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Publicada porRubén Carmona Sáez Modificado hace 10 años
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Se agrietó el aljibe que aún quedaba en el desierto, el último sorbo de agua se lo bebió el camello y el beduino extendió triste sus ojos viendo cómo ardía la arena desde el pozo seco al infinito.
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Se sentó a la sombra de sí mismo sobre la alfombra del desierto y meditó:
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Pozos resecos somos, sin una gota de agua, oh, cuán amarga y corta es la vida pues nunca pude plantar un árbol ni escuchar de los pájaros en las ramas sus trinos.
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Sentido y triste estaba el beduino meditando en su desgracia, luego se dobló, se acuclilló y se levantó y saliendo de sí mismo uno y dos pasos dio y al tercero avanzó
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dejando marcada en la arena la huella calcinada de sus pies como autógrafo fehaciente de un día cualquiera sin fecha.
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Estiró luego la vista al horizonte y creyó ver a Dios en el poniente. Sin más carta de presentación que su sequía endémica y su sed así le habló al Señor:
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Manda una nube con agua, mi Dios, que yo un árbol de ramas hermosas y frutos jugosos prometo plantar.
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Los vientos alisios lo cimbrearán y a su sombra mi camello y yo arabescos de luz y color en la arena trazaremos y cuando haya transcurrido el tiempo un manantial de agua brotará.
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Al Dios misericordioso, --infinita sea su bondad--, le pareció bien el proceder genuino del beduino.
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Bendijo Dios su idea y la lluvia mandó, y en mitad del desierto, en la arena, un oasis verde de esbeltas palmeras surgió
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donde sestean felices camellos curtidos y los hombres pintan arabescos con fuentes, juncos, y garzas caminando sobre el agua.
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Se agrietó el aljibe que aún quedaba en el desierto, el último sorbo de agua se lo bebió el camello y el beduino extendió triste sus ojos viendo cómo ardía la arena desde el pozo seco al infinito. Se sentó a la sombra de sí mismo sobre la alfombra del desierto y meditó: Pozos resecos a veces somos, sin una gota de agua, oh, cuán amarga y corta es la vida pues nunca pude plantar un árbol ni escuchar de los pájaros en las ramas sus trinos. Sentido y triste estaba el beduino meditando en su desgracia, luego se dobló, se acuclilló y se levantó y saliendo de sí mismo uno y dos pasos dio y al tercero avanzó dejando marcada en la arena la huella calcinada de sus pies como autógrafo fehaciente de un día cualquiera sin fecha. Cuando pudo estirar la vista al horizonte creyó ver a Dios en el poniente y sin más carta de presentación que su sequía endémica y su sed así le habló al Señor: Manda una nube con agua, mi Dios, que yo un árbol de ramas hermosas y frutos jugosos prometo plantar. Los vientos alisios lo cimbrearán y a su sombra mi camello y yo arabescos de luz y color en la arena trazaremos y cuando haya transcurrido el tiempo un manantial de agua brotará. Al Dios misericordioso, infinita sea su bondad, le pareció bien el proceder genuino del beduino. Bendijo su idea y la lluvia mandó, y en mitad del desierto, en la arena, un oasis verde de esbeltas palmeras surgió donde sestean felices camellos curtidos y los hombres pintan arabescos con fuentes, juncos, y garzas caminando sobre el agua.
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