Me desperté sobresaltado. —¡Abuelo, Abuelo! Tenía mucha sed. De pronto, me vi transportado a la reseca orilla del Mar Muerto. Ahí debía estar la causa.

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Transcripción de la presentación:

Me desperté sobresaltado. —¡Abuelo, Abuelo! Tenía mucha sed. De pronto, me vi transportado a la reseca orilla del Mar Muerto. Ahí debía estar la causa de mi sed. La sal. Las orillas, las piedras, todo estaba invadido por la sal. Una sal que junto con el agobiante calor encerrado en aquella tremenda depresión, a 432 metros bajo el nivel del mar, no sólo daba sed, sino que proporcionaba al mismo tiempo la impresión de épica y blanca soledad.

En Jerusalén había visto hoteles agradables para estar y, de paso, quitar la sed. La coca- cola de los americanos sabía bien con hielo. Con mucho hielo; porque, en definitiva, lo que sabía bien era el hielo. Pero no podría subir a Jerusalén por la habitual calzada de Jericó. Judíos y palestinos andaban alborotados. Y para colmo, los libros lo decían: el 4º Concilio de Letrán fue abiertamente antisemita.

La nobleza inglesa obligaba a Juan sin Tierra a concederles la Carta de las Libertades. El único que se oponía era Inocencio III. Yo veía la tierra como un bosque, un bosque grande y encantado. Pero, y al mismo tiempo, un extraño bosque donde no había árboles. Los árboles se habían convertido en lanzas. Y de todos los rincones salían reyes. La tierra se poblaba de monarquías constitucionales. Quise pasar la página del libro. En los anaqueles de la biblioteca, los libros bailaban una frenética danza de papel. Debían tener frío. En el Acantilado corría una brisa fresca que contrastaba con el páramo helado de la historia y el calor insoportable del Mar de la Sal. Casi sin darme cuenta, los libros giraron sobre sí mismos hasta quedar mirando en una sola dirección.

También sobre Roma soplaba una desapacible brisa. Los soldados de Bonifacio VIII echaban mano del dimitido Celestino V. La puerta de la mazmorra se cerró con un golpe seco. La tensión nerviosa que la pesadilla me había producido, seguía siendo causante de que mi sueño no fuera reconfortable. El Abuelo me lo había advertido. —No estés tanto tiempo sobre los libros. Se te pueden cruzar los cables como le pasó a Don Quijote. —Es que, la historia es apasionante. Es como una novela. —¿Como una, dices? No. Di, más bien, es la mejor novela. La pesadilla no se me pasaba. —Capítulo 3... Yo iba por el capítulo 3. No lo encuentro. ¿Dónde está el capítulo 3? ¿Y el libro? Tampoco aparece.

Ni uno ni otro aparecían por ningún lado. Sólo el indicador de páginas. Como por arte de encanto, todo había desaparecido. No sin cierta preocupación volví la vista. El Mar de la Sal, o Mar Muerto, no estaba. El Acantilado tampoco estaba. ¿El Abuelo?, no estaba. ¿Estaría yo? Me dije a mí mismo que yo sí estaba, porque lo que divisaba ahora era Francia, la Galia de tantas guerras. En la frontera, los camiones españoles formaban un atasco monumental. Los gendarmes franceses no los dejaban pasar. Montañas de naranjas y manzanas desparramadas sobre las llanuras que, poco a poco, se iban inundando de sidra y champán. En el interior de la emblemática nación, Felipe IV, el Hermoso, pleiteaba por el poder absoluto que los papas, encabezados por Bonifacio VIII, ostentaban.

Surgió una voz conocida: —El poder es siempre el poder. —¡Abuelo…!, ¿dónde estabas? —Velando tu sueño. Veo que duermes como un lirón. Así dijo el Abuelo. Pero la realidad era muy otra. El libro de Historia me daba constantes golpes en la cabeza. Me tenía medio aturdido. Y al día siguiente, para colmo, yo tenía un examen. La historia era una gran novela. Qué sabio era mi Abuelo. Me citó una frase de Borges: —“La historia universal es la historia de un puñado de metáforas”. Yo estaba envuelto en ellas. Mientras tanto, en la otra frontera, Dante Alighieri, se divertía contemplando el infierno desde la boca de un volcán. El Etna estaba en plena erupción. Entre el hervor de la fragua las llamas danzaban frenética danza de fuego. Bonifacio VIII, obviamente, había dejado vacante su sede.

Hubo discrepancias. Los teólogos estaban divididos y andaban a la greña. Eran los dos consabidos bandos: —De un lado los "curiales", del otro los "legistas". Con razón que el Abuelo solía decir: —La tentación de los políticos ha sido, es, y será, establecer leyes. En el mundo de la política y en el de la Iglesia. —¿A qué se debe? —A que son la fuerza de los gobernantes. Sin ellas no serían nada. —Explícate, Abuelo. —Hijo, está claro. Las leyes se hacen por dos motivos: uno, para estar ocupados. Dos, para que las cumplan los demás. Se echó a reír.

Con leyes o sin ellas, así andaba el mundo. De un lado, América; de otro, Europa, la multinacional fabricante de crisis. El Abuelo dijo: —Las leyes son una forma encubierta de dictadura. Son el as escondido en la manga para imponer la dictadura de partido. Caí en la cuenta. Eso mismo decía la gran Novela de la Historia. ¡Justo, era el capítulo 3! Estaba dentro de mi cabeza. Qué suerte, lo había encontrado. Al día siguiente tenía examen. El discurso sobre las leyes iba subiendo de tono, en el mitin espontáneo, de corte dramático, que se había formado sobre el hemiciclo del parlamento improvisado en el Acantilado. Sus señorías se habían alborotado.

Alguien gritó: —¡Viva la libertad...! Una brisa tenue pasó, suavemente, la página del grueso libro. A continuación, no una, muchas páginas de historia comenzaron a pasar a velocidad de ordenador. Fin del capítulo tres. Si me lo preguntan en el examen, está “chupao”, me dije. Pero me faltaba por repasar el resto del libro, que era la causa de mi pesadilla. A última hora, y a velocidad que casi no daba tiempo a que mis ojos pudieran concentrarse, fui ojeando el resto del libro. Allí estaban, bien resaltados por el rotulador: de un lado, Juan de París, y Pierre Dubois; de otro, Egidio Romano, Agustín de Viterbo, Mateo de Aguasparta, y un largo etcétera.

—Abuelo, ¿aquí cuándo amanece? —En cuanto te despiertes. El libro de la Gran Novela se había quedado pequeño. En la próxima edición había que meter, por fuerza, el 11 S. y el 11 M. y la muerte de Bin Laden. Y la violencia inmisericorde entre judíos y palestinos. Y el avance de los chinos. Y tantas cosas más. Desgraciadamente, aunque las grandes masacres remueven los cimientos profundos de la conciencia de la Humanidad, terminan por entrar en el olvido o la indiferencia. Una desgracia tapa a otra. ¿Quién recordaba ya Las Torres Gemelas, Madrid, Irak, etc.? ¿Quién se acordaba de África, “que inmola a sus hijos en torpe guerra”? Desde el Acantilado se veía perfectamente su silueta. Un barco velero ponía rumbo a las Azores. El resto quiso ser silencio. Hasta que, de pronto, se hizo la guerra.

Una guerra que masacraba la conciencia sensible de quienes aún eran capaces de guardar un resto de sensibilidad y decencia. Los edificios iban siendo destrozados, iluminados por los fuegos artificiales del más horrendo bombardeo de la historia. Las mil y una noches de Bagdad estallaron en mil pedazos, bajo la apocalíptica pirotecnia de la muerte. Los niños callaron también para siempre su inocencia junto a las bicicletas con las que nunca más podrían volver a jugar ni correr. —¡Abuelo, esto es horroroso! —Y lo peor es que una guerra hace olvidar a la anterior.

Terrible afirmación que el libro de la gran novela daba por cierta. En el cielo se entrecruzaban las estelas de los misiles que lanzaban los aviones de la muerte. Al despertad, lo primero que haría, sería preguntar: —¡Abuelo! ¿Dónde está el cielo? En la Bitácora del Acantilado quedó registrada la pregunta. Cada página de la Gran Novela era Historia. —Hijo, a las metáforas llámalas realidad. Fue la repuesta. Cuando desperté, lo primero que oí fue la voz del Abuelo. Con su sonrisa cariñosa, y mientras me acariciaba el rostro, dijo: —Hijo, el Cielo está en el Acantilado. Está en ti, está en mí.

También quedó registrada la respuesta. La brisa del Acantilado volvió a zarandear suavemente mi cabellera, como cuando era niño. Me detuve. Habrá sido la brisa.