacía tambalear su fe.
Un día, estaba especialmente triste. El cielo estaba nublado, en el mar había una gran tempestad, todo parecía oscuro. Tenía hambre y frío y hasta se sentía enfermo. Entonces pensó en Dios y le dijo: “Señor, dame la prueba de que hoy también estás conmigo a mi lado. No me abandones. Te necesito, dame tu alegría y tu paz”.
Y siguió caminando… hasta que se atrevió a mirar sus huellas y vio con tristeza que solo había un par de huellas en la arena. Entonces, desconsolado, le dijo: “Señor, ¿por qué me has dejado solo? ¿Dónde estás ahora? ¿Ya no me quieres? ¿Me dejas solo ahora que estoy triste y enfermo?
Y de pronto, oyó de nuevo la voz de Dios: “Hijo mío, cuando te iba bien en tu vida, tú pudiste ver mis huellas a tu lado, pero ahora que estás enfermo, cansado y abatido, he preferido llevarte en mis brazos”.
Mira bien, esas huellas en la arena son las mías, no las tuyas.