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“Ninguno puede servir á dos señores; porque ó aborrecerá al uno y amará al otro, ó se llegará al uno y menospreciará al otro: no podéis servir á Dios y.

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2 “Ninguno puede servir á dos señores; porque ó aborrecerá al uno y amará al otro, ó se llegará al uno y menospreciará al otro: no podéis servir á Dios y á Mammón” (Mateo 6:24 RV1909) Jesús, nuestro Creador y Redentor, nos impele a decidir entre dos formas de vivir: servir a Dios, o servir a las riquezas (Mammón). Para poder tomar una decisión correcta, debemos conocer bien a nuestros dos posibles amos, y las consecuencias de servir a uno o a otro.

3 “Porque por él [Jesús] fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra, las visibles y las invisibles; sean tronos, sean dominios, sean principados, sean potestades; todo fue creado por medio de él y para él” (Colosenses 1:16) Toda la Deidad estuvo involucrada en la Creación (Génesis 1:1; Isaías 45:11-12; Juan 1:3), siendo Jesús el principal originador. Él creo todas las riquezas de la Tierra para que la humanidad pudiera disfrutarlas (Génesis 1:28-29; 2:8-13), incluso después del pecado (Deuteronomio 26:15). No obstante, el hombre ha pervertido las cosas naturales –que no son malas en sí mismas–, usándolos para el mal en lugar de glorificar a Dios con ellas (Eclesiastés 7:29; 1 Crónicas 29:14).

4 “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16) El amor de Dios se muestra en que Él mismo (en la Persona del Hijo, Jesús) fusionó su naturaleza divina con la naturaleza humana. Nació como un niño. Creció como cualquier otra persona. Nos reveló, por su ejemplo y su enseñanza, el verdadero carácter de nuestro Padre celestial. Dios hizo todo lo posible para que comprendiéramos su preocupación y amor por nosotros. No obstante, nos deja la libertad para que escojamos estar con Él o, como el joven rico (Mateo 19:16-22), permitir que el amor por las cosas materiales nos separe de Dios.

5 De la maldición de la ley (Gálatas 3:13).
“para alabanza de la gloria de su gracia, con la cual nos hizo aceptos en el Amado, en quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados según las riquezas de su gracia” (Efesios 1:6-7) Al tomar lo que no le pertenecía (el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal), la humanidad contrajo una deuda que jamás podría pagar (Salmo 49:7-8). Jesús nos redimió de esa deuda pagando completamente su precio en la cruz (Juan 19:30). ¿De qué más nos libró? De la maldición de la ley (Gálatas 3:13). De la potestad de las tinieblas (Colosenses 1:13). De la ira venidera (1 Tesalonicenses 1:10). Del diablo (Hebreos 2:14). Del temor de la muerte (Hebreos 2:14). De nuestra vana manera de vivir (1 Pedro 1:18). De nuestros pecados (Apocalipsis 1:5).

6 “para alabanza de la gloria de su gracia, con la cual nos hizo aceptos en el Amado, en quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados según las riquezas de su gracia” (Efesios 1:6-7)

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8 “Ninguno puede servir a dos señores; porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro. No podéis servir a Dios y a las riquezas” (Mateo 6:24) Antes de poner tu corazón en tus posesiones, deberías preguntarte: ¿Soy realmente el dueño de lo que poseo? Dado que ni siquiera somos dueños de nosotros mismos (1 Corintios 6:20), ¿qué podemos hacer para protegernos de dar a los dones materiales de Dios el afecto que solo Dios debiera recibir?

9 “Al consagrarnos a Dios, debemos necesariamente abandonar todo aquello que nos separaría de Él. Por esto dice el Salvador: “Así, pues, cada uno de vosotros que no renuncia a todo cuanto posee, no puede ser mi discípulo.” Debemos renunciar a todo lo que aleje de Dios nuestro corazón. Las riquezas son el ídolo de muchos. El amor al dinero y el deseo de acumular fortunas constituyen la cadena de oro que los tiene sujetos a Satanás. Otros adoran la reputación y los honores del mundo. Una vida de comodidad egoísta, libre de responsabilidad, es el ídolo de otros. Pero estos lazos de servidumbre deben romperse. No podemos consagrar una parte de nuestro corazón al Señor, y la otra al mundo. No somos hijos de Dios a menos que lo seamos enteramente” Elena G. de White, El camino a Cristo, p. 44

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