LAS FUENTES DE LA COMUNION EN LA IGLESIA

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Transcripción de la presentación:

LAS FUENTES DE LA COMUNION EN LA IGLESIA

EL ESPIRITU SANTO FUENTE DE COMUNION

La operación propia y específica del Espíritu Santo ya en el seno de la santísima Trinidad es la comunión. «Puede decirse que en el Espíritu Santo la vida íntima de Dios uno y trino se hace enteramente don, intercambio del amor recíproco entre las Personas divinas, y que por el Espíritu Santo Dios “existe” como don. El Espíritu Santo es, pues, la expresión personal de esta donación, de este ser-amor» (Dominum et vivificantem, 10). La tercera Persona —leemos en san Agustín— es «la suma caridad que une a ambas Personas» (De Trin. 7, 3, 6). En efecto, el Padre engendra al Hijo, amándolo; el Hijo es engendrado por el Padre, dejándose amar y recibiendo de él la capacidad de amar; el Espíritu Santo es el amor que el Padre da con total gratuidad, y que el Hijo acoge con plena gratitud y lo da nuevamente al Padre.

El Espíritu es también el amor y el don personal que encierra todo don creado: la vida, la gracia y la gloria. El misterio de esta comunión resplandece en la Iglesia, el cuerpo místico de Cristo, animado por el Espíritu Santo. El mismo Espíritu nos hace «uno en Cristo Jesús» (Ga 3, 28), y así nos inserta en la misma unidad que une al Hijo con el Padre. Quedamos admirados ante esta intensa e íntima comunión entre Dios y nosotros.

Los Hechos de los Apóstoles nos muestran a la primera comunidad cristiana unida por un fuerte vínculo de comunión fraterna: «Todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en común; vendían sus posesiones y sus bienes y repartían el precio entre todos, según la necesidad de cada uno» (Hch 2, 44-45). No cabe duda de que el Espíritu Santo está en el origen de esta manifestación de amor. Su efusión en Pentecostés pone las bases de la nueva Jerusalén, la ciudad construida sobre el amor, completamente opuesta a la vieja Babel.

Por el contrario, en Pentecostés los discípulos de Jesús no quieren escalar orgullosamente el cielo, sino que se abren humildemente al Don que desciende de lo alto. Si en Babel todos hablan la misma lengua, pero terminan por no entenderse, en Pentecostés se hablan lenguas diversas, y, sin embargo, todos se entienden muy bien. Este es un milagro del Espíritu Santo.

El libro de los Hechos de los Apóstoles presenta algunas situaciones significativas que nos permiten comprender de qué modo el Espíritu ayuda a la Iglesia a vivir concretamente la comunión, permitiéndole superar los problemas que va encontrando. Cuando algunas personas que no pertenecían al pueblo de Israel entraron por primera vez en la comunidad cristiana, se vivió un momento dramático. La unidad de la Iglesia se puso a prueba. Pero el Espíritu descendió sobre la casa del primer pagano convertido, el centurión Cornelio. Renovó el milagro de Pentecostés y realizó un signo en favor de la unidad entre los judíos y los gentiles (cf. Hch 10-11). Podemos decir que este es el camino directo para edificar la comunión: el Espíritu interviene con toda la fuerza de su gracia y crea una situación nueva, completamente imprevisible.

Pero a menudo el Espíritu Santo actúa sirviéndose de mediaciones humanas. Según la narración de los Hechos de los Apóstoles, así sucedió cuando surgió una discusión dentro de la comunidad de Jerusalén con respecto a la asistencia diaria a las viudas (cf. Hch 6, 1 ss). La unidad se restableció gracias a la intervención de los Apóstoles, que pidieron a la comunidad que eligiera a siete hombres «llenos de Espíritu» (Hch 6, 3; cf. 6, 5), e instituyeron este grupo de siete para servir a las mesas.

También la comunidad de Antioquía, constituida por cristianos provenientes del judaísmo y del paganismo, atravesó un momento crítico. Algunos cristianos judaizantes pretendían que los paganos se hicieran circuncidar y observaran la ley de Moisés. Entonces —escribe san Lucas— «se reunieron los Apóstoles y presbíteros para tratar este asunto» (Hch 15, 6) y, después de «una larga discusión», llegaron a un acuerdo, formulado con la solemne expresión: «Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros...» (Hch 15, 28). Aquí se ve claramente cómo el Espíritu actúa a través de la mediación de los «ministerios» de la Iglesia.

Entre los dos grandes caminos del Espíritu, el directo, de carácter más imprevisible y carismático, y el mediato, de carácter más permanente e institucional, no puede haber oposición real. Ambos provienen del mismo Espíritu. En los casos en que la debilidad humana encuentre motivos de tensión y conflicto, es preciso atenerse al discernimiento de la autoridad, a la que el Espíritu Santo asiste con esta finalidad (cf. 1 Co 14, 37).

También es «gracia del Espíritu Santo» (Unitatis redintegratio, 4) la aspiración a la unidad plena de los cristianos. A este propósito, no hay que olvidar nunca que el Espíritu Santo es el primer don común a los cristianos divididos. Como «principio de la unidad de la Iglesia» (ib., 2), nos impulsa a reconstruirla mediante la conversión del corazón, la oración común, el conocimiento recíproco, la formación ecuménica, el diálogo teológico y la cooperación en los diversos ámbitos del servicio social inspirado por la caridad.

Y puesto que la unidad es don del Paráclito, nos consuela recordar que, precisamente sobre la doctrina acerca del Espíritu Santo, se han dado pasos significativos hacia la unidad entre las diferentes Iglesias, sobre todo entre la Iglesia católica y las ortodoxas. En particular, sobre el problema específico del Filioque, que concierne a la relación entre el Espíritu Santo y el Verbo en su procedencia del Padre, se puede afirmar que la diversidad entre los latinos y los orientales no afecta a la identidad de la fe «en la realidad del mismo misterio confesado», sino a su expresión, constituyendo una «legítima complementariedad» que no pone en tela de juicio la comunión en la única fe, sino que más bien puede enriquecerla (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 248; carta apostólica Orientale lumen, 2 de mayo de 1995, n. 5; nota del Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos, Las tradiciones griega y latina con respecto a la procesión del Espíritu Santo: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 12 de enero de 1996, p. 9).

El amor efectivo que debe reinar en toda comunidad, «especialmente hacia nuestros hermanos en la fe» (Ga 6, 10), exige que cada componente eclesial, cada comunidad parroquial y diocesana, y cada grupo, asociación y movimiento, se esfuerce por hacer un serio examen de conciencia que disponga los corazones a acoger la acción unificadora del Espíritu Santo.

LA EUCARISTÍA FUENTE Y EPIFANÍA DE COMUNIÓN

"PERMANECED EN MÍ, Y YO EN VOSOTROS" (JN 15, 4) 19. Cuando los discípulos de Emaús le pidieron que se quedara "con" ellos, Jesús contestó con un don mucho mayor. Mediante el sacramento de la Eucaristía encontró el modo de quedarse "en" ellos. Recibir la Eucaristía es entrar en profunda comunión con Jesús. "Permaneced en mí, y yo en vosotros" (Jn 15, 4). Esta relación de íntima y recíproca "permanencia" nos permite anticipar en cierto modo el cielo en la tierra. ¿No es quizás éste el mayor anhelo del hombre? ¿No es esto lo que Dios se ha propuesto realizando en la historia su designio de salvación? Él ha puesto en el corazón del hombre el "hambre" de su Palabra (Cf. Am 8, 11), un hambre que sólo se satisfará en la plena unión con Él. Se nos da la comunión eucarística para "saciarnos" de Dios en esta tierra, a la espera de la plena satisfacción en el cielo.

UN SOLO PAN, UN SOLO CUERPO 20. Pero la especial intimidad que se da en la "comunión" eucarística no puede comprenderse adecuadamente ni experimentarse plenamente fuera de la comunión eclesial. Esto lo he subrayado repetidamente en la Encíclica Ecclesia de Eucharistia. La Iglesia es el cuerpo de Cristo: se camina "con Cristo" en la medida en que se está en relación "con su cuerpo". Para crear y fomentar esta unidad Cristo envía el Espíritu Santo. Y Él mismo la promueve mediante su presencia eucarística. En efecto, es precisamente el único Pan eucarístico el que nos hace un solo cuerpo. El apóstol Pablo lo afirma: "Un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan" (1 Co 10, 17). En el misterio eucarístico Jesús edifica la Iglesia como comunión, según el supremo modelo expresado en la oración sacerdotal: "Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado" (Jn 17, 21).

21. La Eucaristía es fuente de la unidad eclesial y, a la vez, su máxima manifestación. La Eucaristía es epifanía de comunión. Por ello la Iglesia establece ciertas condiciones para poder participar de manera plena en la Celebración eucarística. Son exigencias que deben hacernos tomar conciencia cada vez más clara de cuán exigente es la comunión que Jesús nos pide. Es comunión jerárquica, basada en la conciencia de las distintas funciones y ministerios, recordada también continuamente en la plegaria eucarística al mencionar al Papa y al Obispo diocesano. Es comunión fraterna, cultivada por una "espiritualidad de comunión" que nos mueve a sentimientos recíprocos de apertura, afecto, comprensión y perdón.

"UN SOLO CORAZÓN Y UNA SOLA ALMA" (HCH 4, 32) 22. En cada Santa Misa nos sentimos interpelados por el ideal de comunión que el libro de los Hechos de los Apóstoles presenta como modelo para la Iglesia de todos los tiempos. La Iglesia congregada alrededor de los Apóstoles, convocada por la Palabra de Dios, es capaz de compartir no sólo lo que concierne los bienes espirituales, sino también los bienes materiales (cf. Hch 2, 42- 47; 4, 32-35). En este Año de la Eucaristía el Señor nos invita a acercarnos lo más posible a este ideal. Que se vivan con particular intensidad los momentos ya sugeridos por la liturgia para la "Misa estacional", que el Obispo celebra en la catedral con sus presbíteros y diáconos, y con la participación de todo el Pueblo de Dios. Ésta es la principal "manifestación" de la Iglesia. Pero será bueno promover otras ocasiones significativas también en las parroquias, para que se acreciente el sentido de la comunión, encontrando en la Celebración eucarística un renovado fervor.

EL DÍA DEL SEÑOR 23. Es de desear vivamente que en este año se haga un especial esfuerzo por redescubrir y vivir plenamente el Domingo como día del Señor y día de la Iglesia. Sería motivo de satisfacción si se meditase de nuevo lo que ya escribí en la Carta apostólica Dies Domini. "En efecto, precisamente en la Misa dominical es donde los cristianos reviven de manera particularmente intensa la experiencia que tuvieron los Apóstoles la tarde de Pascua, cuando el Resucitado se les manifestó estando reunidos (cf. Jn 20, 19). En aquel pequeño núcleo de discípulos, primicia de la Iglesia, estaba en cierto modo presente el Pueblo de Dios de todos los tiempos". Que los sacerdotes en su trabajo pastoral presten, durante este año de gracia, una atención todavía mayor a la Misa dominical, como celebración en la que los fieles de una parroquia se reúnen en comunidad, constatando cómo participan también ordinariamente los diversos grupos, movimientos y asociaciones presentes en la parroquia.

PIDAMOS SIEMPRE LA GRACIA DEL ESPIRITU SANTO PARA QUE NOS AYUDE A INTEGRARNOS Y ASI PODAMOS SER TESTIGOS DE LA COMUNION. ALIMENTEMONOS CON JESÚS EUCARISTÍA PARA PODER SER UNO CON ÉL Y CON NUESTROS HERMANOS.