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La guerra de la independencia cubana fue el último de los tres grandes conflictos que desde 1868 hasta 1898 enfrentaron a los independentistas cubanos.

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2 La guerra de la independencia cubana fue el último de los tres grandes conflictos que desde 1868 hasta 1898 enfrentaron a los independentistas cubanos con las tropas coloniales españolas. Esta última guerra comenzó en 1895 y terminó en 1898, año en el que los Estados Unidos decidieron intervenir en el conflicto y derrotaron a las tropas españolas. La guerra hispano-estadounidense se zanjó con la pérdida de las últimas colonias ultramarinas que estaban bajo dominio de los españoles: Cuba, Puerto Rico, Guam y el archipiélago de Filipinas. Esta guerra no sólo supuso el final del imperio colonial español, sino que también significó el surgimiento de Estados Unidos como potencia mundial. Los deseos del pueblo cubano de conseguir la independencia de España, por la que llevaban luchando casi treinta años, unidos a los intereses económicos de Estados Unidos en la isla, fueron los detonantes de la tercera de las guerras de Cuba, conocida desde entonces como la Guerra de la Independencia Cubana. .

3 El 24 de febrero de 1895, un día después del conocido como “grito de Baire”, comenzaron los enfrentamientos entre los independentistas cubanos y las tropas españolas, con resultados inicialmente favorables a los españoles. En abril de ese año murieron en combate dos de los hombres fuertes de la insurrección cubana, Adolfo Flor Crombet y Guillermo Moncada y los insurgentes cubanos pusieron al mando de la rebelión al famoso escritor independentista José Julián Martí, hasta que también falleció en mayo de ese año. Ante este duro golpe, se convocó el 11 de septiembre de 1895 la Asamblea constituyente de Jimaguayú (Camagüey) en la que se aprobó una nueva Constitución. Dos días después, se eligió como presidente de la denominada “segunda República en armas” a Salvador Cisneros.

4 Gobernador General Valeriano Weiler
En 1896 el gobierno español sustituye al General Martínez Campos, el hasta entonces capitán general de Cuba, por Valeriano Weyler, que puso en marcha una dura táctica de guerra ya empleada años antes por el conde de Valmaseda: la lucha sin tregua y la represión firme y tenaz. Esta táctica dio buenos resultados al principio, y supuso la caída de hombres importantes entre los insurgentes cubanos, como los hermanos Antonio y José Maceo en diciembre de 1896 y el retroceso de las tropas cubanas ante el avance de los españoles. Sin embargo, esta forma de proceder pronto se volvió en contra de los intereses españoles, ya que España se colocó en el punto de mira de los diarios estadounidenses. Periódicos de amplia repercusión entre la sociedad norteamericana como The New York World y The New York Journal, deseosos de legitimar una intervención militar de su país, criticaron el trato que las tropas españolas daban a los cubanos. También los daños a la propiedad que estaba causando la guerra afectaron a muchas inversiones estadounidenses, por lo que el comercio entre Cuba y Estados Unidos se interrumpió, y la opinión pública estadounidense se mostraba cada vez más favorable a una intervención militar en la isla. En octubre de 1897 el entonces Presidente español, Práxedes Mateo Sagasta, colocó en el lugar de Weyler a Ramón Blanco (que ya había sido capitán general de Cuba entre 1879 y 1881) e intentó evitar el enfrentamiento con Estados Unidos concediendo la autonomía parcial a Cuba y Puerto Rico y suprimiendo los campos de concentración creados por Weyler. También en octubre la segunda República en armas sustituyó a Salvador Cisneros por quien hasta entonces había sido su vicepresidente, Bartolomé Masó. Gobernador General Valeriano Weiler

5 Sin embargo, las medidas de Sagasta no consiguieron evitar el enfrentamiento y en enero de 1898 Estados Unidos, con la excusa de proteger a los ciudadanos estadounidenses que vivían en Cuba, mandó al acorazado Maine a La Habana. Poco después, en la noche del 15 de febrero, el navío estalló misteriosamente por los aires provocando la muerte de 260 personas. Aunque se sospechaba que el navío había sido explotado por los propios estadounidenses, éstos aprovecharon el suceso para utilizarlo como “casus belli” y declararon la guerra al gobierno español, comenzando así el enfrentamiento hispano-estadounidense. El 19 de mayo de 1898, las tropas españolas conducidas por el almirante Pascual Cervera, que se habían encallado en la isla antillana de Martinica, lograron entrar en Santiago de Cuba. El 6 de junio el escuadrón estadounidense consiguió tomar Guantánamo, y aunque a primeros de julio se produjeron muchas bajas en sus filas en las batallas de El Caney y en la colina de San Juan, finalmente Estados Unidos consiguió también conquistar dichas posiciones.

6 El 3 de julio de 1898 se produjo el famoso combate de Santiago de Cuba, Finalmente, el 10 de diciembre de 1898, tras una larga negociación entre en el que el almirante Cervera, a las órdenes del capitán general Blanco, los españoles y estadounidenses se firmó el Tratado de París que puso fin a la se enfrentó a la escuadra estadounidense, dirigida por el almirante William Guerra Hispano-estadounidense e inició el colonialismo estadounidense. Thomas Simpson, cuatro veces superior en número de hombres a la Cuba dejó de estar bajo dominación española y Puerto Rico, la isla de Guam Española y mucho más moderna y organizada (en las actuales islas Marianas) y el archipiélago filipino, pasaron también La lucha entre ambos cuerpos terminó con las tropas de Cervera a manos de los Estados Unidos. totalmente derrotadas. Como consecuencia de la derrota española, el 17 de julio se rindió La Habana y España capituló poco después, en agosto del mismo año.

7 Aventureros, propagandistas, combatientes y manipuladores.
Prensa en 1898, coordinado por Santos Juliá, editó en 1998 la Fundación Carlos de Amberes de Madrid. Aventureros, propagandistas, combatientes y manipuladores. Durante los últimos cien años Estados Unidos utilizó a El Maine, siniestrado en la Bahía de La Habana el 15 de febrero de 1898, como símbolo subliminal de una nueva y bondadosa idea del imperio: el que necesita salir de sus fronteras nacionales para restablecer la libertad secuestrada de otros pueblos, y el que, una vez fuera de sus límites, está obligado a defender los intereses norteamericanos expuestos a las más arteras agresiones. La consigna del inicio, Remember the Maine. The hell with Spain, fue dulcificada hace ya medio de siglo y sustituida por un menos inamistoso Remember the Maine. En este año del centenario se han escrito cientos de páginas y evocado el cúmulo de despropósitos con que periodistas norteamericanos y españoles demostraron hace un siglo su escaso sentido de la realidad. Visto con esa perspectiva centenaria, desde los gobiernos al último ciudadano, todos parecen culpables por igual de aquella guerra que Manuel Azaña consideraría más tarde “innecesaria”, “ineficaz” y militarmente “imposible”. Una vez estallada ésta, todos fueron culpables de que no hubiese transcurrido como Dios manda: matándose los unos a los otros, sí, pero con sencillez, respeto y hasta con afecto. En 1898 el insulto soez, la caricatura despreciativa, la fanfarronada permanente, fueron las bayonetas con que aquellos singulares combatientes, prensa y periodistas, calaron sus lápices y plumas, y afilaron adjetivos superlativos, frases mordaces, titulares sensacionalistas y tipos desproporcionados. Un siglo después, lejos de las emociones y pasiones originales, asombra el tratamiento informativo de aquella guerra, una de las peor llevadas y más irresponsablemente acompañadas por la prensa. Los gobiernos se dejaron arrastrar por aquel poder que ya le atribuían, no de obligarles a tomar decisiones que hubieran tomado de todas maneras de no existir esa presión, pero sí para hacerlo en la forma menos adecuada. En España, instituciones como el Ejército, o la Iglesia que era el referente moral de la sociedad en aquella época, intentaron controlar y poner orden en la incipiente y alborotadora profesión. Los norteamericanos victoriosos, no hicieron reproches a sus corresponsales de guerra y su prensa, pero algunos dirigentes dieron numerosas muestras de padecerlos. Una carta enviada por el cónsul de Estados Unidos en La Habana, Fitzhugh Lee, al Capitán General de Cuba, Ramón Blanco, en febrero de 1898, constituye quizá la primera descalificación, aunque privada, de sus compatriotas reporteros. “Mi querido General”, escribe Lee a propósito de unas declaraciones que le atribuyó el New York Herald que disgustaron al Capitán General, “es de lamentar que las relaciones de ambos países no solo sean influidas sino casi gobernadas por corresponsales ignorantes que no solo no tienen la menor educación intelectual, y no tienen bastante ilustración para juzgar los asuntos de otros países, pero que ignoran en absoluto la historia de su propio país. En cuanto a buena fe, los hechos bastan para demostrar la que tienen”.

8 En torno al cuarto poder
Los hechos de la guerra hispano-norteamericana (1898) y de la insurrección cubana ( ) son de sobrado conocidos al igual que sus efectos secundarios filosóficos y generacionales. La abundante producción literaria e histórica a que dieron lugar descuidó y fue parca con el episodio subyacente de la guerra de los periodistas. Aquella fue la primera confrontación internacional de la historia masivamente cubierta en directo por informadores. Las iniciativas de unos y de otros, afortunadas o negativas, servirían de pauta para el periodismo del siglo siguiente. La prensa española finisecular era ante todo prensa de partido, unos partidos que tenían la poca experiencia que les permitía el escaso tiempo histórico transcurrido desde que las Cortes de Cádiz autorizarán su existencia. Quienes escribían en los periódicos, eran leídos y comentados por la masa lectora, analfabeta en un 80 por ciento, a la que no parece realista llamar opinión pública. Aquella prensa de partido, una de las más florecientes de Europa puesto que para el último cuarto del siglo se vendían solamente en Madrid unos cincuenta periódicos sería sustituida progresivamente desde inicios del siglo siguiente por prensa de empresarios. Aquella evolución, que hubiera podido sustraer a la prensa de la tutela de los partidos y del gobierno, fue bruscamente interrumpida por el Decreto Ley de 10 de enero de 1937 sobre incautaciones, que les colocó a todos bajo la Administración Central de la Prensa del Movimiento. ¿Penitencia retardada por la actuación de los periodistas en la guerra de Cuba? Sea lo que fuere, así se inauguró en España lo que actualmente se conoce como prensa y periodismo reverencial, que en los años siguientes a 1937 sería también servil. A finales del siglo XIX, los periodistas buscaban todavía su aceptación como profesión, pero en los periódicos firmaban las grandes figuras de la literatura y la política, y poco o con seudónimo los corresponsales. Muchos de los profesionales que trabajaban en los diarios habaneros o de las otras provincias cubanas se constituyeron en fuente importante de información de los corresponsales, tanto norteamericanos como españoles. Los periódicos españoles rellenaron los huecos informativos con correspondencias particulares que recibían de informantes benévolos, con las cartas que remitían los soldados a sus familiares, muchas de los cuales se las procuraban por relaciones de amistad, y con telegramas que enviaban a título personal y patriótico militares retirados, comerciantes y ciudadanos aficionados al periodismo.

9 La guerra hispano-norteamericana, y cubana
La fase hispano-cubana de la guerra ( ) está ampliamente documentada por los corresponsales norteamericanos y españoles, y por los periodistas que trabajaban para los diarios que se publicaban en Cuba. Pero la etapa hispano-norteamericana, de la guerra, los escasos pero decisivos días que van desde el desembarco norteamericano en Daiquiri (Oriente) el 22 de Junio de 1898 hasta la capitulación de Santiago de Cuba el 14 de Julio, los corresponsales norteamericanos ocupan en solitario la escena informativa. Durante esos días, sin corresponsales españoles sobre el terreno, los periódicos españoles se tendrán que nutrir de las informaciones que envía el centenar de periodistas que acompaña al 5º Cuerpo Expedicionario del Ejército norteamericano. El periodismo cubano, o para decirlo con mayor propiedad el periodismo hecho en Cuba, estuvo a lo largo de todas las fases de la guerra dividido con la misma vehemencia que la sociedad, la política y hasta la cultura de la Cuba de fin de siglo. De un lado estaba la prensa llamada pro-peninsular porque apoyaba las convicciones unitarias de España, y de otro lado la prensa y sobre todo los periodistas que a sí mismos se llamaban patriotas y que la terminología de guerra española calificaba de separatistas. La prensa hecha en Cuba contaba con igual o mayor número de cabeceras que la Peninsular aunque la circulación de muchos títulos fuese mínima. En ella se estableció con frecuencia el menú político e informativo que luego sería adoptado por los periódicos de Madrid porque los grandes intereses económicos españoles en Cuba, en efecto, se expresaron a veces primero en La Habana y luego en la capital española. Los periodistas españoles en Cuba sufrían las mismas inquietudes vitales que la sociedad en que vivían y como ocurre siempre con los que sienten directamente el cerco de la historia, su acción devastadora, o en este caso sus artículos y sus opiniones, fueron mucho más radicales y partidistas en sus artículos y sus opiniones que sus colegas peninsulares.

10 Prensa, Iglesia y Ejército
Aunque pobres y agarbanzados, honorables y dignos como la pobreza, y dependientes del protector político, los periodistas eran un preciado objeto de la censura. Dos instituciones, Ejército e Iglesia, pilares efectivos de la sociedad española competían, a finales de siglo XIX, por regular moral y legalmente la actividad periodística. Una “Pastoral Notabilísima del eminentísimo Obispo de Málaga, Doctor D. Juan Muñoz Herrera, que el propio interesado comenzaba con un mayestático “Nos, el Dr. D. Juan Muñoz Herrera, Por la Gracia de Dios y de la Santa Sede Apostólica, Obispo de Málaga, etc, etc..”, sobre La Buena y La Mala Prensa ilustra la pretensión normativa de un sector eclesiástico importante, deseoso de influir sobre las conciencias. “Son periódicos malos”, escribía su Eminencia, “todos los que ostensiblemente lo son, porque a cara descubierta escarnecen la fe, el dogma católico, las sagradas ceremonias, se burlan de la autoridad de la Iglesia, nuestra madre, y luchan contra la verdad y el bien; y son malos, además, todos los que veladamente, y aún algunos de ellos queriendo pasar por buenos, defienden doctrinas condenadas en el Syllabus y otros venerados documentos pontificios y de propósito incurren en licencias reprobadas en buena moral; de ciertas libertades modernas, condenadas repetidas veces y de manera pública y solemne, por autoridad inapelable”. El Ejército, menos sofisticado que la Iglesia, se limitó a imponer sus criterios correctivos y en ocasiones algunos de sus miembros asaltaron y atropellaron las redacciones de los periódicos cuando consideraron que el efecto disuasorio del Artículo 7º del Código de Justicia Militar no había actuado. En marzo de 1895 cuando Adolfo Suárez Figueroa, director de El Resumen, publicó unos comentarios que oficiales del Ejército consideraron irrespetuosos, la redacción del periódico fue asaltada y la imprenta destruida. Como El Globo, órgano de Emilio Castelar, y La Justicia de Nicolás Salmerón, se solidarizaron con su colega, también fueron objeto de represalias. Es cierto que los periodistas no dudaban en lanzar los más aventurados e injustos insultos si contaban con la bendición de sus padrinos políticos. Es verdad que el Ejército no era la única institución española que exigía adhesiones totales y globales. Pero la especial sensibilidad a los reproches y el esprit de corps con que éste reaccionaba ante cualquier ataque a alguno de sus miembros le llevó en esta ocasión a utilizar la fuerza para administrarse justicia por si mismos y en definitiva hacer caer al gobierno liberal. El motivo de la razzia, que puso sobre el tapete la violenta oposición entre militares e intelectuales, era el convencimiento de los primeros de que El Resumen había exagerado la falta de entusiasmo de los oficiales para acudir a la cada vez más dura guerra de Ultramar. Los incidentes con la prensa se extendieron rápidamente a Barcelona, Sevilla y otras provincias. En Barcelona fue detenido el periodista Eusebio Corominas, director de La Publicidad, y en Sevilla el director del periódico El Baluarte. El Presidente del Consejo, Práxedes Mateo Sagasta, cuando el General Arsenio Martínez Campos, llamado para mediar entre militares y gobierno, pareció darle la razón a los primeros y presentó un proyecto de ley de reforma del artículo 7º del Código Penal de Justicia militar, más restrictivo aún, prefirió no enfrentarse a los militares y dimitió.

11 Lenguaje periodístico de guerra
En una guerra, las palabras resultan tan eficaces como las balas. El adjetivo adecuado es tan letal como el Máuser o el machete. Por eso para los periodistas españoles la guerra es separatista y no independentista; lo que estalló el 24 de febrero de 1895 es una insurrección y no una revuelta contra el colonizador. Quienes combaten del lado insurrecto son traidores si blancos, hienas salvajes si negros, y quienes los apoyan son descritos como filibusteros, laborantes, bandidos, rebeldes y sus voceros calificados de meros agitadores y provocadores profesionales. El español es “pacífico”, y el mambí “fiera salvaje”; las jerarquías del Ejército español son “ilustres caudillos”, “bizarros generales”, “heroicos soldados”. El mambí es “titulado general”, “titulado coronel” o “titulado comandante”, “cabecillas” o jefes de “partidas” “bandidos”. Los combates son “brillantes hechos de armas” cuando exitosos para los españoles, y “arteras y traidoras emboscadas” si los mambises vencen. Y sobre todo, el español es “noble y heróico” y siempre peleó en inferioridad numérica de cómo mínimo uno a diez. La caracterización de los españoles y sus instituciones por la prensa separatista era igualmente demoladora. La “Benemérita”, la Guardia Civil, es una “ergástula de la Inquisición”; El Ejército “refugio de granujas”; la administración colonial, “incompetente y venal”. Los hacendados españoles son “colonialistas”, “esclavistas” y “negreros”. Lo que estaba en juego, a juzgar por la prensa, era una cuestión de honor, de bandera, de patria, de patriotismo, de derechos históricos, de orgullo de nación conquistadora y civilizadora. Esa retórica impidió ver que detrás había pesetas, muchas pesetas, e intereses hasta en las más altas esferas del gobierno y de la propia monarquía. En 1895, además, la cuarta parte del comercio exterior total de España se realizaba con Cuba. El corresponsal español en La Habana pasaba largas horas en la Capitanía General a la espera de los partes oficiales de las operaciones, viajaba ocasionalmente con alguna columna a operaciones de éxito seguro, asistía a los constantes actos de reafirmación patriótica que se celebraban en la capital, y era invitado preferente, al lado de las autoridades, en pascuas militares, onomásticas reales, misas de campaña y otros misterios gozosos colectivos. Los ratos libres los pasaban en los cafés del Parque Central, deambulando por la Acera del Louvre próxima, donde circulaba información de origen separatista, o en los muchos teatros de la ciudad como el Albisu, Pairet, Tacón, y otros. Vivían, pues, en un trozo de España trasplantado al Caribe mucho más intransigente que la madre patria, donde no tenía cabida la otra Cuba que emergía pujante. Para los mambises, por el contrario, los periodistas españoles eran simples agentes de la maquinaria propagandística de España colonial. Aunque en el principio de la insurrección alguno que otro entrevistó a algún personaje político cubano considerado separatista, en la etapa en que el General Weyler estuvo al mando, a ninguno se le hubiera ocurrido visitar al enemigo levantado en armas. José Manuel Gómez Castañeda 2º Bach J, a 14/2/09


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