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Transcripción de la presentación:

Cuando acabé de subir la pendiente y llegué al punto más alto del monte, contemplé estupefacto un paisaje idílico: todo era verde; los árboles agitaban sus hojas; los pajaritos cantaban; la hierba, mullida, estaba atestada de flores que llegaban hasta el borde mismo de un arroyo cristalino con pececitos de colores; la temperatura, perfecta.

Todo me invitó a sentarme bajo la copa de un frondoso roble, a través de cuyas hojas se filtraban los rayos de sol.

Algo se movió a mi espalda; me volví y vi pasar, fugaz, a una muchacha. Corría con una aljaba llena de flechas, rodeada de perros de caza, y, arco en mano, perseguía a un ciervo blanco.

Otro ruido atrajo mi atención; me acerqué al lugar de donde venía. Escondido tras unas matas, pude contemplar a un grupo de mujeres que danzaban frenéticamente alrededor de un joven de largo cabello;

este les ofrecía vino y apetitosos racimos de uvas, y todos iban coronados con hiedra.

Cuando vi la pantera, salí corriendo.

En mi huida tropecé con otro muchacho increíblemente hermoso. Estaba sentado sobre una roca. Todo él refulgía mientras tocaba la lira y recitaba poemas a su son.

Pero solo me detuve ante una hilera de fastuosos palacios. ¿Dónde estaba? Estaba viviendo una aventura surrealista.

Entré sigilosamente en el más espectacular de los palacios y, oculto tras una cortina, vi a una mujer. Llevaba una manzana en una mano y en la otra sujetaba un espejo donde admiraba el rostro más bello que había visto en mi vida; me dio un vuelco el corazón, se me desbocó, me temblaron las piernas y se me puso cara de tonto.

Un grupo se acercó a ella: el primero también llevaba alas en sus sandalias y su sombrero; otro iba armado hasta los dientes y miraba alelado a la mujer

el tercero, cuyo cuerpo echaba chispas, se acercó a ella y la besó en la frente.

Todos salieron juntos. Los seguí; atravesamos una estancia donde una dama atizaba el fuego mientras otra ponía en la mesa todo tipo de viandas de la tierra; una niña la seguía a todas partes.

Desembocamos en un salón ricamente adornado. Al fondo, sentada en tronos dorados, había una pareja recibiendo a cada personaje; ella, tocada con diadema y acariciando a un pavo real, miraba a su pareja echando fuego por los ojos.

Él blandía un cetro y controlaba los movimientos de un águila majestuosa subida en su regazo.

Llegó otro grupito: un varón sobre un corcel y portando un tridente;

otro acompañado de un perro monstruoso de tres cabezas,

y una muchacha vestida para la guerra, ceñida de olivo y con una lechuza sobre su hombro.

Estaba claro quiénes eran, estaba claro que había una fiesta familiar en la casa del dios de dioses. Confuso, me eché atrás, tropecé con un niño con alas que me acosó, persiguió y pinchó en el hombro con una flechita de oro. Se rió, ¡el muy pícaro Cupido!

—¡Maaaaaartiiiiiiín!, ¡despierta! Te has quedado dormido viendo el documental del panteón olímpico grecorromano. Abrí los ojos y vi a la profe: tenía la misma cara que Hera… Tocó el timbre, ¡uf! Salvado.

En el recreo alguien me tocó por detrás. Me volví, era Alba. El hombro me escoció; la miré y me dio un vuelco el corazón, se me desbocó, me temblaron las piernas y se me puso cara de tonto.