Drácula (Fragmentos) Bram Stoker.

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Transcripción de la presentación:

Drácula (Fragmentos) Bram Stoker

DIARIO DE JONATHAN HARKER […] Con aquella oscuridad el patio parecía de un tamaño considerable. Mas como de él partían varios pasadizos oscuros, cubiertos de bóvedas de cañón, quizá me pareciese más grande de lo que realmente era. Todavía no he podido verlo a la luz del día. Cuando la calesa se detuvo, el cochero bajó de un salto y me tendió la mano para ayudarme a descender. De nuevo pude reparar en su fuerza prodigiosa. Su mano realmente parecía un torno de acero que, de haberlo querido, hubiera podido aplastar la mía. Luego sacó mis cosas y las colocó en el suelo a mi lado, frente a una enorme puerta antigua, tachonada de grandes clavos de hierro, que estaba encajada en un marco saliente de piedra maciza […] Entre tanto, el cochero subió de nuevo al pescante y tiró de las riendas; los caballos se pusieron en marcha y el coche desapareció bajo una de aquellas oscuras aberturas. Permanecí en silencio donde estaba, sin saber qué hacer. No se veía timbre ni aldaba, y no parecía probable que mi voz pudiera atravesar aquellos muros amenazadores ni aquellos ventanales oscuros. Estuve esperando un tiempo que se me antojó interminable, invadido por toda clase de dudas y temores […]

Ante mí apareció un anciano de elevada estatura, pulcramente afeitado aexcepción de un gran bigote cano, y vestido completamente de negro, sin una sola nota de color. En su manto sostenía una lámpara antigua de plata, en la que ardía una llama sin ningún tipo de tubo o globo de cristal que la protegiera, la cual proyectaba largas sombras temblorosas al parpadear impulsada por la corriente que entraba por la puerta. El anciano me indicó que entrase con un gesto cortés de su mano derecha, diciendo en un excelente inglés, aunque con un extraño acento: —¡Bienvenido a mi casa! ¡Entre libremente y por su propia voluntad! No hizo el menor ademán de salir a mi encuentro, sino que permaneció allí inmóvil cual estatua, como si su gesto de bienvenida lo hubiese dejado petrificado. No obstante, en cuanto traspasé el umbral, se adelantó impulsivamente hacia mí y, tendiéndome la mano, apretó la mía con tal fuerza que me hizo estremecer de dolor, sensación que no disminuyó por el hecho de que estuviera tan frío como el hielo y más bien pareciera la mano de un muerto […] La fuerza de su apretón era tan semejante a la del cochero, cuya cara no había visto, que por un momento pensé si no estaría hablando con la misma persona […].[1]

DIARIO DE MINA HARKER Estaba muy pálido y sus ojos parecían salírsele de las órbitas, mitad por el miedo, mitad por el asombro. Miraba fijamente a un hombre alto y delgado, con una nariz ganchuda, bigote negro y barba puntiaguda, que también observaba a la preciosa joven. La miraba con tanta atención que no nos vio a ninguno de los dos, de modo que pude observarle con todo detalle. Su cara no era agradable: tenía facciones duras, crueles, sensuales, y sus dientes, grandes y blancos, que parecían más blancos todavía porque sus labios eran muy rojos, estaban afilados como los de un animal. Jonathan siguió mirándole fijamente, hasta el punto que temí que se diera cuenta y se lo tomara a mal, pues parecía violento y peligroso. Cuando le pregunté a Jonathan qué era lo que le preocupaba, me respondió, creyendo que yo sabía tanto como él: —¿No ves quién es? —No, cariño —dije—, no lo conozco. ¿Quién es? Su respuesta me sobresaltó y me produjo un estremecimiento, ya que lo dijo como si no se diera cuenta de que era a mí, a Mina, a quien estaba hablando.

—¡Es el mismo hombre! El pobre Jonathan estaba sin duda aterrorizado por algo, sumamente aterrorizado. Creo que, si no me hubiese tenido a mí para apoyarse y no le hubiera sostenido, se hubiera venido abajo. Pero seguía mirando fijamente. Un hombre salió de la tienda con un pequeño paquete y se lo dio a la joven, que partió en su carruaje. El enigmático hombre, que tanto llamaba la atención de Jonathan, no apartaba la mirada de ella, y cuando el carruaje subía por Piccadilly, siguió en la misma dirección y llamó a un coche de alquiler. Sin dejar de vigilarlo, Jonathan dijo para sus adentros: —Creo que es el conde, aunque ha rejuvenecido. ¡Oh, Dios, si así fuera! ¡Dios mío! ¡De haberlo sabido antes! […].[2]

DIARIO DE MINA HARKER »Sólo podemos recurrir a las tradiciones y las supersticiones. En principio, no parece que esto sea mucho, tratándose de una cuestión de vida o muerte… mejor dicho de algo más que de vida o muerte. No obstante, podemos estar satisfechos; en primer lugar, porque no nos queda más remedio […] y en segundo lugar, porque, después de todo, estas cosas, tradición y superstición, lo son todo […] Admitamos, pues, que el vampiro, y la creencia en sus limitaciones y en su curación, descansan de momento sobre la misma base […] De modo que ahora ya sabemos contra quién vamos a luchar, y permítanme decirles que muchas de esas creencias están justificadas por lo que hemos podido comprobar […] El vampiro sigue viviendo, el mero paso del tiempo no basta para hacerle morir; logra prosperar si puede alimentarse de la sangre de los vivos. Más aún, ya hemos visto que incluso puede rejuvenecer, que sus constantes vitales se vigorizan y parece regenerarse cuando su pábulo favorito es abundante. Mas no puede prosperar sin su dieta […] Además, su cuerpo no proyecta sombra, ni su imagen se refleja en un espejo […] Tiene la fuerza de muchos hombres […] A su vez, él mismo puede transformarse en lobo […] También puede convertirse en murciélago […] Puede llegar envuelto en la niebla que él mismo crea […] Pero, por lo que sabemos, el alcance de esa niebla es limitado, sólo lo suficiente para rodearlo. Es capaz de aparecer en los rayos de la luna, en forma de minúsculas motas de polvo […]

Puede hacerse tan pequeño como para poder pasar a través de una rendija del espesor de un cabello […] Pues, una vez que ha encontrado el modo adecuado, puede entrar y salir de cualquier sitio […] Además puede ver en la oscuridad […] Aunque puede hacer todas esas cosas, sin embargo, no es libre […] No puede ir donde quiera; aunque no pertenezca a la naturaleza, tiene que obedecer algunas de sus leyes… no sabemos muy bien por qué. No puede entrar en ningún sitio en principio, a menos que alguien de dentro le invite a pasar; aunque después puede volver cuando quiera. Su poder cesa […] con la llegada del día. Sólo en determinadas ocasiones goza de una cierta libertad. Si no se encuentra en el lugar al que está vinculado, únicamente pude hacer el cambio al mediodía o en el mismo momento que amanece o se pone el sol […] Se dice, también, que sólo puede cruzar aguas vivas si están quietas o crecidas. Además, hay cosas que reafectan tanto que anulan su poder, como el ajo […] y ciertos objetos sagrados, como este símbolo, mi crucifijo […] Existen también otras de las que voy a hablarles […] Una rama de rosal silvestre puesta sobre su ataúd le impide abandonarlo; una bala consagrada disparada contra el ataúd le mata, dejándolo realmente muerto; y en cuanto a atravesarlo con una estaca, ya sabemos que le devuelve la paz, lo mismo que cortarle la cabeza […].[3]

DIARIO DEL DR. SEWARD Había una luna tan brillante, que la luz que penetraba en la habitación a través de la gruesa persiana amarilla era suficiente para ver. Jonathan estaba tendido en el lado de la cama más próximo a la ventana, con el rostro congestionado y respirando con dificultad, como sumido en un estupor. Arrodillada en el borde la cama más próximo a nosotros, mirando hacia la puerta, se encontraba su esposa vestida de blanco. De pie, junto a ella, había un hombre algo y delgado, vestido de negro. Aunque estaba vuelto de espaldas, nada más verlo todos reconocimos en él al conde… en todos los detalles, incluso la cicatriz de la frente. Con su mano izquierda sujetaba las dos manos de la señora Harker, manteniendo sus brazos extendidos; con la mano derecha le sujetaba la nuca, obligándola a inclinar la cabeza sobre su pecho. Su camisón blanco estaba manchado de sangre, y un hilillo goteaba también por el pecho del hombre, que su camisa rasgada dejaba al descubierto. Su postura guardaba un terrible parecido con la de un niño obligando a su gatito a beber, metiéndole el hocico en el plato de leche.

Cuando irrumpimos en la habitación, el conde volvió el rostro, y todos pudimos ver la infernal expresión, cuya descripción yo ya conocía. Sus ojos rojos se inflamaron de diabólica pasión; las ventanas de su blanca nariz aquilina se abrieron completamente y temblaron; y sus afilados dientes blancos, que asomaban por sus labios gruesos de los que goteaba sangre, castañetearon como los de una fiera salvaje. Se volvió bruscamente, arrojando a su víctima sobre la cama, y se abalanzó sobre nosotros. Pero el profesor, que ya se había incorporado, se acercó a él sosteniendo en alto el sobre que contenía la Sagrada Forma. El conde se detuvo de inmediato, como había hecho la pobre Lucy delante de su tumba, y retrocedió acobardado. Y siguió retrocediendo cada vez más, a medida que avanzábamos con nuestros crucifijos en alto. De pronto un nubarrón que cruzaba el cielo ocultó la luna, y cuando se iluminó la lámpara de gas que había encendido Quincey, no vimos más que un imperceptible vapor. Y mientras lo mirábamos, se deslizó por debajo de la puerta, que había vuelto a cerrarse, debido al retroceso después del violento golpe con que la habían abierto.[4]

NOTAS [1] Bram Stoker, “Capítulo II. Diario de Jonathan Harper. 5 de mayo (continuación)”, Drácula, Edición y traducción de J. A. Molina Foix, Cátedra, Madrid, 1997, pp. 116-118. [2] Ibídem, “Capítulo XIII. Diario de Mina Harker. 22 de septiembre”, pp.336- 337. [3] Ibídem, “Capítulo XVII. Diario de Mina Harker. 30 de septiembre”, pp. 430-433. [4] Ibídem, “Capítulo XXI. Diario del Dr. Seward. 3 de octubre”, pp. 492-493.