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Por unos campos de cereales caminaba un muchacho cargado con un fardo
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del que caían granitos de trigo formando una senda.
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Se unió a la multitud de hombres cargados con tinajas de vino y aceite que, como hormigas, se dirigían a un magnífico palacio, residencia de la corte e inmenso almacén de productos de la tierra.
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El edificio tenía infinidad de habitaciones y era tan intrincado que parecía un laberinto. En cada rincón podían verse coloridos frescos representando escenas de la vida cotidiana.
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De repente, una ola gigante lo barrió todo: palacio, hombres, campos y toda la isla.
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Sobre la cresta de la ola iba encaramado… ¡un micénico aqueo!
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Este apareció por arte de birlibirloque apoyado en una muralla ciclópea, contemplando una inmensa puerta de piedra con un relieve de dos leones en su dintel.
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Desapareció barrido por un ejército armado hasta los dientes; eran los hombres del Norte. Luego todo se borró de la vista.
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Pero, de repente, apareció la magnífica Acrópolis con el Partenón alzándose majestuoso. Allí un pequeño grupito cuchicheaba y daba órdenes a diestro y siniestro; otros se peleaban, unos muy dignos, bien vestidos y cargados de oro, otros llenos de harapos.
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Muchos subían en barcos y atravesaban el mar buscando más espacio; otros se quedaban y escribían afanosamente. El grupito cuchicheante era empujado por un solo individuo, un «señor» que venía a poner orden entre la multitud. Este, a su vez, fue desplazado y arrinconado por una bellísima mujer acompañada de dos apuestos caballeros.
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Todos le abrieron paso. Venía para quedarse definitivamente en Atenas, venía para conceder el poder al pueblo, a hacerlos a todos libres e iguales. Llevaba en sus manos un libro abierto con un rótulo: «Constitución».
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Pablo despertó: ¡Qué sueño más raro!…, pero ¡qué revelador!… ¡Esta mañana voy a bordar el examen de Cultura Clásica!
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