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LA UNIDAD EN LA ADORACIÓN
Lección 11 para el 15 de diciembre de 2018
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Dios recibe la adoración de los seres celestiales, y desea recibir también nuestra adoración en la Tierra. Adorar a Dios es reconocer la grandeza y la majestad de Dios; comprender que él es el Creador, y nosotros, criaturas; y admitir nuestra propia indignidad, impotencia y absoluta dependencia de él. Ese reconocimiento también implica la voluntad de aceptar el señorío de Dios sobre nuestra vida. Llamado a la adoración: La adoración en el Cielo. La adoración en la Tierra. La falsa adoración. Unidos en adoración: El estudio de las Escrituras. La comunión y la oración.
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Adorar a Dios es darle la gloria y el honor que Él se merece.
La adoración celestial es un acto de agradecimiento por lo que Dios ha hecho: “porque tú creaste todas las cosas […] y con tu sangre compraste para Dios gente de toda raza, lengua, pueblo y nación” (Apocalipsis 4:11; 5:9; NVI). El sacrificio de Jesús es el centro de la adoración. Los seres celestiales rinden adoración a Dios por habernos redimido a nosotros. ¡Cuánto más debemos nosotros adorarle y darle gracias por su redención! Adoramos a Dios cuando le rendimos culto, alabanza, amor y obediencia, porque Él es digno de recibirlos.
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El último mensaje de Dios a la humanidad se compone de dos partes:
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Desde su rebelión, Satanás ha querido ser adorado como dios (Isaías 14:13).
Intentó que Jesús mismo le honrase como príncipe de este mundo (Mateo 4:8-9). En el tiempo del fin, hará un gran intento de ser adorado a través de la bestia y su imagen, bajo pena de muerte (Apocalipsis 13:14-15).
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ADORACIÓN VERDADERA (DANIEL 3) ADORACIÓN FALSA (APOCALIPSIS 13-14)
Podemos comparar la experiencia que vivieron los tres amigos de Daniel con la falsa adoración que surgirá en el tiempo del fin. ADORACIÓN VERDADERA (DANIEL 3) ADORACIÓN FALSA (APOCALIPSIS 13-14) “No serviremos a tus dioses, ni tampoco adoraremos la estatua que has levantado” “Adoran a la bestia y a su imagen” “Fueron echados dentro del horno de fuego ardiendo” “Será[n] atormentado[s] con fuego y azufre” “Dios … libró a sus siervos que confiaron en él” “Y no tienen reposo de día ni de noche los que adoran a la bestia y a su imagen”
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Aunque podemos adorar a Dios en privado, la adoración es principalmente un acto realizado en comunidad. Al igual que los ángeles, unimos nuestras voces en cantos de adoración. Pero también estamos adorando a Dios cuando estudiamos su Palabra juntos. La Biblia nos enseña lo que Dios ha hecho por nosotros, nos transmite instrucciones para guiar nuestra vida, y nos da esperanza en la Segunda Venida de Jesús. Cuanto más la estudiemos, más motivos tendremos para adorar juntos a nuestro Creador y Redentor.
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Para alabar a Dios (Hechos 4:24). Para recibir poder (Hechos 4:30).
“Y perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la comunión unos con otros, en el partimiento del pan y en las oraciones” (Hechos 2:42) Unidos por una misma doctrina, la iglesia debe dedicar tiempo a la confraternización, animándonos unos a otros, y recordando las enseñanzas de Jesús. De esta forma, fortalecemos nuestra unidad en Cristo. Otro aspecto que no debemos olvidar es la oración en común. ¿Por qué cosas deberíamos orar juntos? Para alabar a Dios (Hechos 4:24). Para recibir poder (Hechos 4:30). Por la resolución de los problemas (Hechos 12:12). Por el bien de otros (1 Timoteo 2:1). Por la predicación del Evangelio (Efesios 6:19).
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“La iglesia de Dios en la tierra es una con la iglesia de Dios en el cielo. Los creyentes de la tierra y los seres del cielo, que nunca han caído constituyen una sola iglesia. Todo ser celestial está interesado en las asambleas de los santos que en la tierra se congregan para adorar a Dios. En el atrio interior del cielo, escuchan el testimonio que dan los testigos de Cristo en el atrio exterior de la tierra. Las alabanzas de los adoradores de este mundo hallan su complemento en la antífona celestial, y el loor y el regocijo repercuten por todos los atrios celestiales porque Cristo no murió en vano por los caídos hijos de Adán” Elena G. de White, Testimonios para la iglesia, tomo 6, p. 366
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