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Publicada porIsabel Silva Casado Modificado hace 6 años
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Caridad 9 3ª, 37 Virtudes 23 La Caridad: Desde el siglo 16 a nuestros días
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La caridad es una virtud que no debe quedarse sólo en las ideas, sino que debe trascender a las obras. Por eso en la historia de la Iglesia Católica, siguiendo las enseñanzas y el mandato de Jesucristo, encontramos grandiosos ejemplos de caridad en hombres y mujeres, entregados a hacer el bien. No podemos citar a todos ni a la mayoría; pero algunos van marcando hitos en esa historia.
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Por el siglo 16 veíamos a dos hombres que se preocupan del tremendo problema que tenían los enfermos pobres, ya que no había seguridades sociales, ni los gobiernos se preocupaban mucho. Aquellos dos hombres, san Camilo de Lelis y san Juan de Dios fueron precursores de otros que les siguieron.
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En ese siglo 16 comenzó a tener realce en la Iglesia la evangelización de América. Allí había un gran problema social que sólo se podía solucionar con la caridad. El problema era que a los indígenas se les trataba menos que de segundo orden ante el poderío y la ambición de algunos conquistadores. Para buscar una solución caritativa, viendo en los indios personas iguales e hijos de Dios, se hizo presente fray Bartolomé de las Casas.
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Este religioso dominico tuvo que trabajar mucho en favor de los indios maltratados. Primero como fraile dominico, luego como obispo de Chiapas. Tuvo que hacer diversos viajes a España para poder hablar con los reyes o los más allegados a ellos, de palabra y por escrito, todo lo que el buen Derecho y la Caridad de Jesucristo nos enseña sobre el respeto y el amor a los indígenas de América.
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En América se estaba dando el problema más agudo contra la caridad que había predicado la Iglesia de palabra y de obra. Los señores tiranos de esas tierras, hombres sin piedad ni corazón, se dieron cuenta que los indígenas no eran buenos trabajadores ni resistentes, pero que sí lo eran los negros de África. Por eso comenzó una gran cacería de hombres en África para llevarlos como esclavos a trabajar en América.
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Encontramos la voz y la presencia de la Iglesia en la persona de san Pedro Claver. Este santo, cuando era joven estudiante de los jesuitas y con grandes deseos de hacer algo bueno por Cristo, se encontró con san Alfonso Rodríguez, ya anciano, que sólo era hermano lego, pero a quien muchos iban a pedirle consejos. Y san Alfonso le dijo al joven Pedro Claver: «Vete a América que es necesaria mucha ayuda allí».
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Y Pedro Claver, seminarista aún en los jesuitas, se fue a terminar su carrera a Colombia. Precisamente a Colombia (a Cartagena) era adonde llegaban los barcos con la macabra mercancía de negros africanos. Se les llevaba como animales. Muchos solían morir por el camino: alguno dice que hasta la tercera parte. Había un padre jesuita que les atendía algo; pero se ponía muy nervioso sufriendo por no poder hacer nada útil.
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Hasta que ya pudo hacerse cargo el novel sacerdote, padre Pedro Claver
Hasta que ya pudo hacerse cargo el novel sacerdote, padre Pedro Claver. Al principio ni podía comunicarse con la palabra, ya que los negros hablaban no sólo una sino varias lenguas muy extrañas. La actitud del santo era ayudarles en sus necesidades: medicinas y alimentos, luego también tabaco y aguardiente. Lo importante era ayudar hacien-do el bien.
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Pronto buscó intérpretes que conocieran su lengua, por lo menos alguna
Pronto buscó intérpretes que conocieran su lengua, por lo menos alguna. Así poco a poco, con muchas dificultades, les daba a entender que eran personas tan dignas como los demás. Les enseñaba lo más elemental para el bautismo y una oración que el santo se aprendió en varias lenguas: «Jesucristo, Hijo de Dios, tu serás mi padre y mi madre y todo mi bien. Yo te amo, me duele haber pecado contra ti, Señor. Te quiero mucho, mucho, mucho».
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Pero no sólo era la llegada
Pero no sólo era la llegada. Luego se llevaban a los esclavos por los campos. Y san Pedro Claver debía recorrer campos desiertos, bosques, con muchas dificultades. Después, cuando ya podía estar con los negros, los amos le ponían muchas trabas, porque les hacía perder mucho tiempo de trabajo con sus sermones, oraciones y cánticos. Pero él sabía que el Señor nos ha dejado en su lugar y que Cristo le necesita para amar, especialmente al que sufre y al triste.
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Cristo te necesita para amar, para amar.
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Cristo te necesita para amar.
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Cristo te necesita para amar, para amar.
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Cristo te necesita para amar.
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No te importe la raza ni el color de la piel.
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Ama a todos como hermanos y haz el bien.
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Al que sufre y al triste, dale amor, dale amor,
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al humilde y al pobre, dale amor.
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Al que sufre y al triste, dale amor, dale amor,
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al humilde y al pobre, dale amor.
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Al amigo de siempre, dale amor, dale amor,
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y al que no te saluda, dale amor.
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Al amigo de siempre, dale amor, dale amor,
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y al que no te saluda, dale amor.
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No te importe la raza ni el color de la piel.
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Ama a todos como hermanos y haz el bien.
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Ama a todos como hermanos y haz el bien.
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Otra gran dificultad que encontraba san Pedro Claver era el que debía tener cuidado con lo que decía, ya que los amos no le permitían que les dijese a los esclavos que tenían tanta dignidad (ante Dios) como sus amos. Y san Pedro Claver no sólo se preocupaba de los negros esclavos, sino que iba a atender a los hospitales de aquella ciudad de Cartagena y otras necesida-des y pobrezas de la ciudad.
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El santo no siempre fue bien atendido ni entendido por las autoridades, hasta casi al final. Hubo una gran peste. El santo trabajó lo indecible y también cayó enfermo de muerte. Entonces se dieron cuenta lo mucho que había hecho en bien de la ciudad. Ciertamente que le ayudaban algunos jesuitas y hasta uno valioso llegó de España para sustituirle en el trabajo en favor de los más necesitados, como eran los esclavos llevados desde África.
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Y ya que estamos hablando de América, recordemos a un santo, que es de los emblemáticos de la caridad cristiana: San Martín de Porres. Era hijo de un español y una india o mulata panameña. Había aprendido algo de medicina y lo empleó, cuando entró, como hermano lego, en el convento de los dominicos de Lima, donde había nacido. Su vida fue el hacer el bien a todos, pero más a los pobres. Lo característico fue la multitud de milagros con que Dios ratificó que le agradaban esas obras de caridad.
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Por esos siglos del 16 y 17 la vida social en Europa iba cambiando en el sentido que se construían grandes centros urbanos; pero como crecía el desarrollo para algunos, se acrecentaba la pobreza para muchos. Pues esos centros urbanos se llenaban de pobres venidos de los campos, que necesitaban mayor atención de la caridad. Ya no bastaba la caridad de algunas personas particulares, sino que era necesario que se organizase.
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Por otra parte la pobreza se aumentaba por la cantidad de guerras que devastaban a Europa. Para todo ello era necesaria una caridad más organizada, con nuevos rumbos y direcciones. Aquí es donde es providencial la presencia de san Vicente de Paul. Como algunos han dicho: Uno de los más grandes benefactores del género humano.
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Una de las grandezas de san Vicente de Paul es que no pone a trabajar sólo a hombres, sino que en esas grandes organizaciones de caridad las principales protagonistas van a ser ahora las mujeres. Y de una manera especial la congregación que luego fundaría: las «Hijas de la caridad», tan profundamen-te extensas en la Iglesia Católica.
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San Vicente de Paul se dedicó desde el principio a trabajar en obras de caridad; pero como era sacerdote, viendo la falta de formación y vida cristiana, hasta en los mismos sacerdotes, se dedicó un tiempo en organizar y llevar a cabo varias misiones populares. Para unir estas dos necesidades, caridad e instrucción cristiana, fundó la «congregación de la misión», sacerdotes conocidos como padres paúles.
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El hecho de asociar a las mujeres, como de forma organizada, para realizar las obras de caridad, provino para san Vicente de Paul casi de forma ocasional. Un día, poco antes de comenzar la misa, alguien le habló de toda una familia pobre y enferma viviendo en el campo. En el sermón habló de ello. Y la gente se estimuló en llevar a esa familia recursos, sin orden. El santo pensó que todo eso debería ser organizado.
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San Vicente, viendo las necesidades que había, socorrer a pobres y ancianos, aliviar enfermos, recoger a niños abandonados por las calles, etc., comienza organizando las «cofradías de la caridad». Ya existían; pero san Vicente les dio un reglamento y un nuevo empuje. Para la organización y una especie de supervisión de las diferentes cofradías encontró una viuda santa que se dedicaba por su cuenta a la caridad. Fue santa Luisa de Marillac.
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No bastaba con que estas damas se dedicasen a hacer el bien por un tiempo, sino san Vicente quería que fuese por un tiempo total. Así que entre san Vicente y santa Luisa se propusieron poner las bases para lo que sería el instituto de las «hijas de la caridad». No era fácil para la mentalidad institucional de la Iglesia, porque para entonces ser religiosa significaba ser de clausura, Se trataba de ver otra manera de ser religiosa: vivir para Dios y al mismo tiempo para la caridad en la calle.
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El Instituto de las «Hijas de la caridad» fue como el colofón o cumbre de la organización de la caridad por san Vicente de Paul; pero al mismo tiempo fue la ayuda más real con que disponía para el desarrollo de estas obras. Por ejemplo, fue muy grande la labor del santo con los prisioneros en las galeras. Para ello disponía de un título que adquirió: «capellán general de las galeras»; pero también con la ayuda de «las hijas de la caridad».
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El instituto de las hijas de la caridad se fue extendiendo rápidamente hasta ser la congregación religiosa con más miembros y más popular en la Iglesia católica. Pudieron regentar pronto diversos asilos para ancianos, orfanatorios y otros centros benéficos. Comenzaron en Francia; pero poco a poco, aunque con cierta rapidez, se expandieron por muchas naciones.
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Como vemos, no es fácil vivir para la caridad «a tope»
Como vemos, no es fácil vivir para la caridad «a tope». San Vicente se topó con grandes dificultades o adversidades. Una de ellas, y grande, fue todo el campo de acción de las galeras. Resulta que con tantas guerras, muchos cristianos eran llevados como esclavos por los turcos u otros musulmanes. También a san Vicente le tocó pasar por esa prueba: por ayudar a otros, él mismo resultó ser llevado como esclavo a Túnez y ser vendido a cuatro amos diversos.
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Pero en medio de la prueba no perdió la presencia de Dios; sino que todo ese sufrimiento le ayudó como una gran experiencia para poder dar después excelentes consejos a los diferentes directivos de sus obras benéficas. Deberían muchas veces elevar a Dios sus corazones y hasta darle gracias a Dios, ya que todo era un acto de caridad para los necesitados, pudiendo decir al Señor, como otros santos: Gracias por las pruebas y luchas de la vida.
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Gracias, Señor, por las luchas que el mundo da,
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que por ellas yo creceré, pues mi guía eres Tú.
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Gracias, Señor, que la prueba paciencia da,
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y aprendo que debo amar
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y saber comprender.
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Pero va en contra de mi ser de darte a ti mi voluntad
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y al Espíritu el control de lo que soy.
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A veces sigo el impulso de mi propia voluntad
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y no obedezco la bendita voz de Dios.
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En los siglos posteriores siguió la Iglesia haciéndose presente en el mundo por sus obras benéficas. La presencia real de Jesucristo debía hacerse patente no sólo por la evangelización y la sacramentalidad, sino por la presencia caritativa, ya que en el pobre está presente. Varios son los institutos religiosos fundados con la finalidad muy expresa de hacer el bien con la caridad, con las obras de misericordia. Me fijaré en algunos, según temas concretos.
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Una de las necesidades patentes en estos siglos 18 y 19 era el atender a muchos ancianos más o menos desamparados. Quizá se debió a que el promedio de vida iba alargándose. Ya vimos a las Hijas de la Caridad organizando diversos asilos para ancianos. En el siglo 19 se fundaron las «hermanitas de los pobres». Y más relevancia tuvieron, unos 50 años después las «Hermanitas de los ancianos desamparados», fundadas por santa Teresa de Jesús Journet e Ivars, con la gran ayuda de un canónigo de Huesca, Don Saturnino López.
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Otra gran necesidad estaba en el terreno de la enseñanza, especialmente en los campos: No había escuelas para los pobres. Entonces surgen varios apóstoles de la enseñanza. Quizá los más conocidos e importantes sean: San José de Calasanz, san Juan Bautista de La Salle y san Marcelino Champagnat. A san José de Calasanz se le llama «El gran pedagogo». Es el precursor de la pedagogía moderna, gran organizador y formador de maestros, a finales del siglo 16.
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San José de Calasanz ya era buen sacerdote desde su ordenación buscando el bien de los demás, pero sin gran empuje; pero al tener que ir a Roma por unos asuntos, se dio cuenta de esta gran necesidad: la necesidad de la educación de la niñez y juventud pobre. Y sintió en su corazón la llamada especial de Dios. Y se dedicó a crear un sistema educativo gratuito para todo niño de cualquier clase social y de cualquier religión. Y fundó el Instituto de las Escuelas pías, escolapios y escolapias. Esto se dice fácil, pero fue un trabajo de titanes con muchas dificultades.
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San Juan Bautista de La Salle es un siglo posterior.
Se le llama «reformador educativo y padre de la pedagogía moderna». Pio XII le nombró: patrono especial de los educadores. Es el fundador de los «Hermanos de las Escuelas Cristianas», llamados hermanos de La Salle. Y un siglo después siguió en esta labor caritativa de dar buena educación a los niños pobres San Marcelino Champagnat. Es el fundador de los «Hermanos Maristas». Con ellos la Iglesia va realizando la obra de misericordia de «enseñar a quien no sabe».
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Unos cuantos años después, por el siglo 19, surge una gran estrella en la Iglesia en este terreno de hacer el bien a niños y jóvenes pobres. Fue san Juan Bosco. San Juan Pablo II le proclamó: «Padre y maestro de la juventud». No sólo se trataba de enseñarles, sino que desarrolló su gran don de potenciar las aspiraciones profundas de la juventud. Y para ello fundó una nueva congregación: los salesianos. Con ellos pudo hacer una gran revolución de la Juventud hacia Cristo.
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Muy pocos años antes de san Juan Bosco, hubo otro sacerdote italiano, san José Benito Cottolengo,
que se dedicó a hacer el bien, especialmente a los más necesitados, sin determinar especialidad. Lo específico fue que hacía casas que llamaba «la pequeña casa de la Divina Providencia». Y bajo el mando de esta Divina Providencia hacia grandes maravillas de caridad. Varios años después otro santo, san Luis Orione, siguió sembrando casas de la Divina Providencia, que precisamente se llaman «Cottolengos».
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Para todas estas obras benéficas, aunque se citen santos varones, debemos tener en cuenta que juntamente, apoyando y siguiendo, está la legión de mujeres entregadas al Señor, sin las cuales no podría progresar el establecimiento ordenado de la caridad. Y no sólo religiosos y religiosas, sino muchos seglares con gran espíritu. Entre estos tenemos asociaciones como las Conferencias de san Vicente de Paul. O la asociación de abogados para defensa de los pobres, etc.
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En el siglo 19 surgió otra gran necesidad: Era la cantidad de obreros que debían sufrir pobreza por el mal reparto de sueldos. Y tuvo que levantarse la Iglesia en ayuda. Fue el papa León 13, quien escribió una encíclica muy importante, pidiendo justicia, que va siempre unida a la caridad. Se trataba sobre todo de que el obrero debía tener un «salario familiar». Y después de León 13, otros papas han ido luchando por estos ideales, en los que se inserta la caridad cristiana.
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Y ya en el siglo 20 encontramos a santa Teresa de Calcuta.
Desde niña buscaba el hacer el bien a los necesitados. Entró en la congregación de Nuestra Señora de Loreto y, como quería ser misionera, fue a la India. Pronto se instaló como maestra en Calcuta. Pero viendo la gran miseria que había por las calles, pidió poder salir de su congregación para dedicarse enteramente a los meneste-rosos. Después fundó la congregación de «Misioneras de la Caridad» que siguen la labor de la santa.
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Ha habido algunos que, siguiendo el deseo de Jesucristo para que amemos al hermano, han llegado a dar materialmente su vida. Voy a citar dos casos. Uno es san Damián de Molokai ( ). Siendo sacerdote muy joven decidió irse como misionero a una isla donde estaban retirados los leprosos, porque aún se creía que eran incurables. Allí estuvo unos 25 años haciendo de padre y madre en lo material y espiritual, hasta que contagiado por la enfermedad, murió dando su vida por los hermanos.
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Otro más reciente es san Maximiliano María Kolbe ( ), religioso polaco, misionero, gran devoto de la Inmaculada Virgen María. En la 2ª guerra mundial fue llevado preso con otros polacos al campo de exterminio de Auschwitz. Un preso se escapó y debían matar a diez. Le tocó a un padre de familia, muy apenado. San Maximiliano se adelantó y dijo: «Soy sacerdote católico polaco, estoy ya viejo, querría ocupar el puesto de ese hombre que tiene esposa e hijos». Fue aceptado, muriendo horrible-mente, pero grandiosa-mente ante Dios.
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Todo esto es nada más un poco de la repercusión que tuvo la vida de Jesús, que pasó haciendo el bien, y del mandato a sus discípulos y a todos nosotros, que nos sigue diciendo: «Un mandamiento nuevo os doy, que os améis unos a otros como yo os amé». Y Jesús nos amó hasta dar su vida. Y es que no hay mayor amor que dar la vida por aquel que se ama.
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Y es que no hay mayor amor que dar la vida,
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que dar la vida por amor.
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Y es que no hay mayor amor que dar la vida,
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que darle a cristo el corazón.
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En la Pascua un mandamiento nuevo, a nosotros nos dejó el Señor:
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«Entregar la vida a los hermanos como Cristo nos la entregó».
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Esta es la señal de los cristianos por la que nos reconocerán:
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El amor con el que nos amamos, y en la propia entrega a los demás.
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Y es que no hay mayor amor que dar la vida,
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que dar la vida por amor..
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Y es que no hay mayor amor que dar la vida,
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que darle a cristo el corazón.
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La Virgen Madre ofreció su corazón al Señor.
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Y se lo dio con plenitud en el Calvario.
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